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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

martes, 20 de diciembre de 2011

A cota vertical 24,14 metros



A cota vertical 24,14 metros, eso dicen los papeles que firmamos cuando compramos el departamento con ella, años ha claro está, un noveno piso vista al mar. Porque ahora ella no está, se ha ido, me dejó, abandonado y solo, como suele decirse. 
Fueron años felices, por lo menos eso creo yo; tal vez sólo haya querido creerlo porque aún cuando ella estuviera sonriendo, en el fondo de sus ojos marrones con destellos de oro, había un poso de tristeza al que nunca pude llegar, ni siquiera queriendo, como quise, descender juntos. Ese pozo debía ser muy profundo, muy propio de ella y su pasado, como para compartirlo con nadie, tampoco conmigo a pesar de haber compartido tantas otras.  Tal vez sea cierto que es más fácil compartir las alegrías que las penas.
Luego están los hijos, los hijos que no vinieron, una y otra vez esperados, y ella que madre quería ser, y no podía, no podría serlo. Años de tratamientos, suyos, juntos, para nada. De alternativas nunca quiso siquiera oír, debían ser sus propios hijos o no lo serían. Y tras ello, comenzó a llegar el invierno, a nuestra cama, a nuestras almas frías y doloridas, incapaces de unirse en el dolor. Ella refugiada en su pena y yo incapaz de saltar el muro para abrazarla en su propio terreno, prisionero yo también de mi propia desazón, cada vez más, ahogada en alcohol y – pobre sustituto- mujeres fáciles.
No lo pudo soportar, aunque nunca dijo nada, apenas  el mudo reproche asomando de sus ojos cansados. Y un buen día desperté envuelto en resaca, solo, la mitad de la cama vacía, la mitad toda del departamento vacío de ella, nada que me dijera: ha de volver. No dejó, no quiso dejar, una nota, un mensaje, una explicación, tan sólo se marchó. El cierre de su cuenta bancaria días antes, el pasaporte renovado hacía un mes – según pude averiguarlo – y la inexistencia de pista alguna que pudiera decirme a dónde se había ido, eran pruebas más que suficientes que la decisión había sido largamente madurada y por lo mismo, irreversible.
Pagué abogados y detectives, acudí a la Policía y a cuanta oficina me pudiera dar algún dato, pero todo fue inútil. Al cabo del tiempo, hube de resignarme, pero lo único que nunca me atreví a tocar fue nuestro dormitorio – sigo diciendo nuestro aunque el nuestro esté tan lejos en el tiempo- , la misma cama, las mismas cosas en sus mismos lugares. Cada día al despertar, de los tantos días pasados desde entonces, me parece siempre he de encontrarla a mi lado, más no, esa media cama vacía me repite, día a día, que ella no volverá nunca.
De un tiempo a ésta parte me ha dado por pensar ella está allí, a mi lado, casi puedo sentirla respirar, el aliento cálido de su respiración pausada, dormida, que acaricia mi cara. Desde entonces, no sé cuánto tiempo ya, he colocado de su lado una almohadas cubiertas con el acolchado, tal que quien entre en el dormitorio, creerá hay allí una persona durmiendo. A mí mismo, cada vez miro hacia allí, me parece ver moverse ligeramente la superficie del acolchado con la respiración de ella durmiendo. A partir de ese momento, he prohibido a la chica que dos veces a la semana pone un poco de orden y limpieza, a que ingrese al dormitorio. Ese es terreno vedado. No quiero ni soporto que nadie viole el pacto que he hecho con su espíritu, el que estoy seguro no se ha ido nunca de allí, o tal vez ha vuelto para decirme algo que todavía no he podido entender.
Hoy he abierto la ventana y corrido las cortinas, siempre cerradas, para que entre un poco de aire fresco. La tarde tocó a su fin y el calor del verano se ha hecho sentir, demasiado para mi gusto. Al pasar junto a su lado, como me sucede con frecuencia, tal vez producto de la creciente oscuridad que se cuela por la ventana y trepa por las paredes, me ha parecido que debajo del acolchado algo se ha movido. He llevado la mano hasta casi tocar allí donde, de estar ella, estaría su cabeza dormida, sus cabellos cobrizos cayendo sobre su cara. Como otras veces, se detuvo mi mano, perdida la voluntad, a escasos centímetros, temerosa de sentir bajo sus dedos una simple almohada. Me he arrimado a la ventana abierta a la noche, el tráfico nocturno con la riada de coches devolviendo vidas a sus hogares allí abajo, a mis pies, y esa sensación que me invade, como en cada oportunidad que me arrimo al vacío, que hay algo que me llama e impulsa a dar un paso más, el último y definitivo.
No me sorprendió sentir una mano en mi espalda. Tal vez la haya estado esperando  durante todo ese tiempo de su ausencia, esa mano que se posa firme y empuja resueltamente, mi cuerpo doblado sobre el borde inferior. Me siento caer y pienso que a cota vertical 24,14 metros estuvo siempre mi destino. Está allí todavía.       

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Un señor Tal

Escrito bajo el influjo de una noticia que no debió ser tal.







El señor Tal es un hombre afortunado. Vive en una muy buena casa, hecha a su gusto y el de su esposa, en un buen vecindario, cercano al mar y rodeado de grandes arboledas y primorosos jardines. En su amplio garaje suelen dormir dos vehículos de última generación, uno de ellos el que le lleva y le trae, diariamente, a su empresa. Sin que reine la ostentación, en su casa se respira comodidad y seguridad, la que proporciona un buen pasar, salud bien cuidada y educación a salvo de mediocridades públicas.
El señor Tal sabe bien que su ciudad, en la que creció y vivió su más de medio siglo recorrido, ha dejado de ser, lenta pero inexorablemente, el remanso de paz que algún día fue. Ese barrio donde las puertas permanecían sin llave y los automóviles ni siquiera se trancaban, ha quedado muy lejos en la memoria. Sus dos hijos, veinteañeros, creen que ese cuento, por repetido, es sólo una idealización de un pasado que nunca existió. Pero claro que era así! El señor Tal bien lo sabe, como lo sabe su señora, también ella acostumbrada a que alarmas y rejas fueran palabras extrañas, algo que sólo se sabía debían usarse en grandes ciudades donde la violencia era el pan suyo de cada día.
Hace apenas unos meses, también sus hijos comprendieron cuánta razón les asistía a sus padres, y que la sensación de inseguridad que les embargaba, a la que la prensa machaconamente acudía cada día, no era simplemente una sensación de personas invadidas por manías persecutorias, sino una triste realidad que venía a golpearles justo donde más les podía doler: en el centro de sus vidas, la de las certezas y seguridades.
Sucedió una noche cualquiera cuando el señor Tal regresaba desde su empresa, ingresado al sendero interior cercado de rejas y cuando accionaba el control remoto para abrir la puerta e ingresar el vehículo, se encontró con una mano que le colocaba un arma en la sien. Desde ese momento y en cuestión de segundos, su vida giró como un verdadero torbellino y cuando quiso darse cuenta de lo que estaba sucediendo, los encapuchados – gente joven sin duda, muy nerviosos y peligrosamente dispuestos a la violencia gratuita- les habían atado, a él, a su esposa y a sus dos hijos, brutalmente amordazados, mientras desvalijaban la casa. Todo sucedió en segundos, durante los cuales un intento suyo por reaccionar fue abortado con un par de violentos culatazos en la cabeza que le costaron al señor Tal una cicatriz que aún permanece al tacto de sus dedos en el cuero cabelludo.
Hubo denuncia, se sucedieron promesas de aclarar el caso por parte de la policía, algún detenido por las dudas también y tiempo después, un par de jóvenes menores de edad, imposibles de reconocer, fueron declarados culpables y enviados al Instituto que, supuestamente, el Estado dispone para su reinserción a la sociedad. Unas semanas después, otra vez los presuntos malhechores estaban en la calle, fugados como casi todos ellos sin que nadie hiciera nada por detenerlos. Explicaciones muchas, soluciones ninguna.
Mientras tanto la señora de Tal ha debido iniciar un tratamiento sicológico que la ayude a superar el trauma provocado por la situación extrema que le tocó vivir, sus hijos han dejado de salir por las suyas y sólo lo hacen acompañados, y él mismo, el señor Tal, ha debido recurrir a las pastillas que nunca tomó, para poder conciliar el sueño. Para peor, no faltó que a pocos metros de su casa, poco tiempo después, también otra familia haya sido atacada, dejando a una señora mayor gravemente herida.
Hay cosas que en un familia surgen no se sabe de dónde y en éste caso, tal parece haber sido respecto de la idea de armarse. En un casa donde nunca hubo arma alguna, en donde el hombre nunca disparó una bala, ahora sí descansa en el cajón de la veladora del señor Tal una reluciente pistola, la más moderna y confiable que el armero le pudo recomendar como elemento de defensa.
Es noche de domingo, todos han retornado de sus actividades, con excepción del hijo del señor Tal que anda de viaje con sus amigos. Han cenado los tres, mientras su esposa y la hija han puesto toda su atención en uno de esos insufribles programas de chimentos televisivos, el señor Tal ha comenzado a preparar su lunes en la soledad del escritorio, al abrigo de una buena música. Su esposa ha venido, hace minutos le parece a él, a decirle que ella y la chica se van a acostar y como es costumbre, le ha preguntado si se demorará mucho en subir. El señor Tal ha dicho que no, que en unos minutos sube al piso superior, allí donde están los dormitorios. Justo cuando está cerrando el estudio y se dispone a subir, encuentra a su esposa que baja, en puntas de pie y con cara de preocupación, diciéndole ha escuchado ruidos en el jardín del fondo, hacia donde dan las ventanas del estar y el comedor. El señor Tal ha apagado la música y a él también le parece escuchar ruidos, sin duda, hay gente que anda allí detrás de sus ventanas, ya dentro del jardín. Le pide a su señora apague las luces, sube las escaleras de dos en dos y en menos que canta un gallo está nuevamente en la planta baja con la flamante pistola en la mano. Le pide a su señora suba nuevamente a acompañar a su hija, mientras él da una recorrida por el fondo. Acaba de abrir una de las puertas que le conducen a la barbacoa y en el medio, la tan querida pileta de los veranos, cuando escucha un grito penetrante, de esos que a uno le penetran por los oídos pero parecen taladrarle la propia columna, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Atina a gritarle a su esposa, convencido el o los invasores están en la planta alta y por ello ha gritado, que se quede donde está y enfila raudo hacia la escalera.
En penumbras llega al pie de la misma justo cuando una sombra baja como un bólido desde el piso superior. La reacción es inmediata, instantánea, casi un acto reflejo. Levanta el arma y dispara. El seco estampido le ensordece y se pierde rebotando en cada rincón de la casa, mientras el bulto emite un ronquido de animal herido y rueda escaleras abajo, hasta quedar casi a sus pies. El señor Tal está petrificado. Ha disparado y no sabe cómo ni a quién. Es la esposa quien enciende las luces que devuelven el contorno y volumen a las cosas. Allí a sus pies, rota, quebrada, cual muñeca de trapo a la que han quitado el relleno, su hija se desangra y en su mirada pide una explicación. La que no habrá, la que no tendrá él, ni su esposa, ni nadie podrá tenerla nunca.
Ojalá hubiera sido ficción.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El sombrero marrón



