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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

martes, 22 de febrero de 2011

Asiento 10





El acostumbrado viaje de los sábados al mediodía. Trece y diez, segundo coche directo, asiento quince. La llegada justa, corte de boleto y una hora cuarenta y cinco de lectura, verdes y azules en paisajes de recién estrenada primavera y la paz, toda la paz del que se sabe solo dentro de muchos. Me preparo, libro en mano, a disfrutar de la tranquilidad y placidez que nos proporciona, siempre, sabernos dueños, -aunque sólo seamos transitorios usuarios- de un espacio y tiempo propios.
A mi izquierda, pasillo mediante, asientos trece y catorce ocupados por una pareja de mediana edad, a la vuelta de los cincuenta, ambos furiosos lectores, ambos con respetables libros de quizá cuatrocientas páginas, de los que parecen comprados al quilo y prueba bastante de su nivel cultural. Una ojeada a la ocupante del trece ventanilla y dictamino, colmo de la arbitrariedad, que la señora tiene cara de consumir Isabel Allende ó algo parecido, allende la literatura. Lo de él me parece un poco más difícil, aunque bien podría ser alguno de esos esperpénticos ensayos que buscan explicar al Peronismo, tarea vana si las hay. De cualquier manera, gustos probables ó reales aparte, son de mi equipo, me dije, mientras abría mi propio libro adentrándome en los personajes del Mercado de Barceló que, gracias a Almudena Grandes, parezco conocer palmo a palmo, sin haberle pisado nunca.
Pero la paz, como la felicidad, son bienes que vienen en frasco chico y suelen durar lo que un suspiro.
En el asiento diez, esto es, una fila delante, justo frente al número catorce de mi vecino el lector, viaja un joven –para mi cincuentena, todo aquél que lleve menos de cuarenta ó parezca hacerlo, es ya un joven- con trazas de profesional, y si me apuran, arquitecto ó ingeniero. Dispuesto a descansar, con una delicadeza rara avis, acciona el mecanismo y reclina su asiento, con tanta mala suerte que el tope está roto, y su respaldo va directo a descansar sobre las rodillas de nuestro –sólo a efectos descriptivos, porque no lo querría para mí, ni para nadie como no fuera un enemigo- furioso lector. Y ya se verá por qué, nunca tan bien utilizado el adjetivo furioso, condición que detenta el que porta la furia.
Iracundo, irascible, destemplado lector, tarda en montar en cólera, lo que un golpe de nicotina demora en llegar el cerebro.
-Eh, oiga, -se dirige al aún ignorante asiento diez- no ve que me puso el asiento en las rodillas?
El educado joven se da vuelta para disculparse y corroborar que efectivamente su asiento le está jugando una mala pasada.
-Perdone señor… pero está roto… -intenta esbozar el número diez, con un tono de voz acorde a la distancia de menos de cincuenta centímetros que separan sus cabezas, pero el iracundo lector, haciendo gala de un enojo, efervescente como sales minerales en un vaso de agua, se dispara con una catarata de reproches, llenos de violencia y envueltos en grosera ironía.
-Qué, no se da cuenta que me está poniendo su respaldo encima de mí? Piensa que voy a viajar dos horas con su espalda encima de mis rodillas? Levante ese asiento… -le dice con tono conminatorio al cada vez más perturbado joven.
- Disculpe señor – insiste el joven – pero no es mi culpa si el asiento está roto…
-Tampoco mía!!! -le responde, cada vez más violento, el rubicundo lector, cuya furia no le impide delatar el inconfundible acento del porteño más acendrado, ese que, los orientales de éste lado del Plata, a duras penas nos hemos acostumbrado a soportar y nunca, a aceptar–, arregle su problema con el chofer! –insiste imperativo y destemplado.
-Señor, si quiere le cambio de asiento…empieza a sugerir el joven, procurando una salida honorable, acorde a las buenas costumbres que alguna vez le enseñaron y conserva en su acervo, para casos como éste.
