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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

jueves, 14 de febrero de 2013

El regreso del Comandante

Versión libre no autorizada del cuento de H.C.Andersen "El vestido del Emperador", adaptada a caribeñas realidades actuales, que a buen entendedor...


Hace muchos años, en una bella nación caribeña, vivía un Dictador elegido por su amante y amado pueblo, con especial debilidad por los trajes caros, relojes exclusivos y automóviles de lujo, pasión sólo opacada por su afición a los interminables discursos, a los que el pueblo asistía durante horas cada semana y en la que él daba rienda suelta a su megalomanía. Con un discurso para cada día y hora, de la misma manera que de un mandatario se dice “está en Consejo”, de él se decía ¡el Comandante está en Cadena!
Un día viajó a una nación vecina, con quien otrora, antes que él se hiciera del poder, habían estado en guerra. No obstante, esa isla era gobernada desde hacía décadas por un par de pícaros por quienes el Dictador sentía admiración, porque se preguntaba cómo podría él asegurarse tantos años, prescindiendo de oposiciones y prensas críticas tan molestas y sin tener que recurrir a fastidiosas farsas electores periódicas. Él quería ser como los pícaros hermanos y tendría que aprender de ellos.
Los pícaros hermanos, cuyo reino languidecía en la miseria y apenas si se las ingeniaban para costear sus propios lujos, tenían desde hacía mucho entre cejas las riquezas del reino de su nuevo amigo y futuro discípulo. Cuando nuestro Dictador les desveló sus ambiciones, los hermanos le dijeron que contara con ellos; si se avenía a aplicar su plan estrictamente le aseguraban no sólo todo el poder en su nación por siempre sino además, utilizar las riquezas del reino para dominar el mundo. El delirio de grandeza de nuestro Dictador se vio, al fin, comprendido en plenitud y se puso de inmediato en manos de sus flamantes amigos y consejeros.
En los años siguientes todo transcurrió tal como sus mentores le habían predicho; no sólo había logrado poner a la tropa de su lado –apenas algunos pocos disconformes que con un poco de mazmorras se curarían- a tal punto que solía darse grandes baños de masas en los que su amado pueblo le manifestaba su idolatría, compensada con algunas vagas promesas y sus ya famosos discursos de grandeza planetaria, sino que además, haciendo valer sus inacabables riquezas había ido haciendo cada vez más reinos adictos dependientes de su dinero.  Los pocos terratenientes y burgueses que subsistían, intrigaban y se entregaban a pactos con el Diablo del imperio del norte, enemigo jurado de nuestro Dictador, pero naufragaban en su propia futilidad. El pueblo amaba al Comandante.  
Cuando creía que el plan funcionaba a la perfección y que superaría a sus maestros, sin enemigos a la vista capaces de hacerle sombra, se le presentó uno que ni él ni los mentores podrían haber previsto: la Muerte tocaba tempranamente a su puerta vestida de un feroz cáncer.
Sin nadie en quien confiar en su reino, todos intrigantes potenciales lacayos del imperio, no le quedaba sino peregrinar donde sus mentores, quienes habrían de conseguir corregir tamaña injusticia. Él recordaba que hacía pocos años el pícaro mayor había pasado por una situación similar y vaya a saber cómo, valiéndose de qué malas artes, había logrado engañar a la parca.  Aterrizado que fue en tierras amigas, el par de pícaros comprendió inmediatamente que lo que las armas no habían podido décadas atrás, ahora se les presentaba en bandeja de plata. El pícaro mayor convenció a nuestro Dictador que él tenía la solución a sus males y le confinó en su más renombrada Clínica, directamente bajo su férula.
Los pícaros sitiaron el lugar, instruyeron a los médicos de mantenerle vivo pero medio muerto todo lo que fuera posible, mandaron ejecutar unos cuantos médicos y trabajadores de la clínica para que los demás tuvieran claro que la más mínima sospecha de infidencias serían castigadas con la muerte, y ya con el Comandante secuestrado en su lecho de muerte, se abocaron a la siguiente etapa de su maquiavélico plan. Llamaron a Palacio a los más directos colaboradores del Dictador, que en adelante deberían peregrinar semanalmente a recabar instrucciones y rendir cuentas, y luego de elegir en quién depositarían la tarea de cubrir la falta del Comandante en su reino – recaída en el más inepto y obsecuente de ellos, incapaz de pensar por sí mismo y manejable a su antojo- , a la par que amenazaban a algún otro cortesano con veleidades de poder, y así se puso en marcha la fase final del plan.