A Q. , siempre presente



Es una fresca mañana del invierno en retirada; casi a la vuelta espera una primavera que se resiste a sentar sus reales, aunque el sol penetra a borbotones por la puerta ventana del estar, donde las niñas juguetean desde temprano, casi de madrugada para mi cuerpo obligado a levantarse antes de tiempo, aún cuando los huesos agradezcan la deferencia porque la dureza de la camita improvisada para visitas, me haga recordar durante un buen rato que no estoy en mi casa.
Desde hace días estoy en casa de mi madre, pequeña vivienda acorde a sus reducidas necesidades de persona mayor, a la  que he ido a visitar luego de mucho, demasiado tiempo, y junto conmigo pero antes, lo hicieron mi hermana y sus pequeñas hijas, aunque bien es cierto, por motivos, los de ella y los míos, muy distintos.
Estos han sido días muy intensos, no porque hayamos hecho gran cosa, pero sí porque ellas – mi madre y mi hermana- y yo teníamos, y por cierto tenemos aún, tantas cosas por decirnos y contarnos, y las largas charlas, interrumpidas por los inventos de la menor de mis sobrinas, -diablillo de escasos cinco años que parece tener energía para hacer media docena de cosas a la vez- esas charlas decía, tanto tiempo postergadas, con tanta vida vivida por cada una,  permeadas del pasado común que creíamos tan lejano y, sin embargo y a despecho de tantos años transcurridos, está ahí nomás a la vuelta de los recuerdos como si hubiera sido ayer nomás y les pone una carga emocional a la que he estado esquivando largo tiempo.
Con mis hijas ya mayores, tan mayores que me cuesta creerlo aunque el vientre que crece día a día de una de ellas es la mejor prueba de ello, encontrarme con éstas dos niñas, nacidas y criadas tan lejos, por cuestiones que sería largo de contar, apenas conocidas antes por fotos y videos caseros, los terremotos  que crean cada día a medida van descubriendo ese su nuevo y tan distinto mundo, me llevan a mí misma a verme madre otra vez de esas niñas pequeñas.
Son días de pérdidas, porque cada una de las mujeres que convivimos allí arrastramos las propias, algunas definitivas y otras tan sólo el tiempo lo dirá, y esas pérdidas a todas nos marcan y condicionan, cada una con sus pasados y sus futuros, sueños y fracasos, rencores viejos y desconfianzas largamente arrastradas. Es que a las pérdidas se suman las ausencias que a veces duelen como si fueran para siempre, y algunas de ellas, sospecho así lo serán aunque ninguna de nosotras nos animemos a confesarlo y asumirlo, entre ellas las de los hermanos que viven lejos, cada uno con sus propias vidas, pero presentes entre las nuestras, toda vez ellos también fueron, y son, actores de ese pasado compartido. Y luego están las rupturas, tantas que ya me produce fatiga y hastío recordarlas, un día una de ellas, al día o al año siguiente otra, pero siempre recordándome que esto de las relaciones humanas, está condicionado siempre por la precariedad, por más que yo me haya considerado inmune a mal tan extendido. Estos días, sin embargo, han venido a ponerme frente a un espejo en el que no querría haberme visto nunca y recordarme que nada de lo humano me podría ser ajeno, y esto que parecía pasarle sólo a las demás, pero nunca a mí, también era posible. Se entiende entonces, mi ánimo no sea el mejor, disimulado apenas por la alegría de las niñas, ellas mismas cargando sus abandonos, pero dueñas del optimismo fundacional de una vida que apenas se inicia.
He desayunado ya, la última de todas como es ya la norma, y me he sentado en el viejo sillón frente a la soleada ventana con mi bolsa de labor para seguir tejiendo, con mi infaltable aguja de gancho, la ilusión del vientre que augura nueva vida en unos pocos meses que, para mí, se están haciendo años. Sueño despierta con ver esas minúsculas prendas rosadas, blancas, amarillas, rellenas por un rosado y regordete cuerpecito que adivino perfumado, con ese inconfundible aroma de la piel recién estrenada, tan lejana en la matriz de mis olfatos que se me antojan le sucedieron a otra persona y no a mí misma, décadas atrás, cuando era mi propia nariz la que rozaba una tierna cabecita de leve cabello y los labios se posaban una y otra vez sobre la tersura de una bebé que hoy va para madre.
A escasos metros míos, en la cocina, trasiega mi madre con los preparativos del almuerzo, en tanto mi hermana se ha ido hacia su reciente trabajo de dependiente de comercio, luego de tantos años, otra vez como al principio con nuestro padre detrás del mostrador, ahora haciendo para otro lo que no supimos hacer para nosotras mismas, pero es ya harina de otro saco y más vale dejarla en paz antes levante demasiada polvareda.
Las niñas han salido corriendo y golpeando puertas hacia el patio trasero, allí donde un par de estupendos pinos sombrean un patio de corta grama, en cuyo centro reinan unas hamacas y sube-y-baja de hierros mal pintados, con las que ellas se entretienen largo rato.
El sol está ya alto y la mañana se presenta luminosa, por eso veo a la distancia la desolada callejuela que separa las dos hileras de idénticas viviendas hasta la calle misma, por donde a ésta altura de la mañana, el tráfico es aún escaso. Contesto casi mecánicamente a mi madre cuando me lanza sus preguntas desde sus dominios de ollas y fuegos, que sí, que no, que tal vez y sigo dándole vueltas a mis personales preocupaciones, aquéllas que dejé en mi propia casa con mi marido estando en ella, tan presente como siempre pero más ausente que nunca. Así son las cosas, tanto tiempo, tanto que creemos conocernos, sólo para comprobar, cuando menos lo pensamos, que nada, siempre estamos aprendiendo y empezando, que lo único definitivo es lo que, inexorable, nos espera al final del camino, muy a mi pesar, cada vez más cerca, por más que pensemos esté aún lejana.
La placidez del panorama ante mi vista, concentrada en la labor, se ve repentinamente interrumpida por las siluetas de dos personas que lenta, pero indudablemente, se dirigen hacia la puerta de entrada, justo a mi derecha, a no más de dos metros de donde estoy sentada, sin que haya podido ver de dónde han salido, pero esa simple mirada me basta para darme cuenta se trata de mi padre y mi tía María, hermana de mi madre y por tanto, cuñada de aquél, ella apoyada en su retorcido bastón de madera, quienes con paso lento y dubitativo han llegado hasta la puerta y donde, seguramente, esperan les abra.
Me levanto sin atinar a esbozar palabra alguna, mientras la aguja sorprendida se cae de mis manos rígidas y rueda entre las baldosas del piso, y me dirijo a la puerta, tan cerca que no podrían ser más de tres o cuatro pasos, pero que a mí, mi mente literalmente asaltada por un malón de imágenes que hasta hace unos instantes ni soñaba, se me hace una camino eterno.
Abro, o creo abrir la puerta, y allí está, es él, mi propio padre. El corazón me da un vuelco, siento en mi pecho una cabalgata desenfrenada y la tía, si está como creo haberla visto, ahora ha desaparecido ante la figura ligeramente encorvada, vestida con esas mismas prendas que creo haberle visto la última vez que estuve junto a él, y encima de su cabeza el infaltable sombrero marrón, que desde que los tiempos que conservo en la memoria, eran parte integral de su persona.
Sin pensarlo un instante me abalanzo sobre él, todavía con mi garganta negándose a poner en palabras el torrente de pensamientos que acuden atropelladamente a mi mente, y cierro mis brazos en torno a su cuerpo, en un abrazo que ahora, cuando lo rememoro, encuentro extraño porque sin que pueda explicármelo, aún queriéndolo como le quise siempre, nunca pude hacerlo. Más raro aún, es que él haya permanecido inerte, con sus brazos caídos a lo largo de su cuerpo, tanto que pasado el primer momento, cuando yo misma tomé conciencia de su rigidez, me eché para atrás para preguntarle qué le pasaba que no había respondido a mi abrazo, sólo para ver con una mezcla de dolor y espanto que él, mi padre, a quien hacía tanto tiempo no veía, no sólo no atinaba a responderme sino que su mirada vacía traspasaba mi cuerpo entero y se perdía en el vacío. Aquella mirada, que no podría nunca reconocer como la dulce, apacible, siempre alegre mirada de mi padre, me traspasó el cuerpo hasta hacerme sentir que la sangre se helaba en mis venas, pero a pesar de ello, o quizá por ello mismo, sin que atinara a nada, siquiera a avisarle a mi madre, quien seguramente se sorprendería tanto o más que yo.
De lo que sigue no logro armar un recuerdo coherente, ni explicarme lo que haya sucedido.
Cuando he recuperado la conciencia –me habré desmayado, tal vez?- sentí como si hubiera estado fuera, en un viaje del que nadie más hubo participado, mi madre seguía atareada en la cocina y como si nada hubiera ocurrido. Desde el patio llegaban las risas de las niñas y el ladrido de la perra Luna, compañera inseparable del dúo, y todo transcurría como si lo que yo había vivido hacía unos instantes, nunca hubiera sucedido. Mi mente y mi boca hicieron el intento de ensayar una pregunta a mi madre, nada más para que ella me confirmara no había sido un sueño, para mejor transcurrido en plena vigilia, pero antes que pudiera hacerlo vinieron a mi mente las imágenes de mi madre llorando frente a mi padre alejándose para siempre.
Debió tratarse de un mal sueño, pensé todavía, cuando en camino hacia el baño, sin atinar a mirar a mi madre, temerosa me hiciera alguna pregunta incómoda, y menos a decirle nada, alcancé a ver en el perchero, donde juro no haberle visto antes, el inconfundible sombrero marrón.
FIN

J.M.Jorge
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miércoles, 4 de mayo de 2011

Anoche soñé un sueño nunca soñado.

Para A.C., sencillas palabras, porque cuando de agradecer amor con palabras, la emoción hace que aún las más sencillas palabras, se tornen tarea por demás ardua.





