Versión libre no autorizada del cuento de H.C.Andersen "El vestido del Emperador", adaptada a caribeñas realidades actuales, que a buen entendedor...
Hace muchos años, en una bella nación
caribeña, vivía un Dictador elegido por su amante y amado pueblo, con especial
debilidad por los trajes caros, relojes exclusivos y automóviles de lujo,
pasión sólo opacada por su afición a los interminables discursos, a los que el
pueblo asistía durante horas cada semana y en la que él daba rienda suelta a su
megalomanía. Con un discurso para cada día y hora, de la misma manera que de un
mandatario se dice “está en Consejo”, de él se decía ¡el Comandante está en Cadena!
Un día viajó a una nación vecina,
con quien otrora, antes que él se hiciera del poder, habían estado en guerra.
No obstante, esa isla era gobernada desde hacía décadas por un par de pícaros
por quienes el Dictador sentía admiración, porque se preguntaba cómo podría él
asegurarse tantos años, prescindiendo de oposiciones y prensas críticas tan
molestas y sin tener que recurrir a fastidiosas farsas electores periódicas. Él
quería ser como los pícaros hermanos y tendría que aprender de ellos.
Los pícaros hermanos, cuyo reino
languidecía en la miseria y apenas si se las ingeniaban para costear sus
propios lujos, tenían desde hacía mucho entre cejas las riquezas del reino de su
nuevo amigo y futuro discípulo. Cuando nuestro Dictador les desveló sus
ambiciones, los hermanos le dijeron que contara con ellos; si se avenía a
aplicar su plan estrictamente le aseguraban no sólo todo el poder en su nación
por siempre sino además, utilizar las riquezas del reino para dominar el mundo.
El delirio de grandeza de nuestro Dictador se vio, al fin, comprendido en
plenitud y se puso de inmediato en manos de sus flamantes amigos y consejeros.
En los años siguientes todo transcurrió
tal como sus mentores le habían predicho; no sólo había logrado poner a la
tropa de su lado –apenas algunos pocos disconformes que con un poco de
mazmorras se curarían- a tal punto que solía darse grandes baños de masas en
los que su amado pueblo le manifestaba su idolatría, compensada con algunas
vagas promesas y sus ya famosos discursos de grandeza planetaria, sino que
además, haciendo valer sus inacabables riquezas había ido haciendo cada vez más
reinos adictos dependientes de su dinero.
Los pocos terratenientes y burgueses que subsistían, intrigaban y se
entregaban a pactos con el Diablo del imperio del norte, enemigo jurado de
nuestro Dictador, pero naufragaban en su propia futilidad. El pueblo amaba al
Comandante.
Cuando creía que el plan
funcionaba a la perfección y que superaría a sus maestros, sin enemigos a la
vista capaces de hacerle sombra, se le presentó uno que ni él ni los mentores
podrían haber previsto: la Muerte tocaba tempranamente a su puerta vestida de
un feroz cáncer.
Sin nadie en quien confiar en su
reino, todos intrigantes potenciales lacayos del imperio, no le quedaba sino
peregrinar donde sus mentores, quienes habrían de conseguir corregir tamaña
injusticia. Él recordaba que hacía pocos años el pícaro mayor había pasado por
una situación similar y vaya a saber cómo, valiéndose de qué malas artes, había
logrado engañar a la parca. Aterrizado
que fue en tierras amigas, el par de pícaros comprendió inmediatamente que lo
que las armas no habían podido décadas atrás, ahora se les presentaba en
bandeja de plata. El pícaro mayor convenció a nuestro Dictador que él tenía la
solución a sus males y le confinó en su más renombrada Clínica, directamente
bajo su férula.
Los pícaros sitiaron el lugar,
instruyeron a los médicos de mantenerle vivo pero medio muerto todo lo que
fuera posible, mandaron ejecutar unos cuantos médicos y trabajadores de la
clínica para que los demás tuvieran claro que la más mínima sospecha de
infidencias serían castigadas con la muerte, y ya con el Comandante secuestrado
en su lecho de muerte, se abocaron a la siguiente etapa de su maquiavélico
plan. Llamaron a Palacio a los más directos colaboradores del Dictador, que en
adelante deberían peregrinar semanalmente a recabar instrucciones y rendir
cuentas, y luego de elegir en quién depositarían la tarea de cubrir la falta
del Comandante en su reino – recaída en el más inepto y obsecuente de ellos,
incapaz de pensar por sí mismo y manejable a su antojo- , a la par que
amenazaban a algún otro cortesano con veleidades de poder, y así se puso en
marcha la fase final del plan.