Tal como explicaron una y otra vez al gigantesco acólito del Comandante, un poco lerdo de entendederas como para comprender y memorizar el plan de primera, el mismo consistía en planificar el regreso triunfal del Comandante al reino, para lo cual los médicos y brujos a su servicio habían obrado milagros, con la única salvedad que el Comandante había adquirido “la maravillosa propiedad de volverse invisible e inaudible para todos aquellos que no fueren merecedores de su cargo o que fueran demasiado tontos para gozar del privilegio de vivir en el reino”.
Para corroborar habían entendido cabalmente, cada uno de los cortesanos autorizados a viajar al reino anfitrión, fue llevado personalmente a la Clínica  por los pícaros, quienes les conducían a la habitación especial donde convalecía el Comandante. Allí, en una cama que para miradas comunes y desprevenidas estaba vacía, reposaba el dictador, totalmente curado, como podían verlo con sus propios ojos. ¿Verdad que se ve totalmente curado?, le preguntarían los pícaros a cada uno de ellos, y de cada uno que nada veía, temerosos de que se les considerara tontos de remate, recibían las mismas respuestas, que sí, que por cierto era milagroso, se veía mejor que nunca. Los osados pícaros necesitaban estar seguros que los cortesanos habían entendido, por lo que les instaban a hablarle al Comandante, háblale chico que él te escucha y ha de responderte, breve te responderá porque todavía está bajo prescripción médica y no puede fatigar la voz. Tal como los pícaros preveían, todos y cada uno de los cortesanos visitantes salían de la habitación relatando lo bien que habían visto a nuestro Comandante, y qué interesante charla habían mantenido, se veía que el Amadísimo Líder se mantenía al corriente de todo lo que pasaba en su reino.
 Habría una única condición innegociable impuesta por los pícaros, de la que dependía seguir adelante con el plan, y por tanto, la subsistencia de los cortesanos favorecidos: debían enviar un cargamento diario de su oro al reino de sus protectores, riqueza que sería administrada exclusivamente por éstos.
Cuando se hubieron ajustado todos los detalles, se hizo conocer a los pregoneros de ambos reinos, con el avieso propósito que éstos hicieran circular la noticia urbi et orbi, de manera que los agoreros del imperio y sus lacayos se quedaran con tres palmos de narices: el Comandante regresaba a su reino, sano y salvo, como podría verlo cada súbdito que concurriera a recibirle al apoteótico acto de bienvenida, a cuya organización contribuyeron los consejeros designados por los propios pícaros, para que al gigantesco acólito designado no se le escapara detalle alguno.
El pícaro menor, encargado de todos los detalles, adelantó al cortesano designado que él en persona acompañaría al Comandante, quien por precaución, viajaría en una silla y en ella bajaría del avión, para luego ser izado en el vehículo descapotable por donde sería paseado para regocijo de su amado pueblo, no sin antes volverle a reiterar era preciso que por todos los medios, en cada oportunidad y circunstancia, se le recordara a los súbditos que el milagro de la curación total y definitiva del Comandante se había obrado, bajo la condición de que había adquirido “la maravillosa propiedad de volverse invisible e inaudible para todos aquellos que no fueren merecedores de su cargo o que fueran demasiado tontos para gozar del privilegio de vivir en el reino” .  Vale decir que la condición de no ver o escuchar al Amadísimo Líder, estaría reservada a tontos y declarados enemigos vendidos al imperio.
Durante las semanas siguientes, previas al regreso, el gigantesco cortesano y sus adláteres, se pasearon a lo largo y ancho del reino, por todos los medios posibles, repitiendo como un mantra a los queridos compatriotas que el milagro se había obrado y en pocos días más el Amadísimo Líder retornaría a la Patria totalmente curado, con la salvedad que el pueblo debía saber, y hacérselo saber a todos y cada uno de los súbditos en cualquier rincón que éstos estuvieran, que el Comandante había adquirido la propiedad divina de volverse invisible e inaudible a quienes no fueran merecedores de él.
Una impresionante caravana de vehículos militares, por tierra y aire, acompañaron el enorme vehículo blindado donde los pícaros decían trasladar al Comandante, de la Clínica cuartel directamente al aeropuerto.