Caminábamos tomados de la mano, nuestras pisadas crujiendo encima del manto ocre y amarillo de las hojas de los álamos abatidas por el temprano otoño, siguiendo un sendero del parque que culminaba, al final de una leve ondulación, en un diminuto lago de aguas cristalinas, sobre cuya azulada superficie, el algodón de las blancas nubes, jugaba una danza de espejos con las aguas quietas del remanso. A mi lado, mi compañera, sonreía con una sonrisa nueva, la cara encendida por un brillo nuevo, aquél que los años andados había ido apagando junto con las ilusiones del camino recién iniciado. Delante nuestro, con pasos aún vacilantes, un niño de enrulados cabellos alborotados por la brisa fresca del ocaso en ciernes, ensayaba saltos al compás de un canto sólo por él entendido, en el idioma de la inocencia que le pone alegría al aire que le rodea. Ese niño, o niña tal vez, el recuerdo se hace difuso, sólo veo delante nuestro su cuerpecito correteando, los trinos de una risa que brota espontánea y se cuela por nuestros oídos, junto con el trino de una bandada de pájaros que cruza el cielo crepuscular en busca del refugio nocturno, siento es parte nuestra, somos ella y yo, mi compañera y yo mismo, vueltos a la niñez recuperada. No hay palabras entre nosotros, solamente una larga mirada, ojos que se hablan y dicen lo que el calor de las manos enlazadas sabe decir sin abrir la boca, los mismos ojos que juntos envuelven y acarician la diminuta figura del niño que nos llama: ¡Tatines, vengan Tatines!
He transitado la mañana con el dulce sabor de boca que deja un sueño perfecto, pleno de dulzura y armonía, canción de amor y sinfonía de ilusiones, compartiendo con ella, mi compañera de décadas, la interrogante que nos plantean los sueños que no sabemos dilucidar. Ella y yo intuimos, sin embargo, ese niño que así nos llama: ¡Tatines, vengan Tatines! , sólo puede ser nuestro nietecito, nieto que sabemos ambos, ella y yo, no tenemos. Es claro, nos decimos ambos, sabiendo que ambos lo pensamos sin animarnos a confesárnoslo, no es más que la proyección de un deseo común, largamente acariciado, más siempre postergado.
A la noche llega nuestra hija, mujer joven ella, orgullo de padres depositado en un ser humano de riqueza infinita, diamante que a cada movimiento su particular luz refleja reflejos siempre nuevos y sorprendentes.
Es ella misma la que ahora, con sus hombros abrigados por el abrazo de él, el compañero que ha elegido para caminar juntos, quien con los diminutos zapatitos de lana tejida en sus manos de niña aún, con los ojos encendidos como dos carbones en brasas arrasadas por la emoción, las mejillas surcadas por lágrimas que adivino dulces como almíbar cristalina, las que brotan cuando nos desborda el corazón los sentimientos largamente guardados, la que nos dice “padres, estoy embarazada, serán abuelos, esperamos para el quince de diciembre” , anuncio que así dicho parece una más de las cosas que a lo largo de la vida han de suceder, pero que para ella, nuestra hija, ayer mujer sólo mujer, ahora madre con plazo determinado, nosotros, sus padres, ahora ya abuelos de lo que en ella es tierno brote, cambiarán por obra y milagro de ese momento, cuando la vida se hace vida dentro de su vientre, toda su vida y nuestra vida toda.
En aquél instante, mirando entre lágrimas las de mi compañera, su cara mezcla de sonrisa y llanto emocionado, mirada que me dice, nos decimos, el sueño hasta anoche nunca soñado, es lo que ahora es tiempo de dulce espera, expectante, temblorosa, ansiosa, milagrosa espera hasta el día señalado, cuando ella o él, tanto da, surja a la vida en su primer día, el que nos hará por un instante que será eterno, tanto como vida nos quede a ambos, los seres más felices del universo, con la felicidad íntima, intransferible, de quien se siente prolongado en un par de ojos abiertos al asombro del milagro de la vida revivida.
Ahora, cansado por la emoción contenida, deseo irme a la cama, cerrar mis ojos, sabiendo que cuando el sueño retorne de su reino de fantasía, traerá con él una promesa de realidad que antes creímos sólo podría ser soñada y nada más.

sábado, 16 de abril de 2011

Mal día para despertar





Sus dedos, torpes aún sin la ayuda de los ojos legañosos, entrecerrados por el sueño, reptaron hacia la mesa de noche donde, ignorante de él, descansaba el teléfono móvil en cuyo interior, oh maravilla, aguardaba la agenda del día, que despertado en un sobresalto, le urgía consultar.
El teléfono se sintió malamente empujado fuera de la mesita donde dormía y quitada violentamente su base de apoyo, se puso a rebotar en el suelo, cual pelota de goma que no era, dejando en el primer impacto parte de su cubierta, en la segunda alguna de sus vísceras para en el tercero y definitivo salto, que le llevó derrengado a situarse debajo de la silla, donde impasible su ropa observaba la escena, deteniéndose definitivamente destruido.
Ahogó la imprecación que subía por su garganta, la que con el ruido habría despertado a su mujer, obligándole a sumar una molesta explicación al fastidio de haberse quedado sin ayuda, que le indicara cuál era la cosa tan importante que le había arrancado del sueño, dejándolo librado a la siempre frágil memoria. Molesto consigo mismo, buscó con sus pies las pantuflas bajo la cama, y a tientas salió rumbo al baño, metiéndose a la ducha que se encargaría de llevarse, junto con los restos de sueño, el incipiente malhumor. Nada de eso. Éste habría de crecer, porque por más que girara el grifo del agua caliente, desnudo ya bajo el duchero, ésta caía ignorante de su temperatura en estado natural, es decir, fría. Ahora, sólo en el baño, no debió ahogar imprecación alguna, pudiendo insultar soezmente sin reservas, mientras tiritando terminaba de sacarse el champú de la cabeza y con él, lo que quedaba del sueño terminado abruptamente.
Bajo la espuma que cubría su cara, mientras los pensamientos se habían perdido en los meandros de sus inquietudes postergadas por unas horas, las tres hojas cortantes de la maquinilla bajaban por la barba, en un gesto repetido trescientas veces al año, sólo que el ardor finísimo y el punto rojo debajo de ella, denotaban el corte que, allí estaba, se había infligido, punto más para aumentar la creciente irritación. Irritación que se vería reforzada al encontrarse en la cocina con que café no había y de las últimas tres naranjas, de donde saldría el infaltable jugo de la mañana, sólo una había resistido el paso del tiempo.
Se vistió como pudo, pensando que éste no era de los días que figurarían en su vida como de los mejor iniciados, despachó una botellita de yogur por todo desayuno, y puso la llave en la cerradura, que abierta le franquearía la puerta, traspuesta la cual estarían los cuatro tramos de escalera que le llevarían a la puerta de calle, y de allí, cincuenta metros más allá, cruzada ésta por la esquina, la parada del bus en el que, dentro de exactos diez minutos estaría, en medio de otros tantos soñolientos y malhumorados pasajeros, yendo hacia su oficina. Pero la cerradura, ésta mañana, había decidido no girar, dejándole encerrado. Puteó a gusto, olvidado ya si su mujer despertaba o no, mientras forcejeaba con la maldita llave que, provista de una voluntad propia hasta ahora desconocida, se negaba a abrirle la puerta. Sólo después de sentir sus dedos doloridos de tanto hacer el inútil esfuerzo, sacó la llave, reparando entonces, no era esa la que la cerradura esperaba, porque la que tenía delante de sus ojos, correspondía a la puerta de calle. Un poco más de malhumor, mientras cambiaba de llave y ahora sí, como por arte de magia, la cerradura giró dejándole la puerta en condiciones de ser mansamente abierta. Salió presuroso al pasillo y de allí a poner el primer pie en el escalón, primero de los seis del primer tramo, que repetidos en los tres restantes, daban los veinticuatro que le separaban del suelo, sin reparar en que, bajo la suela de sus zapatos, crujía algo que luego, parecían granos de arroz desparramados por algún malhadado vecino. Sintió cómo su pié izquierdo salía despedido al vacío, mientras el derecho no atinaba a sostenerle repentinamente abandonado a esa tarea, dejándole con sus posaderas violentamente depositadas en el filo de un escalón y de allí, resbalando dolorosamente hasta detenerse en el primer descanso. Abruptamente, sintió que un intenso dolor subía desde el coxis hacia su espalda toda, mientras su cuerpo era invadido por el mismo recorriéndole piernas y brazos, pero cegado por la rabia e impotencia, sacó fuerzas de flaqueza y como pudo, se incorporó bajando uno a uno los restantes dieciocho escalones, ahora firmemente agarrado al pasamanos que antes había ignorado.
Marchó hacia la puerta, mirando en su reloj de pulsera, los minutos avanzaban inexorables indicándole estaba a punto de perder el autobús que a esa misma hora ya debía estar en la parada, dejándole a la espera del próximo en media hora o más, con lo que una odiada llegada tarde, preámbulo de incómodas explicaciones, se abría ante su furiosa mirada.
Dejando de lado dolores y presagios, salió disparado hacia la esquina, en donde el autobús comenzaba a moverse hacia el centro de la calzada, haciéndole desesperadas señas al conductor para que le esperara, ignorante éste de nada que se moviera en su entorno, salvo lo necesario para llegar a su destino, sólo para volver a comenzar el recorrido que día a día, durante más de veinte años, cada mañana y tarde realizaba al volante del vetusto transporte.
Presa del apuro, cegado por la furia de los inconvenientes que uno a uno se le habían ido atravesando desde que intentó abrir los ojos, obnubilado para pensar en aquello que alguna vez leyó que la prisa es vana si de la paciencia no va acompañada, no reparó en el intenso bermellón de la luz superior del semáforo, puesto a su frente en la acera hacia la que debía cruzar, y dio uno, dos y hasta tres pasos hacia aquélla, sin saber luego qué le sucedió, salvo el estruendo del impacto y un momento antes de perder el conocimiento de sí mismo, la sensación de volar por los aires, su cuerpo todo metido en una vorágine de choques y frenadas.
Lentamente comienza a emerger la conciencia de una noche plagada de sueños, que siente adheridos a su cuerpo como una segunda piel. Su mano avanza hacia la mesilla de luz, pero en el camino tropieza con el frío metal, sus dedos dubitativos recorren el medio arco de la rueda derecha de una silla de ruedas recostada a esa misma mesa, donde al fin logra encontrar el teléfono móvil que le sirve de reloj despertador, tan igual, pero tan distinto del suyo, que no cree pueda ser el mismo. En uno de los sueños que permanecen agazapados en su memoria se ve a sí mismo, treinta y tres días con treinta y tres horas después – cómo explicar un recuerdo con tanta exactitud sino por el capricho que los sueños suelen tener- mientras su mujer maniobra la silla de ruedas hacia la acera, bajando la rampa del hospital hacia la ambulancia que desde allí, le devolverá a su hogar de segundo piso, y en sus manos el tacto del frío metal es el mismo que acaba de sentir en la piel al dar con la rueda de la silla junto a su cama.

viernes, 25 de marzo de 2011

Luna de Marzo

Es un lugar común, quizá cierto, que una imagen vale más que mil palabras. Me serán necesarias dos mil entonces, porque de imagen carezco para mostrar, apenas tengo de ella la que está grabada por mi retina, incorporada en esa razón de vivir que son los recuerdos de lo vivido.
Estoy hablando de la Luna, aclaro. Que no se sienta olvidada, desplazada, menospreciada, tan sólo porque no haya dejado constancia escrita de mi renovada admiración cuando ella, como cada cuatro semanas, decidió mostrar su más amplia sonrisa. Que no piense es una lisonja sin razón, que quienes le canten cuando está plena, a ella han de sobrarle siempre. Más ahora quiero ser yo quien lo haga, cuando las voces del plenilunio tienden a perderse, tras la cortina de las noches devenidas en días pasados.
Cuando el Sol hace ya tres horas se ha ido a dormir tras el irregular trazo del horizonte de las arboledas teñidas de verde noche, me he apostado en la margen oriental del adormecido río, estremecido por el fresco que sube desde las aguas rumorosas que bajan mansas, a la espera que el tenue resplandor, que apenas se anuncia encima del monte, interminable manto de sarandíes y sauces, palmeras y juncales, coronillas y espinillos que por la otra orilla circunda sus aguas, deje de serlo para despuntar una luna de oro, con la mitad de su cara cubierta con un azulado velo, cual misteriosa dama nocturna.
En el instante ello ocurre, la Naturaleza toda parece rendirse ante su belleza y la alegre danza que fue el crepúsculo se torna en dulce vals, en la que, a la música de las rumorosas aguas y la tierna brisa que peina los encopetados árboles, se suma la sinfonía de estrellas de un cielo brillante como si de millones de diamantes estuviera vestido. La Vía Láctea, desde la Cruz del Sur en un extremo a las Tres Marías en el otro, le marca el camino que ella, la Reina de la noche, hará durante las horas que dure su baile entre estrellas.
Ver Venecia y morir, cantó algún Poeta. Ver la Luna de Marzo, subiendo en ocres y oros desde el horizonte del monte, mirándose en el espejo de las aguas del río, mudo de admiración y frío de envidia, más que morir, invita a vivir en la expectación de volver a gozar de tal privilegio.

viernes, 18 de marzo de 2011

Semáforo en rojo



Relato de sesgo social, escrito para una recopilación, cuya extensión quizá no sea la indicada para el medio digital, queda igualmente expuesto.