Tal como explicaron una y otra
vez al gigantesco acólito del Comandante, un poco lerdo de entendederas como
para comprender y memorizar el plan de primera, el mismo consistía en
planificar el regreso triunfal del Comandante al reino, para lo cual los
médicos y brujos a su servicio habían obrado milagros, con la única salvedad
que el Comandante había adquirido “la
maravillosa propiedad de volverse invisible e inaudible para todos aquellos que
no fueren merecedores de su cargo o que fueran demasiado tontos para gozar del
privilegio de vivir en el reino”.
Para corroborar habían entendido cabalmente,
cada uno de los cortesanos autorizados a viajar al reino anfitrión, fue llevado
personalmente a la Clínica por los
pícaros, quienes les conducían a la habitación especial donde convalecía el
Comandante. Allí, en una cama que para miradas comunes y desprevenidas estaba
vacía, reposaba el dictador, totalmente curado, como podían verlo con sus
propios ojos. ¿Verdad que se ve
totalmente curado?, le preguntarían los pícaros a cada uno de ellos, y de cada uno que nada veía, temerosos
de que se les considerara tontos de remate, recibían las mismas respuestas, que sí, que por cierto era milagroso, se
veía mejor que nunca. Los osados pícaros necesitaban estar seguros que los
cortesanos habían entendido, por lo que les instaban a hablarle al Comandante, háblale chico que él te escucha y ha de
responderte, breve te responderá porque todavía está bajo prescripción médica y
no puede fatigar la voz. Tal como los pícaros preveían, todos y cada uno de
los cortesanos visitantes salían de la habitación relatando lo bien que habían visto a nuestro
Comandante, y qué interesante charla habían mantenido, se veía que el Amadísimo
Líder se mantenía al corriente de todo lo que pasaba en su reino.
Habría una única condición
innegociable impuesta por los pícaros, de la que dependía seguir adelante con el
plan, y por tanto, la subsistencia de los cortesanos favorecidos: debían enviar
un cargamento diario de su oro al reino de sus protectores, riqueza que sería
administrada exclusivamente por éstos.
Cuando se hubieron ajustado todos
los detalles, se hizo conocer a los pregoneros de ambos reinos, con el avieso
propósito que éstos hicieran circular la noticia urbi et orbi, de manera que
los agoreros del imperio y sus lacayos se quedaran con tres palmos de narices:
el Comandante regresaba a su reino, sano y salvo, como podría verlo cada
súbdito que concurriera a recibirle al apoteótico acto de bienvenida, a cuya
organización contribuyeron los consejeros designados por los propios pícaros,
para que al gigantesco acólito designado no se le escapara detalle alguno.
El pícaro menor, encargado de
todos los detalles, adelantó al cortesano designado que él en persona
acompañaría al Comandante, quien por precaución, viajaría en una silla y en ella
bajaría del avión, para luego ser izado en el vehículo descapotable por donde
sería paseado para regocijo de su amado pueblo, no sin antes volverle a
reiterar era preciso que por todos los medios, en cada oportunidad y circunstancia,
se le recordara a los súbditos que el milagro de la curación total y definitiva
del Comandante se había obrado, bajo la condición de que había adquirido “la maravillosa propiedad de volverse
invisible e inaudible para todos aquellos que no fueren merecedores de su cargo
o que fueran demasiado tontos para gozar del privilegio de vivir en el reino” .
Vale decir que la condición de no
ver o escuchar al Amadísimo Líder, estaría reservada a tontos y declarados
enemigos vendidos al imperio.
Durante las semanas siguientes,
previas al regreso, el gigantesco cortesano y sus adláteres, se pasearon a lo largo
y ancho del reino, por todos los medios posibles, repitiendo como un mantra a
los queridos compatriotas que el milagro se había obrado y en pocos días más el
Amadísimo Líder retornaría a la Patria totalmente curado, con la salvedad que
el pueblo debía saber, y hacérselo saber a todos y cada uno de los súbditos en
cualquier rincón que éstos estuvieran, que el Comandante había adquirido la propiedad divina de volverse invisible e inaudible a
quienes no fueran merecedores de él.
Una impresionante caravana de
vehículos militares, por tierra y aire, acompañaron el enorme vehículo blindado
donde los pícaros decían trasladar al Comandante, de la Clínica cuartel
directamente al aeropuerto.
Se había citado al pueblo del
reino para temprano en la mañana del domingo en el que arribaría el Comandante,
totalmente repuesto de su enfermedad, tal y como lo habían predicho y dicho
hasta el cansancio los cortesanos del dictador. En ese día radiante de sol
nadie quedó en sus casas, muchos porque querían ver el fenómeno por sus propios
ojos y otros porque no querían que los vieran ausentes, que ya se sabía el
brazo del Dictador era largo y tenía ojos y oídos por todas partes. Los que
pudieron llegar al aeropuerto y tenían recursos suficientes, sobornaron
funcionarios que les permitieran acercarse lo más cerca posible a la escalerilla
por donde habría de descender el milagro viviente del Dictador que regresaba de
la muerte. Los menos afortunados, que aún en el reino de la igualdad y justicia
en que la patria se había convertido, siempre los hay, debieron conformarse con
sumarse a los multitudinarios cordones humanos que bordearían autopistas,
calles y avenidas, plazas y cuanto lugar público hubiera en el reino.
