He vivido bastante y sin
embargo viajado poco. De Japón, ni soñar. Sin embargo los caprichosos hechos me
pusieron allí. Hay una delegación comercial al país de los volcanes y los
cerezos, en la que los diplomáticos encargados de ella insisten en incluir
empresarios, asignándoles un cupo dentro de la misma. Son las organizaciones de
éstos quienes designan a sus representantes y vaya uno a saber por qué en éste
caso le ofrecieron un lugar a la que vagamente pertenezco y aleatoriamente represento
por el único y dudoso mérito de disponer del tiempo que otros no tienen. Son
apenas tres días, luego de un viaje monstruosamente largo, en los que nos
limitamos a ver pedazos de ciudad a través de ventanillas de coches oscuros y
de altos ventanales en oficinas inundadas de aire acondicionado.
La noche previa al
regreso, el Emperador en persona recibe a parte de la delegación, encabezada –
tan sólo una manera de decir- por quien, a falta de otra opción, funge de
Canciller de nuestra minúscula republiquita. El protocolo, sagrado entre
nuestros amables huéspedes, prevé un breve discurso, a lo más tres minutos, de
un representante oficial y otro del sector empresarial. En la tarde, el
Canciller en persona me comunica que quien había sido designado para acompañarle
en los discursos se ha indispuesto y no podrá ir, habiéndome designado para
ello. Me pide ajustarme estrictamente al tiempo asignado y la temática de
relaciones entre ambos países, y me deja con el pesado fardo sobre las
desprevenidas espaldas.
Abrumado, me pregunto qué
hago allí, en una habitación de un lujoso hotel nipón, pensando en una charla
que debí haber tenido con la dueña de una mirada que, desde allá lejos en mi
país, no me deja dormir en las largas noches orientales. Con un par de hojas en
la mano, redacto un breve discurso, apenas le doy un vistazo sin prestarle
atención, y doblado lo guardo en el bolsillo del saco que he de llevar al magno
evento.
A la hora indicada los
seis integrantes de la comitiva somos metidos en sendas limusinas de vidrios
oscuros y escoltados salimos hacia el Palacio donde se celebrará el encuentro.
Durante la próxima hora sonrío hacia derecha e izquierda sin saber a quién,
hago más reverencias de las que hice nunca en mi vida, me mantengo parado
cuando los demás lo hacen y me siento cuando los amables gestos indican que lo
haga. El Canciller, sentado a mi lado, frente al pequeño Monarca, me susurra si
he preparado el discurso, que ahora me toca, debo ir hasta el atril colocado a
un costado, flanqueado por sendas banderas de ambos países. Le respondo que sí
y cuando me lo indica, me levanto y camino, como si no fuera yo mismo quien va
dando los inseguros pasos hasta el podio. Un solícito señor de sonrisa perenne
ajusta la altura del micrófono y con gestos me invita a pronunciar el discurso.
Sin saber muy bien por qué saco las hojas del saco, las abro y dejo encima del
atril, miro hacia la distinguida y seria audiencia, hago un rápido repaso del
fasto que me rodea, propio de películas que tanto me fascinaban, las dejo a un
lado y comienzo a hablar. Me sorprendo haciéndolo sobre el poder y lo efímero
de la vida, cosa que seguramente no debía ser lo esperado. Hablo sin
escucharme, mirando alternativamente al Emperador, al resto de los asistentes,
en particular una joven que se sienta a la derecha de quien parece ser el
Primer Ministro y cada tanto, a nuestro Canciller que, tenso y con cara de
pocos amigos, me hace una imperceptible pero inconfundible seña que debo
terminar. Así lo hago, doblo las hojas sin usar, las coloco nuevamente en el
bolsillo del saco y vuelvo a mi lugar en la mesa. La indiferencia del Canciller
y las heladas sonrisas de los anfitriones más cercanos son una pista firme que
mi desempeño no ha sido el más indicado.
Recuerdo poco de lo
sucedido luego, apenas una vaga sensación -mezcla cansancio y fastidio- de las
interminables horas de avión y luego un viaje por barco para llegar a mi
ciudad, a donde arribo con las últimas luces de la tarde. El viaje a través del
río ancho como mar es relativamente breve y sereno, no obstante lo cual me mata
la ansiedad por llegar de una vez. La bruma de la tardecita cubre con un velo
la densa vegetación que parece avanzar sobre las aguas, imponente y
amenazadora, como si al llegar al pequeño atracadero, me estuviera metiendo
dentro de las fauces de un colosal monstruo hambriento de vidas humanas. Bajo
con mi breve equipaje, descarto el ofrecimiento de un taxi y salgo arrastrando
valija y cansancio por el empedrado, húmedo y oscuro, de las calles antiguas de
mi pequeña ciudad.
Entre ladridos de perros,
llego al fin a la puerta, tras la cual tengo la esperanza me esté esperando
ella, la dueña de la mirada que no me permite conciliar el sueño. Tras una
breve espera, aparece detrás del escondite de una luminosa sonrisa, me abraza y
se apura a cargar con la maleta para dejarla a un lado e invitarme a la mesa
donde tiene todo dispuesto para una cena de a dos.
Sentados ambos, con los
platos frente nuestro que inevitablemente irán a enfriarse, siento que debo -sin
más dilaciones- decirle lo que debí haber hecho antes de emprender el viaje,
pero, una vez más no logro articular ni una de las palabras del torrente que
pasa por mi cabeza. Aturdido, mientras ella sonríe como comprendiendo mi
confusión, acierto a meter la mano en el bolsillo y sacar aquellas dos hojas de
papel garabateadas que nunca usé y, sin pensarlo, comienzo a leerle lo que allá
lejos había escrito. Allí estaba todo lo que había querido decirle antes y no
sabía cómo. Una declaración de amor en toda regla, puesta por escrito, como no
había sido capaz de hacerla en palabras. Dice ella que fueron tres minutos,
maravillosos tres minutos.