Le cuento. Mire le cuento con todo lujo de detalles, pero sabe, lo único le pido es que no me diga nada, no me haga comentarios ni me cuestione, que ya bastante tengo yo con llevar esto.
Vea, todo empezó o comenzó a acabarse – según se vea- con el accidente de tránsito y el traslado a la Emergencia de la Clínica a la que llamaron desde el mismo lugar del hecho, como les gusta decir a los periodistas de crónica roja.
Sabe, yo hago ese trayecto desde mi casa a la Oficina, todas las mañanas y luego a la tarde cuando regreso, y además vuelvo a pasar por el mismo lugar cuando voy hacia la Rambla para mi diaria caminata, los seis kilómetros que llueve ó truene tengo que caminar, porque el médico ya me advirtió que luego del infarto, si no me cuido, soy boleta. Así que paso por las mismas esquinas, los mismos semáforos, las mismas caras, los mismos carteles y comercios por lo menos cuatro veces al día. Se imagina usted que ya me sé de memoria las caras y hasta las marcas y arrugas de cada uno de los habituales ocupantes de esos cruces. Y uno se acostumbra, como a todo en la vida. Al principio nos cuesta, nos resistimos, protestamos, pero al final la realidad siempre es más porfiada y nos terminamos habituando, como todos, no? Supongo a usted le habrá pasado. A todos nos pasa.
A éste en particular no lo tenía muy registrado; me parecía que era nuevo en esa esquina, donde creo recordar había siempre un mudo, que cuando alguien no quería darle su monedita, alguna palabra gruesa se daba maña para decirle. Tampoco estoy seguro, porque son tantos en cada esquina, los consabidos lavadores de parabrisas, que empiezan a amenazar con la botellita de agua jabonosa y el lampazo, y pasan en cinco segundos del ofrecimiento de un supuesto servicio que nadie pide, al más puro mangazo, generalmente adornado con un “vamos, jefe, hago esto para no robar, no me obligue…” , y que te deja la sensación siempre de estar frente a una especie de robo hormiga cuidadosamente organizado, o de impuesto tácito recaudado en forma directa por sus destinatarios. Y luego, peor aún, los chicos. Niños de nueve ó diez años, algunos menos aún, enviados y controlados por padres y padrastros, que con cara de hambre –que la tienen cómo no- y en un ensayado quejido entre mocos, te piden la monedita salvadora.
Entonces pasa que te hartan. Y claro, porque uno no se va a arruinar por dejar una moneda en cada esquina, pero da rabia saber que van a terminar en vino o droga y que de última, terminas incentivando eso, en un círculo vicioso que es el cuento de nunca acabar, lo que no significa que cada vez que fastidiado levantas el vidrio de tu ventanilla y miras para otro lado, no te sientas un perfecto cretino. Y eso también da rabia, porque uno se pregunta por qué tienes que ir por la vida, con lo que honradamente te ganaste, sintiendo le has metido la mano en el bolsillo a alguien o has dejado a otro sin comer. Así que a mí, como a todos los que a diario andamos en las calles, nos sobran motivos para estar más que fastidiados con ese asunto, que lejos de atenuarse parece crecer como hongos bajo la lluvia.
En éste caso en particular, creo recordar que le vi de reojo cuando enfiló hacia mi coche –un BMW que no está hecho precisamente para pasar desapercibido- y como fingí no verle, entretenido en cambiar de estación de radio, me golpeó el vidrio de la ventanilla. Se ve que no le gustó que apenas le haya mirado, o el gesto de mi mano como para espantar una mosca molesta, porque el tipo redobló la apuesta y siguió golpeando con mayor violencia, mientras adivinaba detrás del vidrio, que me reclamaba en tono cada vez más subido, bajara la ventanilla para atenderle. Por suerte la bendita luz verde vino a salvarme y estando como estaba en primera fila, pisé el pedal derecho a fondo, y el automático enganchó las tres ó cuatro marchas en menos de un suspiro. Me di cuenta me había perturbado, porque me temblaban las manos y, estaba seguro, podía oler la adrenalina corriendo por mis venas. Pero no bien hube llegado a la Empresa, esas cosas tenemos, me olvidé del incidente. Tanto me olvidé que a la tarde, para regresar, tomé el mismo camino, y claro está, cuando estaba llegando a esa esquina, me volvió la escena de la mañana, con tanta mala suerte que unos metros antes la amarilla se volvió roja y me obligó a frenar, otra vez en primera fila, carril izquierdo, junto al cantero central de la avenida de doble vía, base de operaciones del hombre.
Miré hacia mi izquierda y en seguida vi que me había identificado y enfilaba directo hacia mí, probablemente porque debió reconocer el coche, y ésta vez sí pude verle directamente. Me pareció un individuo como de unos cinco o quizá ocho años más que yo, muy mal vestido y con trazas de haber dormido en la calle durante largo tiempo, barba crecida y pelo enmarañado, apenas disimulado por un gorro de visera, tan sucio como sus raídos pantalones vaqueros duros de mugre, y tanto como un abrigo de incierto color, del cual emergían por aquí y por allá trozos de su relleno. Lo único que desentonaba en su indumentaria y pude ver de refilón, eran un par de zapatillas de gran porte, de esas que en las ferias las venden como de marca y que probablemente serían robadas. Tenía -prima facie- todas las trazas de un alcohólico perdido y probablemente consumidor de pasta base de cocaína, veneno que circula entre marginales y quienes no lo son tanto, como si fueren aspirinas, y que en poco tiempo les consume el poco cerebro que pudiera quedarles.
Apenas recuerdo el tenor de la discusión y cómo fue que bajé el vidrio, tal vez porque otra vez percibí me estaba insultando, y amenazaba con romperlo. En un instante me encuentro con que el tipo había metido un brazo y tomado de la solapa del abrigo, con una mano que parecía un garfio, mientras emanaban los efluvios propios del alcohol y mugre acumulados. Forcejeamos, mientras procuraba deshacerme de él, y levantar otra vez la ventanilla, cuando veo la roja cambia a amarilla, anunciando la próxima verde, y en el momento que mi pie inicia el movimiento de apretar el acelerador y soltar el freno, siento una explosión que me lanza varios metros hacia delante, con el individuo arrastrado por el brazo trancado en el hueco de la ventanilla que porfiaba por levantar.
Todo pasa en un segundo y creo haber perdido la conciencia un instante, porque cuando con el cuello lanzándome ramalazos de intenso dolor, atino a querer abrir la portezuela, todavía sujeto por el cinturón de seguridad, creo entender que la supuesta explosión debió ser otro coche, que venía a la carrera, y su piloto consideró yo ya estaba en movimiento, calculó mal, y se incrustó en mi paragolpes trasero enviándome al medio de la calzada, y por eso ahora está atravesado en la calle con el capó destrozado, al costado de mi magullado BMW. A mi izquierda, tirado en el suelo y aullando de dolor, el indigente con el que estaba trenzado en el forcejeo, tomándose el brazo que instantes antes tenía metido dentro de mi coche.
Lo que sigue pasó con demasiada rapidez. La gente que se agolpa a ver qué sucedió, llamados a emergencias y policías, el tipo tirado en el piso que se queja y desgrana insultos contra el hijo de puta que le trancó el brazo, ahora quebrado en dos partes, y que para el caso vengo a ser yo. Producto del violento golpe, el cuello vuelve a avisarme que a mí tampoco me resultó gratis, y luego debí desmayarme porque cuando recobré la conciencia, estaba en una Unidad de Emergencia inmovilizado por un collarete y con una máscara de oxígeno en la boca. A consecuencia de algún sedante, que debieron proporcionarme para bajar la excitación que llevaba puesta, volví a adormecerme y sólo recobré el conocimiento en una cama de hospital.
Según me dijo el médico, que concurrió a verme cuando fue avisado estaba consciente, tenía el cuello inmovilizado hasta que estuvieran listos los resultados de la tomografía practicada, porque temían pudiera haber alguna fractura. Y además, estaba siendo estudiado y medicado, porque según surgía de mi historial médico, tenía antecedentes de una dolencia cardíaca grave y debían tomar las precauciones del caso frente a una situación traumática como la producida. Tan rápido como vino y me dijo esto, volvió sobre sus pasos sin darme tiempo a preguntarle qué había pasado y qué cosa sucedió con el hombre que había resultado herido junto conmigo. Tampoco fue necesario, porque cuando volteo la mirada hacia mi derecha, a la cama que, dos metros más allá, compartía habitación conmigo, el mismo individuo desastrado, aunque envuelto en ropas blancas de hospital, con su brazo izquierdo colgando enyesado, me mira y reconoce.
Pude ver en esa mirada oscura, turbia, todo el odio concentrado, acumulado, macerado, por una vida de fracasos, pérdidas y frustraciones, con un rencor que apestaba más que el olor a alcohol y cloroformo de la sala. Intenté hablarle, pero nada me salió, y él sólo se limitó a repetirme que era un perfecto hijo de puta mal nacido y que ya tendría oportunidad de retorcerme el cogote, no bien saliera de ésa.
También, me pareció ver algo más en esa mirada. Algo que por un buen rato me tuvo desconcertado, como si bajo la capa de pelos y suciedad que poblaban su rostro, hubiera otra persona a la que remotamente yo pude haber conocido.
-Así que no me conocés, hijo de puta…eh? Ustedes los ricos pierden la memoria no? – empezó a hostigarme.
-No, no le conozco, pero disculpe…sé que quizá fue mi culpa…señor…yo…-la verdad no sabía qué decirle, porque cuando me habló, otra vez tuve la sensación que no me era del todo desconocido.
-Ahh claro, el señorito… como ahora anda en autos de lujo, camisa blanca y corbata, no conoce la chusma, no? – volvió a la carga destilando odio y rencor, que me apuro a decirlo, todavía creía era en general y no para mí en particular.
-Es que no sé, señor…yo estoy un poco confundido…- intenté ganar tiempo.
-Algorta…siempre el mismo pedazo de mierda…no cambiaste nada Algorta…, “Algorta la tiene corta”… te acordás ahora, hijo de tu mala madre?-
Fue como si me hubiera metido en la máquina del tiempo y en dos segundos me vi sentado en un banco de escuela junto a ese chico pendenciero, con el que a ratos éramos amigos íntimos, y a ratos encarnizados enemigos.
-Acosta!!! No puedo creerlo…Acosta, cómo te iba a reconocer!...-
-…en medio de la mugre vas a decir, no? Eh señorito Algorta? Pues sí…soy Acosta, te acordás de mi segundo apellido no? Claro, cómo no vas a acordarte si era tu muletilla preferida: “ Acosta…Tee…lechea, y después aquello de lo que los demás se partían de risa, no?” …noo claro, qué te vas a acordar…eras pobre vos también en esa época de emparedados de mortadela…pero ahora seguro no te acordás de nada… Algorta viejo…! …siempre pintaste para jodedor, sabés? Desde que comerciabas con las bolitas y figuritas que traías de tu casa, donde tus lindos papás te hacían todos los gustos, verdad?-
Y claro que recordé. Como si fuera ayer lo recordé. Era cierto lo que me decía. Habíamos sido amigos, tanto como nos habíamos peleado, porque éste Acosta siempre había sido peleador y resentido. Recordé la historia años después, de padre alcohólico que mató a la madre y luego se suicidó. Vagamente recordaba algo que un compañero en común, con el que me encontré, me comentó que casi no había estudiado, que había tenido un trabajo en un taller mecánico pero lo habían echado porque pasaba borracho, y que luego había estado una y otra vez preso por robos de poca monta. Nada más supe de él, hasta que la luz roja de ese semáforo, vino a ponernos en el mismo lugar.
A partir de ese momento un gélido muro de desprecio se levantó entre nuestras respectivas camas y Acosta pareció caer en un sopor que le hacía musitar palabras ininteligibles. Al rato un médico joven y una enfermera vinieron a verle y corrieron la frágil cortina que debería separarnos, por lo cual no pude ver qué estaban haciendo, apenas si alcanzaba a escuchar un apagado murmullo que provenía del médico y la enfermera que parecían estar intentando interrogar a Acosta. También a mí me tocó visita médica y me encontraron en un estado de excitación, producto del desagradable intercambio con mi vecino, lo que para el médico constituía un contratiempo, ya que mi dolencia cardíaca requería la mayor tranquilidad, por lo cual indicó me suministraran un sedante, previendo la noche estaba despuntando sombras detrás de los visillos de la única ventana de la sala.