-NO… -así, tajante, maleducado y sin dejar terminar la frase a su mortificado interlocutor, le responde el embajador de la otra orilla, fiel a su idiosincrasia- …A MI ME TOCÓ ÉSTE ASIENTO Y NO TENGO POR QUÉ CAMBIARLE NADA…ES SU PROBLEMA!!!...a los gritos, termina apostrofándole al, ya resignado, asiento diez.
No han pasado más de cuatro o cinco minutos, que para mi paz y tranquilidad, equivalen a la eternidad que, dicen los que los han sufrido, duran los minutos o segundos eternos de un terremoto. Siento la sangre que me zumba en los oídos y los nervios a punto de estallar. Me pregunto qué clase de cosas puedan pasar por la cabeza de ese iracundo lector, que por un incidente tan nimio, es capaz de montar en cólera y desatar un incidente, que irradia violencia a varios metros a la redonda, con más fuerza que el aire acondicionado que brilla por su ausencia.
Las generalizaciones suelen ser un recurso de estúpidos y mediocres, y con frecuencia hablar de un comportamiento típico de determinado pueblo, no es más que una aproximación más o menos empírica y muchas veces, un artero recurso utilizado para la descalificación y el ejercicio de un chauvinismo de la peor especie. Así entonces, pienso mientras respiro profundo, y trato de hacer que las pulsaciones vuelvan a su cauce normal, sin haber abierto la boca, no todos los argentinos son iguales, y una cosa los porteños – ese arquetipo de nacido en Buenos Aires que conoce más Miami que Santa Fe- y otra muy distinta el argentino de provincia. Y tampoco son todos los porteños iguales, porque conozco a tantos y tantas, que con ese arquetipo, sólo comparten un mismo territorio y les sufren igual que todos los demás.
Pero tan cierto como esto, lo es que ése arquetipo, es el mínimo común denominador del tipo Asiento Catorce, que con la misma irreflexiva iracundia, un día quisieron voltear la Dictadura desde Plaza de Mayo, con Ubaldini y sus secuaces a la cabeza, y al otro – veinticuatro horas después, que para los tiempos de los pueblos son segundos- se juntaron exultantes de entusiasmo patriotero, a festejar que un milico borracho le había declarado la guerra a Su Majestad la Reina, por unos pedazos de tierra austral, que la mayoría de los argentinos no sabían –ni saben- donde quedaban.
No suelo desearle mal a nadie, pero hay pensamientos que irrumpen en nosotros sin que les hayamos llamado, y como sin quererlo, de pronto nos encontramos pensando en tal o cual cosa, sin que nos lo hayamos propuesto. Tal parece haber sido éste caso, porque sin que de manera consciente me lo propusiera, tuve frente a mí la vívida imagen de un deseo. A éste buen señor debería darle algún tipo de malestar digestivo que le mantenga todo el viaje a buen recaudo, creo haber escuchado una vocecita interior que me hablaba. Imagino que eso sucederá, y si así fuere, será apenas una tímida revancha por el mal rato que nos ha hecho pasar.
Vuelto a la lectura, le cierro la puerta de los pensamientos a la maldad instalada, y quizá por ello, poco reparo en él cuando, minutos después, distrae mi atención del relato que leo, para levantarse hacia el baño, al fondo del bus.
Ahora sí, mucho más pendiente del pasillo que del libro, cuál no será mi sorpresa cuando minutos después, nuevamente se levanta, con evidente prisa y mucho peor humor, y sale corriendo por el pasillo hacia el fondo.
Esa historia se repite tres ó cuatro veces más y de reojo veo, casi con un dejo de alegría, -que humanos somos y corresponde a nuestra naturaleza confesar humanas debilidades- cómo intenta secar su descompuesto rostro con un pañuelo de seda, pensado para otro propósito.
No fue un viaje en paz, pero siempre algo se aprende. Por lo pronto, y aunque no creo en éstas cosas, debo cuidarme acerca de qué pienso de cada quien, no sea cosa siga provocando espasmos y otros males mayores.

J.M.Jorge

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