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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El sombrero marrón



A Q. , siempre presente



Es una fresca mañana del invierno en retirada; casi a la vuelta espera una primavera que se resiste a sentar sus reales, aunque el sol penetra a borbotones por la puerta ventana del estar, donde las niñas juguetean desde temprano, casi de madrugada para mi cuerpo obligado a levantarse antes de tiempo, aún cuando los huesos agradezcan la deferencia porque la dureza de la camita improvisada para visitas, me haga recordar durante un buen rato que no estoy en mi casa.
Desde hace días estoy en casa de mi madre, pequeña vivienda acorde a sus reducidas necesidades de persona mayor, a la  que he ido a visitar luego de mucho, demasiado tiempo, y junto conmigo pero antes, lo hicieron mi hermana y sus pequeñas hijas, aunque bien es cierto, por motivos, los de ella y los míos, muy distintos.
Estos han sido días muy intensos, no porque hayamos hecho gran cosa, pero sí porque ellas – mi madre y mi hermana- y yo teníamos, y por cierto tenemos aún, tantas cosas por decirnos y contarnos, y las largas charlas, interrumpidas por los inventos de la menor de mis sobrinas, -diablillo de escasos cinco años que parece tener energía para hacer media docena de cosas a la vez- esas charlas decía, tanto tiempo postergadas, con tanta vida vivida por cada una,  permeadas del pasado común que creíamos tan lejano y, sin embargo y a despecho de tantos años transcurridos, está ahí nomás a la vuelta de los recuerdos como si hubiera sido ayer nomás y les pone una carga emocional a la que he estado esquivando largo tiempo.
Con mis hijas ya mayores, tan mayores que me cuesta creerlo aunque el vientre que crece día a día de una de ellas es la mejor prueba de ello, encontrarme con éstas dos niñas, nacidas y criadas tan lejos, por cuestiones que sería largo de contar, apenas conocidas antes por fotos y videos caseros, los terremotos  que crean cada día a medida van descubriendo ese su nuevo y tan distinto mundo, me llevan a mí misma a verme madre otra vez de esas niñas pequeñas.
Son días de pérdidas, porque cada una de las mujeres que convivimos allí arrastramos las propias, algunas definitivas y otras tan sólo el tiempo lo dirá, y esas pérdidas a todas nos marcan y condicionan, cada una con sus pasados y sus futuros, sueños y fracasos, rencores viejos y desconfianzas largamente arrastradas. Es que a las pérdidas se suman las ausencias que a veces duelen como si fueran para siempre, y algunas de ellas, sospecho así lo serán aunque ninguna de nosotras nos animemos a confesarlo y asumirlo, entre ellas las de los hermanos que viven lejos, cada uno con sus propias vidas, pero presentes entre las nuestras, toda vez ellos también fueron, y son, actores de ese pasado compartido. Y luego están las rupturas, tantas que ya me produce fatiga y hastío recordarlas, un día una de ellas, al día o al año siguiente otra, pero siempre recordándome que esto de las relaciones humanas, está condicionado siempre por la precariedad, por más que yo me haya considerado inmune a mal tan extendido. Estos días, sin embargo, han venido a ponerme frente a un espejo en el que no querría haberme visto nunca y recordarme que nada de lo humano me podría ser ajeno, y esto que parecía pasarle sólo a las demás, pero nunca a mí, también era posible. Se entiende entonces, mi ánimo no sea el mejor, disimulado apenas por la alegría de las niñas, ellas mismas cargando sus abandonos, pero dueñas del optimismo fundacional de una vida que apenas se inicia.
He desayunado ya, la última de todas como es ya la norma, y me he sentado en el viejo sillón frente a la soleada ventana con mi bolsa de labor para seguir tejiendo, con mi infaltable aguja de gancho, la ilusión del vientre que augura nueva vida en unos pocos meses que, para mí, se están haciendo años. Sueño despierta con ver esas minúsculas prendas rosadas, blancas, amarillas, rellenas por un rosado y regordete cuerpecito que adivino perfumado, con ese inconfundible aroma de la piel recién estrenada, tan lejana en la matriz de mis olfatos que se me antojan le sucedieron a otra persona y no a mí misma, décadas atrás, cuando era mi propia nariz la que rozaba una tierna cabecita de leve cabello y los labios se posaban una y otra vez sobre la tersura de una bebé que hoy va para madre.
A escasos metros míos, en la cocina, trasiega mi madre con los preparativos del almuerzo, en tanto mi hermana se ha ido hacia su reciente trabajo de dependiente de comercio, luego de tantos años, otra vez como al principio con nuestro padre detrás del mostrador, ahora haciendo para otro lo que no supimos hacer para nosotras mismas, pero es ya harina de otro saco y más vale dejarla en paz antes levante demasiada polvareda.