El sedante hizo su efecto, y una vez apaciguadas las emociones del día, me sumergí en un profundo sueño, que sólo vino a abandonarme cuando desde esa misma ventana, los rayos de sol del nuevo día, pasearon su caricia por mi rostro dormido. Cuando acabé de ahuyentar los últimos resabios del sueño que aún persistía, pude ver que la cama a mi lado estaba ahora vacía. Pero, ¿qué había pasado en la noche, que ahora Acosta no estaba ya allí? Sin nadie a quién pedirle noticias de lo sucedido –no me parecía estuviera en condiciones que le hubieran dado el alta ni mucho menos – me entregué a las especulaciones y me pareció recordar, o quizá sólo estaba imaginando, que durante mi sueño en una hora indeterminada de la noche, había oído entre sueños, el ruido apagado del tráfico de personas que iban y venían dentro de la sala, por lo que bien podría haber pasado le hubieran trasladado hacia otro lugar. Tal vez se habrían enterado el incidente verbal que habíamos tenido, o les habría parecido prudente mantenernos alejados uno de otro, después de todo habíamos ido a dar allí precisamente por un accidente que nació de un intercambio de palabras.
Al rato entró una enfermera con una bandeja y detrás de ella una mujer empujando un carrito con los desayunos, dejándome una de ellas conteniendo una taza de té con leche –horror de horrores, quién podrá tomarse semejante porquería por más hambriento que uno esté- y un par de anémicas tostadas, con un dedal de algo así como una mermelada de indefinible color, en la mesilla corrediza que descansaba a mis pies en la cama.
Al momento me fui encima de la enfermera, no tanto para saber qué iba a ser de mí, que aparte de los dolores de cuello que habían vuelto, me parecía debían darme el alta, sino qué había sucedido con Acosta. Porque por más que nunca me hubiera simpatizado mucho y haberle tenido que soportar su explosión de rencor acumulado, bien es cierto habíamos ido a parar allí, producto de ese accidente que juntos nos había tocado vivir.
La enfermera, una mujer gruesa de unos cuarenta y tantos años, con ceño fruncido y cara de pocos amigos, se limitó a una serie de monosílabos afirmativos, algunos pocos y negativos la mayoría. No sabía, no señor, no puedo, no, tendrá que preguntarle al Doctor cuando venga a verle, fue lo más que pude sacarle.
Me controló la temperatura, midió la presión arterial, me colocó un inyectable con mano de seda que apenas reparé en él, y luego de -un buenos días- seco y cortante, se retiró dejándome nuevamente solo con mis pensamientos y dudas.
No habrían pasado más de diez ó quince minutos, cuando por el vidrio de la puerta que daba hacia el pasillo, pude ver un uniforme azul que a intervalos regulares pasaba a izquierda y derecha de la puerta, como si estuviera dando un paseo. Se trataba sin ninguna duda de un agente de Policía, pero qué podía hacer allí, era algo que escapaba a mi comprensión pudiera tener la más mínima relación conmigo.
Esa percepción, una vez más equivocada, habría de encargarse de desnudarla como tal el Dr. Carrasco, mi Abogado, quien en ese momento y sin que yo recordara haberle llamado, y tampoco haber pedido le llamaran, entró con su habitual parsimonia y con cara de contrariado, porque durante el tiempo que permaneciera allí debería abstenerse de fumar sus insoportables cigarrillos negros.
No viejo, me dijo con toda tranquilidad, te equivocas…hay sí un Policía y está ahí por ti, porque me acaban de notificar estás en calidad de detenido e incomunicado.
Haciendo caso omiso a las preguntas que a borbotones pugnaban por salir de mis labios, y mientras mis ojos se lanzaban hacia delante y el corazón emprendía una loca carrera, él siguió hablando imperturbable: anoche estuve con tu mujer pero me dijeron te habían sedado y tal vez ni te diste cuenta, pero el asunto es que el hombre herido está ahora en una Sala de Cuidados Intensivos y el Juez dispuso se investigara el caso porque podría configurar un homicidio ultra-intencional a título eventual, eso si a ése tipo no se le da por morirse. Estuve viendo el informe médico y hablando con los del CTI y me dicen es un tema complicado…parece se descompensó porque tiene problemas de hígado, producto del alcoholismo, y cuando le atropellaste con el parachoques o quizá con la rueda delantera, le produjiste una fractura que le ocasionó una hemorragia interna que no habían detectado. Parece que anoche se les complicó y tuvieron que salir con él a las apuradas para Cuidados Intensivos. Ese Policía en la puerta, ordenado por el Juez, tiene como cometido no dejar pasar a nadie y que nadie hable contigo, salvo yo claro está, hasta que el médico autorice a tomarte declaraciones. Por eso precisamente estoy aquí, porque se lo notificaron a tu mujer y ella me llamó. Ahora tengo que pedirte me cuentes exactamente qué pasó entre tú y ese borracho. Sólo me dirás todo, pero todo lo recuerdes, tal como lo recuerdes, y luego no hables con nadie de esto sin que yo lo sepa.
Presa de la confusión porque aún no entendía muy bien de qué me hablaba con esa presunta acusación, -si sólo se había tratado de un accidente-, empecé a relatarle lo que recordaba. -Estábamos discutiendo con el semáforo en rojo, el tipo había metido el brazo por la ventanilla y tomado de la solapa, salido de sí exigiendo le diera dinero, mientras yo intentaba zafarme y subir el vidrio. En ese momento vi que la luz cambiaba a la amarilla que anuncia verde y en ese preciso instante sentí como una explosión que me lanzó no sé cuantos metros para delante y tal vez haya perdido el conocimiento porque luego me vi tirado en la calle…-
-¿Recuerdas haber acelerado el coche en ese momento?- me interrumpió mi abogado,- porque estuve leyendo el parte de Policía Técnica, y las declaraciones de unos testigos que cruzaban por allí en ese momento, dicen que tú le lanzaste el coche encima al hombre y que el otro coche en realidad venía cruzando con luz verde y se encontró contigo. El informe dice que el hombre se fracturó y recibió diversos traumatismos como resultado de que tu coche lo embistió, como también embestiste al otro vehículo…mira, es importante me digas exactamente qué pasó porque el informe es bien feo para ti…-
-No, claro que no lo recuerdo tal como dice ese maldito informe…yo estaba discutiendo con ese tipo, es cierto, pero el brazo le quedó aprisionado con el vidrio y justó en ese momento me atropellaron y ya no recuerdo más nada…-
Bueno, está bien. Hasta ahora, como usted querido lector, ha podido apreciar y es privilegiado testigo, he escuchado y hemos oído cómo el señor Algorta, porque así se apellida como nos lo recordó Acosta en su breve y rencoroso diálogo, nos ha contado su historia desde su exclusivo punto de vista. Ahora que sabemos los hechos, seré yo quien asuma su interpretación, porque por lo visto, con toda lógica desde que los humanos somos demasiado humanos y en lugar de ser nuestras virtudes, en general estamos constituidos casi enteramente por nuestros defectos, la visión ha sido, por decir lo menos, parcial.
Claro está que tampoco podré dar la versión del susodicho Acosta, no sólo porque éste, a estar por lo dicho por Algorta, vivía su vida entre los efluvios alcohólicos y otros consumos menos inocentes, sino porque como dijera eufemísticamente el Doctor Carrasco, “lamento decirte que ha cambiado la carátula del expediente, y lo del homicidio a título eventual ha perdido el adjetivo, y no te puedes hacer una idea, mi querido amigo, cuánto pesa ese insignificante cambio semántico, que ahora te hace responsable de homicidio porque el tipo decidió morirse” .
Esto nos pone ante la situación entonces, que debamos dar la nuestra, mi versión, porque nos hemos quedado sin posibilidad de escuchar al otro protagonista de primera línea del desgraciado acontecimiento que motiva el relato. Puesto en ésta perspectiva, déjeme decirle para su alivio, que no voy a relatarle de nuevo toda la historia, porque en lo que tiene que ver con los hechos, relacionados con el encuentro entre éstas dos personas en apariencia tan distintas, y de lo sucedido hasta que ambos fueran a parar a una sala de emergencias, es básicamente lo acontecido, y no habría que ponerle ni sacarle nada. El problema, si es que es tal, consiste en la valoración que de la situación desde su inicio, hace el exitoso empresario Algorta, que en nada contempla la del perdidoso marginal en el que se había convertido su, por ese entonces, compañero de colegio. Vaya por delante que Acosta hizo bastantes méritos, precisamente porque méritos no mostró alguno, para estar en la posición en la que le encontramos nosotros en éste relato. Serán, cómo no, atendibles atenuantes, su historia familiar y todo lo demás, pero bien sabemos, de historias como éstas y aún peores, encontramos individuos que han hecho honor a la raza humana. Pero tampoco deberíamos quedarnos con la visión maniquea – permítame el lector lo extemporáneo de la adjetivación- del otro protagonista, para quien éste marginal exigiéndole ayuda, es una molestia y un fastidio- tanto como puede serlo la arena en los ojos en un día de playa con viento- , y una lacra de una sociedad en la que él, ciudadano ejemplar, poco tiene que ver y mucho que reclamar y quejarse. Ni tanto ni tan poco, mi amigo. Que le hagan sentir que desplazarse en su moderno coche alemán climatizado e insonorizado, es poco menos que un delincuente y expoliador de los oprimidos, causante de todas sus miserias, es, por los menos, una exageración. Pero convengamos también que, por más fastidio justificado le provocara ese chantaje cotidiano, tampoco era para que dejara de considerarles dentro del mismo género y merecedores, por lo menos, de un gesto de mínima humanidad.
Como hemos visto y no será preciso abundar, fue ésta actitud y no otra, la que hizo que lo que comenzó como una situación enojosa como tantas, en una situación de tráfico que es fiel reflejo de una sociedad que, cada vez menos, merece el calificativo de tal, derivara en una situación enfrentamiento y violencia física, que llevó de la mano a un accidente, a todas luces evitable y sin justificación. Que el desenlace del accidente, inesperado por otra parte, haciendo que de una fractura importante derivara un cuadro tan complicado, se debió no sólo al accidente propiamente dicho, sino a una situación de deterioro preexistente, como se encargó de demostrarlo de manera muy eficiente el Doctor Carrasco. Que el accidente se produjo no sólo como consecuencia del incidente que en se momento se desarrollaba entre ambos contendientes, sino que de una manera u otra, también participaron otros protagonistas con su cuota de impericia, imprevisión e imprudencia, también es cierto, y nuevamente el eficaz abogado se encargó de dejarlo claro. Pero todo eso, con ser mucho, no terminó de convencer al Fiscal primero, y al Juez luego, cuando le tipificaron el delito de Homicidio ultra intencional, y le impusieron tres años de cárcel -dejada en suspenso gracias al hábil abogado-, sustituidos por dos años de labores comunitarias, a desempeñar todos los sábados y domingos durante ese lapso, en el instituto que presuntamente se encarga de la custodia, y aún más remotamente, de la rehabilitación de menores infractores, expresión ésta sí que eufemística, para denominar a los delincuentes con edades por debajo de la que la ley fija como imputables.
Esos dos años de fines de semana conviviendo con la descarnada realidad, hicieron que nuestro protagonista se cuestionara muy seriamente el valor de una moneda. Cuando recuperó su registro de conductor, comenzó a conducir su todavía flamante coche alemán, con las ventanillas bajas.