Nunca en la historia del reino se
había juntado una muchedumbre tan grande, allí donde se mirara la tierra se
había teñido de rojo, no porque se derramara sangre – no ahora- sino porque ese
era el color favorito del comandante redivivo. Las gloriosas Fuerzas Armadas de
la Patria habían desplegado todo el poderío de su renovado armamento, obsesión
del megalómano, y mientras las multitudes a lo largo y ancho del territorio
aguardaban a que los cielos se abrieran para dar paso al avión que traería la preciosa
cargo, los acróbatas del aire dispuestos por los cortesanos entretenían a la
muchedumbre escribiendo loas al Amadísimo Líder en el azul del cielo patrio,
nunca tan azul ni tan patrio.
Cuando al fin se divisó en el
horizonte la figura del enorme pájaro escoltado por los rapaces cazas de la
Fuerza Aérea, la multitud estalló en un solo grito que hizo temblar la tierra
del reino, casi al borde del sismo, cantos y consignas difundidas por la vasta
red de altoparlantes y coreadas a voz en cuello por el gentío enfervorizado.
Ello hasta que, luego de una vuelta sobre el aeropuerto, la nave se posó
suavemente sobre la pista y en minutos que se hicieron eternos, carreteó hasta
su ubicación final junto a la escalerilla recubierta de rojos brocados, como la
interminable alfombra roja por donde pasaría la silla del Líder, porque desde
ese momento ganó a las multitudes un silencio sepulcral, palpable, expectante,
la tensión flotando en el ambiente.
Cuando al fin se abrió la
portezuela y de ella emergió la imponente silla recubierta de oro, y detrás de
ella la figura chaparrita del pícaro menor, las multitudes estallaron en un
solo grito: un ensordecedor y sonoro ¡Salve Comandante! que los altavoces
habían estado repitiendo desde hacía semanas, día y noche.
Poco a poco volvió a hacerse el
silencio, y tras él el pícaro menor saludó al glorioso pueblo hermano del reino
amigo y a continuación confirmó al pueblo ansioso que el Amado Líder, allí a su
derecha como todos podían apreciarlo, por recomendación de sus médicos, habría
de dirigir un breve saludo a sus queridos hijos y hermanos, que eso era el
pueblo para él, y luego habría de retirarse a descansar, ya que el viaje habría
de haberle resultado cansador.
Se hizo un silencio aún más
espeso, tras el cual todos dijeron haber escuchado la inconfundible voz del
Comandante agradeciendo la bienvenida de su amado pueblo, prometiéndoles vida
eterna y felicidad para todos hasta el fin de los tiempos.
A continuación, el Jefe de las
Fuerzas Armadas y el Cortesano designado leyeron sus breves alocuciones
correspondiente al anhelado retorno del Amado Líder, cuyo contenido habían
acordado con el pícaro mayor, y luego se dio paso a la lectura de un texto
laudatorio por parte de un alumno de la escuela que ostentaba el nombre del
Comandante, y en cuya fachada, como en las demás de todo el reino, relucía una
gigantesca estatua del Prócer de la Patria, reproducida luego en Escudos,
billetes y monedas, tapas de cuadernos y libros de texto.
Las miles de cámaras y flashes, y
los miles, millones de ojos del pueblo enardecido, se fijaron en el pequeño,
que ataviado de rojo para la ocasión, en postura marcial aunque le flaquearan
las rodillas, se paraba firme frente a un micrófono, mientras levantaba sus papeles
con pulso tembloroso y sus ojos, tímidos
y respetuosos, elevaban la mirada temerosa hacia la silla donde vería al fin,
al Amado Líder.
La exclamación salió espontánea
de su boca y resonó, con un eco de devastación y muerte, por los más recónditos
rincones patrios: ¡¡¡La silla está vacía!!! ¡¡¡ El Comandante no está!!! alcanzó
a decir el niño, antes que la emoción diera con él por tierra. Cientos,
millares de niños, se plegaron al grito la silla está vacía, la silla está vacía, antes
que el pícaro menor mandara callar a la multitud y en tono marcial que no
admitía réplicas, ordenó: la función debe
continuar.
Los Generales, los Cortesanos,
los funcionarios de mayor jerarquía, todos creyeron ver cómo el Comandante,
arrogante y majestuoso, empuñaba él mismo la silla imperial y retomaba la
marcha triunfal por encima de la alfombra roja de su definitiva victoria.