Se había citado al pueblo del reino para temprano en la mañana del domingo en el que arribaría el Comandante, totalmente repuesto de su enfermedad, tal y como lo habían predicho y dicho hasta el cansancio los cortesanos del dictador. En ese día radiante de sol nadie quedó en sus casas, muchos porque querían ver el fenómeno por sus propios ojos y otros porque no querían que los vieran ausentes, que ya se sabía el brazo del Dictador era largo y tenía ojos y oídos por todas partes. Los que pudieron llegar al aeropuerto y tenían recursos suficientes, sobornaron funcionarios que les permitieran acercarse lo más cerca posible a la escalerilla por donde habría de descender el milagro viviente del Dictador que regresaba de la muerte. Los menos afortunados, que aún en el reino de la igualdad y justicia en que la patria se había convertido, siempre los hay, debieron conformarse con sumarse a los multitudinarios cordones humanos que bordearían autopistas, calles y avenidas, plazas y cuanto lugar público hubiera en el reino.
Nunca en la historia del reino se había juntado una muchedumbre tan grande, allí donde se mirara la tierra se había teñido de rojo, no porque se derramara sangre – no ahora- sino porque ese era el color favorito del comandante redivivo. Las gloriosas Fuerzas Armadas de la Patria habían desplegado todo el poderío de su renovado armamento, obsesión del megalómano, y mientras las multitudes a lo largo y ancho del territorio aguardaban a que los cielos se abrieran para dar paso al avión que traería la preciosa cargo, los acróbatas del aire dispuestos por los cortesanos entretenían a la muchedumbre escribiendo loas al Amadísimo Líder en el azul del cielo patrio, nunca tan azul ni tan patrio.
Cuando al fin se divisó en el horizonte la figura del enorme pájaro escoltado por los rapaces cazas de la Fuerza Aérea, la multitud estalló en un solo grito que hizo temblar la tierra del reino, casi al borde del sismo, cantos y consignas difundidas por la vasta red de altoparlantes y coreadas a voz en cuello por el gentío enfervorizado. Ello hasta que, luego de una vuelta sobre el aeropuerto, la nave se posó suavemente sobre la pista y en minutos que se hicieron eternos, carreteó hasta su ubicación final junto a la escalerilla recubierta de rojos brocados, como la interminable alfombra roja por donde pasaría la silla del Líder, porque desde ese momento ganó a las multitudes un silencio sepulcral, palpable, expectante, la tensión flotando en el ambiente.
Cuando al fin se abrió la portezuela y de ella emergió la imponente silla recubierta de oro, y detrás de ella la figura chaparrita del pícaro menor, las multitudes estallaron en un solo grito: un ensordecedor y sonoro ¡Salve Comandante! que los altavoces habían estado repitiendo desde hacía semanas, día y noche.
Poco a poco volvió a hacerse el silencio, y tras él el pícaro menor saludó al glorioso pueblo hermano del reino amigo y a continuación confirmó al pueblo ansioso que el Amado Líder, allí a su derecha como todos podían apreciarlo, por recomendación de sus médicos, habría de dirigir un breve saludo a sus queridos hijos y hermanos, que eso era el pueblo para él, y luego habría de retirarse a descansar, ya que el viaje habría de haberle resultado cansador.
Se hizo un silencio aún más espeso, tras el cual todos dijeron haber escuchado la inconfundible voz del Comandante agradeciendo la bienvenida de su amado pueblo, prometiéndoles vida eterna y felicidad para todos hasta el fin de los tiempos. 
A continuación, el Jefe de las Fuerzas Armadas y el Cortesano designado leyeron sus breves alocuciones correspondiente al anhelado retorno del Amado Líder, cuyo contenido habían acordado con el pícaro mayor, y luego se dio paso a la lectura de un texto laudatorio por parte de un alumno de la escuela que ostentaba el nombre del Comandante, y en cuya fachada, como en las demás de todo el reino, relucía una gigantesca estatua del Prócer de la Patria, reproducida luego en Escudos, billetes y monedas, tapas de cuadernos y libros de texto.
Las miles de cámaras y flashes, y los miles, millones de ojos del pueblo enardecido, se fijaron en el pequeño, que ataviado de rojo para la ocasión, en postura marcial aunque le flaquearan las rodillas, se paraba firme frente a un micrófono, mientras levantaba sus papeles con pulso  tembloroso y sus ojos, tímidos y respetuosos, elevaban la mirada temerosa hacia la silla donde vería al fin, al Amado Líder.   
La exclamación salió espontánea de su boca y resonó, con un eco de devastación y muerte, por los más recónditos rincones patrios: ¡¡¡La silla está vacía!!! ¡¡¡ El Comandante no está!!! alcanzó a decir el niño, antes que la emoción diera con él por tierra. Cientos, millares  de niños, se plegaron al grito la silla está vacía, la silla está vacía, antes que el pícaro menor mandara callar a la multitud y en tono marcial que no admitía réplicas, ordenó: la función debe continuar.
Los Generales, los Cortesanos, los funcionarios de mayor jerarquía, todos creyeron ver cómo el Comandante, arrogante y majestuoso, empuñaba él mismo la silla imperial y retomaba la marcha triunfal por encima de la alfombra roja de su definitiva victoria.

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