J.M.Jorge
Derechos Reservados Safe Creative
Código: 1102138489609
Fecha 13-feb-2011 21:07

jueves, 10 de marzo de 2011

Insomnio





El de éste hora es un silencio raro; demasiado silencio para una sola persona. Casi puedo tocarlo, sentir su presencia viscosa rodeando mi cuerpo y el sonido rítmico y torturante del reloj de la sala es apenas un recordatorio del imperio de su nada total, al que hoy día nadie parece querer desafiar. Mala hora para no dormir, para que otra vez caiga presa del insomnio que siento me crece como una hiedra desde dentro de las entrañas para venir a instalarse a sus anchas y acompañarme durante las espantosas horas de la madrugada fría y pegajosa que se adhiere al cuerpo con consistencia de un pegamento. Miro hacia cada rincón y sólo veo las sombras de mis propios recuerdos, altos, viejos, porfiados e impertinentes que insisten en sentarse junto a mí en mi sillón de leer. Acuden sin que les llamen, atropellados, inmisericordes, aves de rapiña que se ceban con el olor fresco de la sangre que brota de las viejas heridas que vuelven a abrirse una y otra vez como si siempre hubieren estado allí. Quizá sólo sean los viejos sueños soñados, que de puro cansados y gastados, aburridos ellos mismos de ser siempre iguales, siempre soñados y olvidados cada día en un rincón como un trapo sucio, se toman la venganza apareciendo en forma de caprichosos recuerdos. Y vienen un día sí y otro también, impunes, sin que nadie les llame, por el puro placer de joderme la vida, como se las estarán jodiendo a los insomnes que al igual que yo escondemos nuestra frustración bajo la tenue luz de una veladora, enredados por la maraña del silencio que nos brota desde la planta de los pies, nos recorre las miembros y se instala en el cuerpo todo dejándolo a su merced. El distante sonido de algún perdido vehículo a lo lejos es un mísero recordatorio que para algunos la anormalidad es su propia normalidad diaria y constante, pero no alcanza a ahuyentar los fantasmas que me rodean y me piden rendición de cuentas. No les quiero mirar, pero les siento callados, mudos y silenciosos, con ese porfiado silencio que adopta un niño enfurruñado cuando quiere conseguir algo y sólo cuenta para hacer su voluntad con el chantaje del capricho. Vienen un día sí y otro también, aunque son lo suficientemente inteligentes y pérfidos como para cambiar su aspecto, aunque yo lo sé de sobra, son siempre los mismos: recuerdos viejos y desdentados, ruinosos en su propia y patética repetición, algunos de ellos inventados a sí mismo a la sombra de los más asiduos y experimentados. Nada dicen, de nada vale preguntarles nada, sólo se ponen allí donde pueda sentirles, exigiendo su cuota diaria de martirio y desazón, de dolor y rabia, a medias mostrando sus risas socarronas y a medias convenientemente ocultos a miradas extrañas. Ellos gozan con perseguir a su dueño y se olvidan del mundo pasado y presente que les rodea. Su objetivo es el hoy y ahora del que han logrado amarrar de sus pies y apretarle sus testículos hasta dejarle sin aliento. No se puede gritar. De nada valdría como no ser provocar un estallido de histeria colectiva en quienes ignorantes del calvario duermen sus propios sueños y hacerles a ellos también víctimas de éstos malhadados perseguidores contumaces. Tengo al alcance de mis manos, que adivino ajadas y temblorosas, como siendo ellas receptoras de toda la carga de ansiedad y frustración del soterrado ataque nocturno, la música que rompa su reinado de silencio y opresión, pero hay algo que me impide hacerlo. Acaso sea la fascinación que produce, al par que crece el miedo incontrolado, la cercanía de la muerte en el que se sabe condenado sin retorno. Afuera la humedad sucia y pegajosa, fría e inclemente del invierno se pasea a sus anchas, calando huesos sorprendidos a la intemperie. De nada valdría me forre en lanas y cueros para salir allí, a ver si a éstos que insisten en seguirme como una sombra, les puedo dejar bajo la doble llave de la puerta de calle de mi apartamento de primer piso, pero como nada tengo para perder es lo que habré de hacer. Un gorro y una bufanda en torno al cuello, unos desgastados guantes de lana negra cada vez menos negros y unas botas y un viejo abrigo y la cautelosa apertura y cierre de una puerta que ella sí, parece entenderme y ponerse de mi lado, guardando un respetuoso silencio, muda ante mi inesperada presencia, sin hacer ninguna incómoda pregunta al estilo de ¿dónde vas a éstas horas?
Todo es muy raro, por lo menos para mí que suelo desvelarme puertas adentro. Ni siquiera los perros, ó los gatos evocadores de amores nocturnos, parecen existir en ésta hora. Ellos también se han sumado a la conspiración de silencio que me rodea. Siento mis pisadas, que quieren ser silenciosas, que lo son pero no lo consiguen del todo en medio de aquél otro silencio que me envuelve como un velo, junto a la fría niebla que asalta mi cara y manos al salir al exterior. Mis pisadas en la grava que conduce hacia la calle son apenas un murmullo, que parece haberse aliado con ese silencio opresivo que se extiende ominoso hasta ocupar cada uno de los rincones por donde paso con mi paso cansino. Apenas ahora el ladrido de un perro suena lejano y como aburrido, mero accidente que no llega a distraer la omnisciencia del sueño huido convertido en recuerdos. El vaho que despide mi respiración, parece él mismo tomar forma y consistencia, como recordándome que no estoy solo y ellos están allí, esperando cobrar su tributo para el que han venido una vez más. Deambulo por calles desiertas y apenas iluminadas, preso de una noche huérfana de luna y estrellas, encapotada y oscura, cerrada y triste, mojada y fría hasta calar los huesos y el alma. En el rellano de un zaguán a la calle, puertas afuera de una vieja casa gris como todo lo gris que me rodea, un amasijo de trapos sucios y oscuros, cubiertos de cartones mal apañados, denuncia un despojo humano que hasta hace un rato debía respirar y por tanto debería considerarse vivo, él también presa de sus sueños de alcohol y miseria, esperando la nada de un nuevo día de vino y porquería recogida del festín de los que tiran lo que sobra. Si llega respirando a la mañana, para ver el nuevo día que ya empezó hace rato, pero aún no ha decidido si mostrará una tenue sonrisa de un sol desmañado y tardío tacaño de calor, ó si seguirá otra vez su letanía de lona gris cubriendo la cabeza de los sufridos expuestos a su malicia y ensañamiento. Me detengo junto a él. Apenas adivino una cara surcada de arrugas y barbas añejas manchada como un felpudo y me digo para mí mismo cuál habrá de ser la mano caritativa que ponga fin a ese sufrimiento, porque no hay manera de convencerme eso sea lo que llamamos vida, que hasta los perros de departamento suelen tener mejor pasar y algunas razones más para vivir que éste mísero despojo abandonado entre cartones.
Sigo mi camino, aunque no sepa cuál es, como no sea deambular hacia la madrugada cada vez más cercana. De entre la penumbra de una calle sin nombre ni luz ni gente que la vistan, surge un vetusto bus, vestido de húmedos verdes color musgo, con sus faros perforando malamente la niebla, sus ventanillas llorando lágrimas heladas que disimulan algunas pocas caras soñolientas que cargan su pena y desamparo hacia ó desde trabajos que no saben de soles ni lunas, míseros pretextos para quienes muriéndose un poco cada día arrastran sus vidas allí donde van como se arrastra el carrito de la compra, con desgano e indolencia, inconscientes puede y algún día será el último, sin tiempo ni aviso para repasar la andadura y vernos las caras con lo pasado, y lo que es peor, lo dejado que sigue allí, como cobrando vida propia lejos de la vida que le dio razón de ser, si es que ello se puede decir. Veo un par de ojos que me miran cansados, cubiertos de un sueño mal dormido, resignados a ser siempre los mismos, hoy que mañana y tan rápido como abruptos aparecieron, desaparecen en un ruido mínimo al tomar en la esquina una calle diferente pero tan igual como la que ahora circulo. Frente a mí adivino un bar donde se empiezan a encender unas tímidas luces blancas, difusa mancha lechosa que se extiende apenas por unos metros en torno del local, horadando la porfiada neblina que penetra por los entresijos del cuello y las mangas, moja pestañas y convierte a la cara en una pista de patinaje sobre hielo a punto de derretirse. El omnipresente silencio es apenas quebrado por el chirrido de una cortina metálica que se levanta, casi junto con la oleada de aroma a pan recién horneado que penetra mi nariz como si fuera una señal. Un malhumorado dependiente, al tiempo que hace a un lado un balde y un paño con el que trapea el piso en agua jabonosa e impregnada de desinfectante que me quema la nariz, ahuyentando la tan fugaz como placentera sensación producida por el aroma de la factura aún caliente, se digna dar vuelta un cartel colgado malamente de la puerta, trocando un Cerrado inmutable y sin levante en un Abierto mucho más prometedor. Haciendo caso omiso al gruñido del simio vestido de blanco enharinado que parece preguntarme qué coño se me ocurre a esa hora, me encaramo en un banquito a la pequeña barra que sigue al mostrador de despacho y con mi mejor cara, que no sé cuál pueda ser porque no quiero ni puedo mirarme en el espejo que inmisericorde insiste en mandarme una imagen de mí mismo que yo no le he pedido, le pido un café con leche y dos media lunas crocantes. Debo esperar a que la máquina caliente para que se cumpla el pedido, tiempo que empleo en darle una y otra ojeada al panorama que me rodea, curiosamente aún envuelto en un murmullo que no se anima a adquirir el tamaño de un ruido, como no queriendo irrumpir sin más en el reino de la noche que recién ensaya su lenta retirada. Sólo una sonora carcajada que proviene de la trastienda donde los trasnochadores elaboradores del pan que pido y deseo me traigan cuanto antes, parece desencajar en ese panorama tristón y melancólico que insiste en quedarse todo el tiempo que le sea posible. Cuando siento el inequívoco sonido de la leche formando espuma en la máquina manipulada por quien parece haber hecho antes tantos cafés en su vida como veces ha inspirado para seguir viviendo, y enseguida suena el pequeño platito blanco que guarda mis dos crocantes media lunas, siento que definitivamente el sueño comienza a abandonarme y tendré que hacerme a la idea de enfrentar un nuevo día que seguro vendrá pertrechado de las mismas horas que todos los demás, acompañados de iguales e ineludibles urgencias y exigencias que son la constante diaria de la vida cada día. Siento mis manos cubiertas aún por los guantes, frías y húmedas, de una humedad pegajosa y desagradable. Quizá debería pasar al baño, quitarme los guantes y lavarme las manos con agua caliente, pero me cuesta salirme de la modorra que me adormece e invade mi voluntad.
Casi sin darme cuenta y para terminar el excesivamente caliente cortado largo, que a costa de dejarme la lengua en llaga viva se llevó otro buen pedazo del sueño que aún me envolvía, me encuentro con el periódico que, pequeño billete verde y fría moneda mediante, he aceptado del tempranero vendedor. Ahora sí estoy hecho para un nuevo día. Desayunado, sin dormir, pero con un buen surtido de malas noticias encerradas en unas veinte páginas de papel diario con olor a tinta fresca, me dispongo a retornar a mi jaula de primer piso, y comienzo a desandar el camino cuando veo en la esquina del desván ocupado por el despojo de los cartones, una Ambulancia y lo que indudablemente es un patrullero policial con sus intermitentes luces rojas y azules quebrando la monotonía de la noche en retirada. Junto a un vallado improvisado con unas cintas amarillas “do not entry” hay un par de curiosos que nunca faltan, dentro de los cuales reconozco al canillita que hace un rato me ha dejado el periódico y sobre el viejo cartonero los médicos que nada pueden hacer, a juzgar por la sábana que le cubre totalmente. Cuando intento preguntar qué pasó al Policía que hace de barrera, recibo al igual que el resto de curiosos un cortante “circulen” y una mirada de pocos amigos que no da lugar a malos entendidos. Sólo el canillita se anima a susurrar como para sí mismo:
-Pero qué bárbaro eh? Lo cosieron a puñaladas al pobre desgraciado…y ni siquiera se molestaron en llevarse el cuchillo, se lo dejaron clavado…yo lo vi cuando recién llegaron…pero cómo está el mundo!!! Hay que joderse con la vida, no? – Y sin que atinara a poder preguntarle nada, montó en su bicicleta cargada y salió como alma que lleva el diablo.
Algo me dijo que allí nada se me había perdido y seguí rumbo a mi casa, donde junto con las primeras luces del día me espera la vecina del primero B sacando su perrita caniche convenientemente vestida de rosado a hacer sus sólidas necesidades al césped comunal con el mismo desparpajo que con seguridad me intentará interrogar sobre mi llamativa presencia madrugadora, nada usual para ella que funge de contralor honorario de los horarios de salidas y entradas de todo el condominio. Si tan sólo tuviera el poder que algunas seriales de televisión les otorgan a los seres todo poderosos, le abriría ahora mismo un ancho y profundo hoyo en la tierra para mandarla exactamente al otro lado del mundo, caniche incluida, a que trate de llevarles el registro de usos y costumbres a unos cuantos millones de chinos dejándome a mí en la paz de mis propias rarezas. Siento que me mira con una mezcla de curiosidad y mal disimulado rechazo, fija su mirada en mis ropas y mis manos y me saluda y pregunta con voz socarrona:
-Buenos días vecino, mire que ha madrugado hoy! Está usted bien?- ¿Pero qué habrá pasado en la otra esquina que está la Policía? ¿No vio usted que pasó por allí?-
Un –buen día Doña Soledad, todo bien…si, ¿y usted? Pues no, pasé por allí y el Policía que está de guardia nos sacó pitando a los curiosos como yo. Por lo que me dijeron, hay un cartonero apuñalado…vaya uno a saber no?-
Y me pregunto: ¿qué mosca le ha picado a ésta vieja que tanto me mira? O es tan raro un tipo madrugando para desayunar y comprar el diario?
Contra todo pronóstico, por detrás del anaranjado pardo y el gris sucio del promontorio de ladrillos y cemento que son los edificios que festonean el este, aparece una cada vez más nítida macha rojiza que anuncia un sol ignorante de insomnios y sueños convertidos en recuerdos mal avenidos. Rodeado de negras nubes dispuestas a dar la diaria pelea, el tipo parece estar dispuesto a levantarse y dar su diario paseo por el cielo del día de invierno como lo hace desde que el mundo es mundo y lo seguirá haciendo hasta que nos encarguemos de hacerle la vida imposible y decida no retornar.
Al girar la llave en la cerradura de mi puerta siento el inconfundible sonido de una radio encendida, un entrechocar de tazas y cubiertos que anuncian el desayuno de mi mujer, que otra vez se habrá despertado con el frío de la ausencia y sólo atinará a preguntarme con la mirada, que es pregunta pero es mudo reproche: ¿pero dónde mierda te metes en medio de la noche?
Sigo raudo hacia el baño cuando siento el frío cortante de la voz de mi mujer que me pregunta, sin preámbulos ni prólogos, como si fuera la cosa más importante en nuestras vidas en ese mismo instante:
-José, ¿dónde has puesto el cuchillo del pan? No está en su lugar y no le encuentro por ninguna parte…¡a qué has sido tú que le has dejado tirado por ahí! - me recrimina más que pregunta.
-No, no sé dónde está, búscalo…yo no recuerdo haberle usado…- le respondo al tiempo que alcanzo la puerta del baño y me sumerjo en él como el sediento en el oasis largamente prometido. Vagamente recuerdo el frío metálico entre mis ropas, el que ahora no puedo sentir porque por más que me revise nada encuentro. Me quito los viejos guantes pegajosos de una sustancia de desagradable olor dulzón y los tiro al canasto de la ropa sucia. Me lavo febrilmente las manos enrojecidas – producto del frío imagino yo aunque vea todo rojo, tal vez por el cansancio que me agobia- y mojo mi cara, y me declaro total y definitivamente cansado, mortalmente cansado, así que de allí nuevamente a la cama, donde ahora no debería quedar el más mínimo rastro de sueño y sin embargo, la tibieza de las sábanas recién abandonadas y el aire viciado de noche, obrarán el milagro de hacerme dormir cuando todos los demás se ponen de acuerdo para vivir sus vidas. Cuando al mediodía me despierte y salga de la ducha, ya veré qué hago con el resto de día que me quede. Por lo pronto, ya estaré desayunado y a medias despierto, con unas cuantas horas por delante lejos de los fantasmas que me persiguieron en la noche y no dudo, volverán junto con las sombras. Pero para eso falta, no mucho, pero falta.
J.M.Jorge
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martes, 22 de febrero de 2011