Las niñas han salido corriendo y golpeando puertas hacia el patio trasero, allí donde un par de estupendos pinos sombrean un patio de corta grama, en cuyo centro reinan unas hamacas y sube-y-baja de hierros mal pintados, con las que ellas se entretienen largo rato.
El sol está ya alto y la mañana se presenta luminosa, por eso veo a la distancia la desolada callejuela que separa las dos hileras de idénticas viviendas hasta la calle misma, por donde a ésta altura de la mañana, el tráfico es aún escaso. Contesto casi mecánicamente a mi madre cuando me lanza sus preguntas desde sus dominios de ollas y fuegos, que sí, que no, que tal vez y sigo dándole vueltas a mis personales preocupaciones, aquéllas que dejé en mi propia casa con mi marido estando en ella, tan presente como siempre pero más ausente que nunca. Así son las cosas, tanto tiempo, tanto que creemos conocernos, sólo para comprobar, cuando menos lo pensamos, que nada, siempre estamos aprendiendo y empezando, que lo único definitivo es lo que, inexorable, nos espera al final del camino, muy a mi pesar, cada vez más cerca, por más que pensemos esté aún lejana.
La placidez del panorama ante mi vista, concentrada en la labor, se ve repentinamente interrumpida por las siluetas de dos personas que lenta, pero indudablemente, se dirigen hacia la puerta de entrada, justo a mi derecha, a no más de dos metros de donde estoy sentada, sin que haya podido ver de dónde han salido, pero esa simple mirada me basta para darme cuenta se trata de mi padre y mi tía María, hermana de mi madre y por tanto, cuñada de aquél, ella apoyada en su retorcido bastón de madera, quienes con paso lento y dubitativo han llegado hasta la puerta y donde, seguramente, esperan les abra.
Me levanto sin atinar a esbozar palabra alguna, mientras la aguja sorprendida se cae de mis manos rígidas y rueda entre las baldosas del piso, y me dirijo a la puerta, tan cerca que no podrían ser más de tres o cuatro pasos, pero que a mí, mi mente literalmente asaltada por un malón de imágenes que hasta hace unos instantes ni soñaba, se me hace una camino eterno.
Abro, o creo abrir la puerta, y allí está, es él, mi propio padre. El corazón me da un vuelco, siento en mi pecho una cabalgata desenfrenada y la tía, si está como creo haberla visto, ahora ha desaparecido ante la figura ligeramente encorvada, vestida con esas mismas prendas que creo haberle visto la última vez que estuve junto a él, y encima de su cabeza el infaltable sombrero marrón, que desde que los tiempos que conservo en la memoria, eran parte integral de su persona.
Sin pensarlo un instante me abalanzo sobre él, todavía con mi garganta negándose a poner en palabras el torrente de pensamientos que acuden atropelladamente a mi mente, y cierro mis brazos en torno a su cuerpo, en un abrazo que ahora, cuando lo rememoro, encuentro extraño porque sin que pueda explicármelo, aún queriéndolo como le quise siempre, nunca pude hacerlo. Más raro aún, es que él haya permanecido inerte, con sus brazos caídos a lo largo de su cuerpo, tanto que pasado el primer momento, cuando yo misma tomé conciencia de su rigidez, me eché para atrás para preguntarle qué le pasaba que no había respondido a mi abrazo, sólo para ver con una mezcla de dolor y espanto que él, mi padre, a quien hacía tanto tiempo no veía, no sólo no atinaba a responderme sino que su mirada vacía traspasaba mi cuerpo entero y se perdía en el vacío. Aquella mirada, que no podría nunca reconocer como la dulce, apacible, siempre alegre mirada de mi padre, me traspasó el cuerpo hasta hacerme sentir que la sangre se helaba en mis venas, pero a pesar de ello, o quizá por ello mismo, sin que atinara a nada, siquiera a avisarle a mi madre, quien seguramente se sorprendería tanto o más que yo.
De lo que sigue no logro armar un recuerdo coherente, ni explicarme lo que haya sucedido.
Cuando he recuperado la conciencia –me habré desmayado, tal vez?- sentí como si hubiera estado fuera, en un viaje del que nadie más hubo participado, mi madre seguía atareada en la cocina y como si nada hubiera ocurrido. Desde el patio llegaban las risas de las niñas y el ladrido de la perra Luna, compañera inseparable del dúo, y todo transcurría como si lo que yo había vivido hacía unos instantes, nunca hubiera sucedido. Mi mente y mi boca hicieron el intento de ensayar una pregunta a mi madre, nada más para que ella me confirmara no había sido un sueño, para mejor transcurrido en plena vigilia, pero antes que pudiera hacerlo vinieron a mi mente las imágenes de mi madre llorando frente a mi padre alejándose para siempre.
Debió tratarse de un mal sueño, pensé todavía, cuando en camino hacia el baño, sin atinar a mirar a mi madre, temerosa me hiciera alguna pregunta incómoda, y menos a decirle nada, alcancé a ver en el perchero, donde juro no haberle visto antes, el inconfundible sombrero marrón.
FIN

J.M.Jorge
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