Asiento 10





El acostumbrado viaje de los sábados al mediodía. Trece y diez, segundo coche directo, asiento quince. La llegada justa, corte de boleto y una hora cuarenta y cinco de lectura, verdes y azules en paisajes de recién estrenada primavera y la paz, toda la paz del que se sabe solo dentro de muchos. Me preparo, libro en mano, a disfrutar de la tranquilidad y placidez que nos proporciona, siempre, sabernos dueños, -aunque sólo seamos transitorios usuarios- de un espacio y tiempo propios.
A mi izquierda, pasillo mediante, asientos trece y catorce ocupados por una pareja de mediana edad, a la vuelta de los cincuenta, ambos furiosos lectores, ambos con respetables libros de quizá cuatrocientas páginas, de los que parecen comprados al quilo y prueba bastante de su nivel cultural. Una ojeada a la ocupante del trece ventanilla y dictamino, colmo de la arbitrariedad, que la señora tiene cara de consumir Isabel Allende ó algo parecido, allende la literatura. Lo de él me parece un poco más difícil, aunque bien podría ser alguno de esos esperpénticos ensayos que buscan explicar al Peronismo, tarea vana si las hay. De cualquier manera, gustos probables ó reales aparte, son de mi equipo, me dije, mientras abría mi propio libro adentrándome en los personajes del Mercado de Barceló que, gracias a Almudena Grandes, parezco conocer palmo a palmo, sin haberle pisado nunca.
Pero la paz, como la felicidad, son bienes que vienen en frasco chico y suelen durar lo que un suspiro.
En el asiento diez, esto es, una fila delante, justo frente al número catorce de mi vecino el lector, viaja un joven –para mi cincuentena, todo aquél que lleve menos de cuarenta ó parezca hacerlo, es ya un joven- con trazas de profesional, y si me apuran, arquitecto ó ingeniero. Dispuesto a descansar, con una delicadeza rara avis, acciona el mecanismo y reclina su asiento, con tanta mala suerte que el tope está roto, y su respaldo va directo a descansar sobre las rodillas de nuestro –sólo a efectos descriptivos, porque no lo querría para mí, ni para nadie como no fuera un enemigo- furioso lector. Y ya se verá por qué, nunca tan bien utilizado el adjetivo furioso, condición que detenta el que porta la furia.
Iracundo, irascible, destemplado lector, tarda en montar en cólera, lo que un golpe de nicotina demora en llegar el cerebro.
-Eh, oiga, -se dirige al aún ignorante asiento diez- no ve que me puso el asiento en las rodillas?
El educado joven se da vuelta para disculparse y corroborar que efectivamente su asiento le está jugando una mala pasada.
-Perdone señor… pero está roto… -intenta esbozar el número diez, con un tono de voz acorde a la distancia de menos de cincuenta centímetros que separan sus cabezas, pero el iracundo lector, haciendo gala de un enojo, efervescente como sales minerales en un vaso de agua, se dispara con una catarata de reproches, llenos de violencia y envueltos en grosera ironía.
-Qué, no se da cuenta que me está poniendo su respaldo encima de mí? Piensa que voy a viajar dos horas con su espalda encima de mis rodillas? Levante ese asiento… -le dice con tono conminatorio al cada vez más perturbado joven.
- Disculpe señor – insiste el joven – pero no es mi culpa si el asiento está roto…
-Tampoco mía!!! -le responde, cada vez más violento, el rubicundo lector, cuya furia no le impide delatar el inconfundible acento del porteño más acendrado, ese que, los orientales de éste lado del Plata, a duras penas nos hemos acostumbrado a soportar y nunca, a aceptar–, arregle su problema con el chofer! –insiste imperativo y destemplado.
-Señor, si quiere le cambio de asiento…empieza a sugerir el joven, procurando una salida honorable, acorde a las buenas costumbres que alguna vez le enseñaron y conserva en su acervo, para casos como éste.
-NO… -así, tajante, maleducado y sin dejar terminar la frase a su mortificado interlocutor, le responde el embajador de la otra orilla, fiel a su idiosincrasia- …A MI ME TOCÓ ÉSTE ASIENTO Y NO TENGO POR QUÉ CAMBIARLE NADA…ES SU PROBLEMA!!!...a los gritos, termina apostrofándole al, ya resignado, asiento diez.
No han pasado más de cuatro o cinco minutos, que para mi paz y tranquilidad, equivalen a la eternidad que, dicen los que los han sufrido, duran los minutos o segundos eternos de un terremoto. Siento la sangre que me zumba en los oídos y los nervios a punto de estallar. Me pregunto qué clase de cosas puedan pasar por la cabeza de ese iracundo lector, que por un incidente tan nimio, es capaz de montar en cólera y desatar un incidente, que irradia violencia a varios metros a la redonda, con más fuerza que el aire acondicionado que brilla por su ausencia.
Las generalizaciones suelen ser un recurso de estúpidos y mediocres, y con frecuencia hablar de un comportamiento típico de determinado pueblo, no es más que una aproximación más o menos empírica y muchas veces, un artero recurso utilizado para la descalificación y el ejercicio de un chauvinismo de la peor especie. Así entonces, pienso mientras respiro profundo, y trato de hacer que las pulsaciones vuelvan a su cauce normal, sin haber abierto la boca, no todos los argentinos son iguales, y una cosa los porteños – ese arquetipo de nacido en Buenos Aires que conoce más Miami que Santa Fe- y otra muy distinta el argentino de provincia. Y tampoco son todos los porteños iguales, porque conozco a tantos y tantas, que con ese arquetipo, sólo comparten un mismo territorio y les sufren igual que todos los demás.
Pero tan cierto como esto, lo es que ése arquetipo, es el mínimo común denominador del tipo Asiento Catorce, que con la misma irreflexiva iracundia, un día quisieron voltear la Dictadura desde Plaza de Mayo, con Ubaldini y sus secuaces a la cabeza, y al otro – veinticuatro horas después, que para los tiempos de los pueblos son segundos- se juntaron exultantes de entusiasmo patriotero, a festejar que un milico borracho le había declarado la guerra a Su Majestad la Reina, por unos pedazos de tierra austral, que la mayoría de los argentinos no sabían –ni saben- donde quedaban.
No suelo desearle mal a nadie, pero hay pensamientos que irrumpen en nosotros sin que les hayamos llamado, y como sin quererlo, de pronto nos encontramos pensando en tal o cual cosa, sin que nos lo hayamos propuesto. Tal parece haber sido éste caso, porque sin que de manera consciente me lo propusiera, tuve frente a mí la vívida imagen de un deseo. A éste buen señor debería darle algún tipo de malestar digestivo que le mantenga todo el viaje a buen recaudo, creo haber escuchado una vocecita interior que me hablaba. Imagino que eso sucederá, y si así fuere, será apenas una tímida revancha por el mal rato que nos ha hecho pasar.
Vuelto a la lectura, le cierro la puerta de los pensamientos a la maldad instalada, y quizá por ello, poco reparo en él cuando, minutos después, distrae mi atención del relato que leo, para levantarse hacia el baño, al fondo del bus.
Ahora sí, mucho más pendiente del pasillo que del libro, cuál no será mi sorpresa cuando minutos después, nuevamente se levanta, con evidente prisa y mucho peor humor, y sale corriendo por el pasillo hacia el fondo.
Esa historia se repite tres ó cuatro veces más y de reojo veo, casi con un dejo de alegría, -que humanos somos y corresponde a nuestra naturaleza confesar humanas debilidades- cómo intenta secar su descompuesto rostro con un pañuelo de seda, pensado para otro propósito.
No fue un viaje en paz, pero siempre algo se aprende. Por lo pronto, y aunque no creo en éstas cosas, debo cuidarme acerca de qué pienso de cada quien, no sea cosa siga provocando espasmos y otros males mayores.

J.M.Jorge

domingo, 20 de febrero de 2011

Un romance sin palabras

Relato al que, por razones del corazón que la razón no entiende, guardo especial cariño, y que, publicado tiempo atrás en otro sitio, nunca lo dejé aquí, mi casa. Cumplo ahora.


Desde que le hube visto por vez primera supe que era especial. Su andar elegante, pausado, a veces dubitativo pero nunca agresivo, su penetrante mirada tan intensa como huidiza, sus remilgos para acercarse sin hacerlo, preservando su espacio íntimo siempre, dispararon en mí sentimientos que creía dormidos para definitivamente.
En menos de una semana y sin que haya nunca cruzado una palabra con ella, ha logrado estar en todos mis pensamientos, apareciendo cuando menos lo espero y desapareciendo con la misma rapidez; una nunca explicada actitud de acercamiento y distancia que me ha hecho estar pendiente de su presencia aun cuando no lo piense.
Aún en su mutismo, en su porfiado y permanente silencio, he creído entrever un deseo de comunicarse sin detalles ni demandas, un estar sin necesidad de hacer notar su presencia. Me inquieta no saber nunca el por qué de sus repentinas partidas, tan abruptas como sus apariciones, sin que haya mediado un motivo. Es esa presencia-ausencia que me impide saber qué tormentos y anhelos anidan en su alma, cuando parece estar al alcance de mi mano, y cuando huye una vez más sin saber por qué lo hace.
Todo empezó casualmente, como suelen suceder éstas cosas. Me encontraba de viaje por mi mundo de héroes y villanos mal avenidos, en un lugar impensado para suponer un encuentro tan inesperado, cuando de pronto y sin aviso apareció ella, envuelta en su ropaje tan vistoso como fuera de época. El colorido de sus vestiduras, a la par que llamativo resultaba incongruente con el verde monocorde del entorno y el celeste del cielo otoñal desnudo de nubes. Su elegante figura, de voluptuosos contornos, hacía imposible no estacionar mis ojos junto a ella hasta que decidiera privarme de tan magnífico espectáculo. Sus elegantes extremidades casi desnudas, tan elegantes como las de una bailarina, eran un imán para mi vista que insistía en capturar en una sola mirada tanta belleza. Sus ojos, de un indefinible color, despedían una mirada imposible de ignorar, llena de interrogantes que aún siguen siendo el mayor misterio.
Contuve como pude mi natural impulso inicial de intentar un diálogo, un acercamiento que prolongara esa presencia mágica que había logrado eclipsar todos mis afanes e inquietudes , en aras de mantener un instante más esa presencia subyugante, llena de inquietantes misterios y permanente amenaza de convertirse en repentina huída.
Cerré el mundo de Larsen y sus cadáveres y desde entonces mi atención, como nunca antes, estuvo centrada en tratar de asir siquiera por un momento la magia de ese encuentro, que como sucedería luego con cada una de sus apariciones, sentía que se me escapaba como el agua entre las manos.
De pronto pensé que tal vez su inestable presencia fuera susceptible de mantener recurriendo al más manido de los recursos: la invitación a comer juntos. No puede decirse haya sido precisamente una invitación, siquiera una cena, pero la aceptación tácita aunque temerosa siempre, se convirtió en la llave para tender un puente entre nosotros. Un pacto no escrito que en éstos breves días hemos respetado ambos, trocando mi mesa por su presencia, sin preguntas ni condiciones.
Aunque presintiendo era dueña de una voz envidiable, en la que uno puede fácilmente imaginar el gorjeo de un canto cristalino -como la de un ave- , el silencio entre ambos parecía ser la condición de su aceptación de mi presencia y todo lo más que estaba dispuesta a aceptar. El mismo silencio la acompañó en su tan discreta como rápida partida, sin tiempo siquiera para intentar saber si habría de volver.
Como respondiendo a mi inquietud y expectativa, al día siguiente y por la misma hora, conmigo sentado a la misma mesa, nuevamente le vi aparecer por el mismo lugar donde lo había hecho el día anterior. Al igual que ese día, nada dijo a medida se aproximaba a mi lugar perforado por el sol del otoño, sin que me atreviera siquiera a musitar un saludo; solo mi mirada puesta en sus grandes ojos. Nada más que ahora me tenía reservada una nueva sorpresa, porque junto a ella caminaba lo que podía ser una exacta copia de sí misma. Consciente de la fragilidad del pacto celebrado, donde yo no pregunto y ella no habla, también me abstuve de preguntarle cómo era posible que tanta hermosura fueran en realidad dos - hermanas gemelas seguro - , y para mí, tarea imposible saber cuál es cual. Traté de ver en sus ojos una mirada distinta, un destello diferente, algo en su cuerpo que la identificara pero fue inútil, pero incapaz de establecer una diferencia aunque mínima entre ambas, tan sólo me queda la más absoluta incertidumbre incapaz de preguntarle nada. Esta duda que me asalta y carcome, convive con la latente amenaza de que cada una de sus frecuentes fugas silenciosas se convierta en definitiva, quebrando para siempre la magia de su visión. Lo que me atormentará desde ese momento -que para el tiempo es nada pero para la espera es una eternidad-, es saber cuál de ambas es objeto de éste sentimiento indefinible, repentino, inexplicable, definitivo.
Tanta obsesión, desvelos y elucubraciones, tendrían que tener al cabo una respuesta y ella no podía ser más simple, como suelen serlo las explicaciones de los misterios mayores que nos aquejan. ¿Qué otra cosa puede diferenciar a dos sujetos físicamente idénticos, sin que hayan otros signos exteriores que los diferencien de manera unívoca que el carácter? Claro, he ahí la respuesta, diáfana y clara, como el amanecer junto a la vibrante naturaleza que me rodea. Debía entonces dedicar mis esfuerzos a estudiarle, escrutar en sus pasos, su modo de mirar y esquivar miradas, la esencia de ese ser que me había cautivado y, por fuerza, debía ser único.
A ello dediqué toda mi atención y esfuerzos, observando hasta el mínimo detalle sus gestos, siempre iguales y siempre distintos, tan imprevisibles como cautos. Creí haber logrado captar un consumado arte del disimulo en esa manera suya de acercarse como explorando un camino sin embargo tan conocido. Me pareció distinguir en ella y sólo en ella, esa actitud de discreta aceptación del gesto amable, manteniendo un dejo de reticencia que hacía imposible otra cosa que el fugaz contacto visual.
Al día siguiente, nuevamente me sorprendí cuando pude comprobar, fruto de la paciente observación y seguimiento de sus errantes pasos, que quienes creí eran dos, y hasta elucubré dándolo por un hecho incontratable debían ser hermanas dado su extraordinario parecido, en realidad eran tres y entre ellas apenas se podía percibir una ligera diferencia de envergadura física. Muy a mi pesar no pude menos que aceptar como única explicación plausible que quizá esa diferencia obedecía a su diferencia de sexo que yo no alcanzaba a discernir. Y sí, eso debía ser.
Como sucedió en los días anteriores, ahora ella y sus idénticas acompañantes, todas dueñas del mismo porfiado silencio, siguieron por un rato más junto a mí aceptando el regalo de la comida preparada y dispuesta para su visita, intercambiando conmigo y entre ellas mudas miradas llenas de interrogantes.
Creo fue ese el momento en el que por fin me decidí a salir de esa suerte de parálisis y encantamiento que me atenazaban y aún sabiendo el riesgo que mis palabras fueran el fin de su presencia, me atreví a hablarle por vez primera. En una especie de tembloroso murmullo, me animé a preguntarle algo que ni recuerdo, palabras sin sentido que naufragaron en su renovado silencio y apenas un atisbo de atención, como pendiente de que un cambio en nuestra silenciosa relación podría significar su marcha definitiva. Comió ella, como comieron idénticas acompañantes –imágenes copiadas de sí misma como en un juego de espejos-; me miró y miraron lo que supongo para ella era ya un paisaje conocido: el del mudo anfitrión sentado a la mesa perforada por el sol otoñal y nuevamente, sin una sola palabra ni explicación se marcharon por el mismo lugar de donde habían venido.
Progresivamente esos fortuitos encuentros que habían quebrado la monotonía de una semana de vacaciones pensada para la lectura, se fueron convirtiendo en el centro de mis días, esperando con ansiedad el momento de verle aparecer, al punto tal de quebrar el delgado equilibrio del sueño espantado por la tensa espera.
Al día siguiente y cuando ya tocaba a su fin la semana, por el mismo lugar y mas ó menos a la misma hora volvieron a aparecer, salvo que ahora eran cuatro. Para ese momento, con la escena repitiéndose cuadro a cuadro con las de los días anteriores, entendí por fin que lo que al principio creí era una sola, en realidad eran varias, alguna de ellas como la primera que cautivó mi atención y lo sigue haciendo, ligeramente más pequeña que las demás, lo que delataba su femineidad.
Desde entonces supe que mi relación con ella, la fiel gallineta vestida de mil colores, iba a seguir siendo la de disfrutar su esquiva presencia, en un pacto tácito de silencio y aceptación de mi entrega amigable a cambio de la observación siempre distante de su magnífica belleza, desde mi lugar de pasivo y admirado espectador perforado por el sol otoñal. Así ha sido desde entonces y así es aún cada vez que puedo ir a su encuentro, sabiendo ella es tan especial como lo supe desde que le hube visto por vez primera.