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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

miércoles, 24 de abril de 2013

Un breve discurso



He vivido bastante y sin embargo viajado poco. De Japón, ni soñar. Sin embargo los caprichosos hechos me pusieron allí. Hay una delegación comercial al país de los volcanes y los cerezos, en la que los diplomáticos encargados de ella insisten en incluir empresarios, asignándoles un cupo dentro de la misma. Son las organizaciones de éstos quienes designan a sus representantes y vaya uno a saber por qué en éste caso le ofrecieron un lugar a la que vagamente pertenezco y aleatoriamente represento por el único y dudoso mérito de disponer del tiempo que otros no tienen. Son apenas tres días, luego de un viaje monstruosamente largo, en los que nos limitamos a ver pedazos de ciudad a través de ventanillas de coches oscuros y de altos ventanales en oficinas inundadas de aire acondicionado.
La noche previa al regreso, el Emperador en persona recibe a parte de la delegación, encabezada – tan sólo una manera de decir- por quien, a falta de otra opción, funge de Canciller de nuestra minúscula republiquita. El protocolo, sagrado entre nuestros amables huéspedes, prevé un breve discurso, a lo más tres minutos, de un representante oficial y otro del sector empresarial. En la tarde, el Canciller en persona me comunica que quien había sido designado para acompañarle en los discursos se ha indispuesto y no podrá ir, habiéndome designado para ello. Me pide ajustarme estrictamente al tiempo asignado y la temática de relaciones entre ambos países, y me deja con el pesado fardo sobre las desprevenidas espaldas.
Abrumado, me pregunto qué hago allí, en una habitación de un lujoso hotel nipón, pensando en una charla que debí haber tenido con la dueña de una mirada que, desde allá lejos en mi país, no me deja dormir en las largas noches orientales. Con un par de hojas en la mano, redacto un breve discurso, apenas le doy un vistazo sin prestarle atención, y doblado lo guardo en el bolsillo del saco que he de llevar al magno evento.
A la hora indicada los seis integrantes de la comitiva somos metidos en sendas limusinas de vidrios oscuros y escoltados salimos hacia el Palacio donde se celebrará el encuentro. Durante la próxima hora sonrío hacia derecha e izquierda sin saber a quién, hago más reverencias de las que hice nunca en mi vida, me mantengo parado cuando los demás lo hacen y me siento cuando los amables gestos indican que lo haga. El Canciller, sentado a mi lado, frente al pequeño Monarca, me susurra si he preparado el discurso, que ahora me toca, debo ir hasta el atril colocado a un costado, flanqueado por sendas banderas de ambos países. Le respondo que sí y cuando me lo indica, me levanto y camino, como si no fuera yo mismo quien va dando los inseguros pasos hasta el podio. Un solícito señor de sonrisa perenne ajusta la altura del micrófono y con gestos me invita a pronunciar el discurso. Sin saber muy bien por qué saco las hojas del saco, las abro y dejo encima del atril, miro hacia la distinguida y seria audiencia, hago un rápido repaso del fasto que me rodea, propio de películas que tanto me fascinaban, las dejo a un lado y comienzo a hablar. Me sorprendo haciéndolo sobre el poder y lo efímero de la vida, cosa que seguramente no debía ser lo esperado. Hablo sin escucharme, mirando alternativamente al Emperador, al resto de los asistentes, en particular una joven que se sienta a la derecha de quien parece ser el Primer Ministro y cada tanto, a nuestro Canciller que, tenso y con cara de pocos amigos, me hace una imperceptible pero inconfundible seña que debo terminar. Así lo hago, doblo las hojas sin usar, las coloco nuevamente en el bolsillo del saco y vuelvo a mi lugar en la mesa. La indiferencia del Canciller y las heladas sonrisas de los anfitriones más cercanos son una pista firme que mi desempeño no ha sido el más indicado.
Recuerdo poco de lo sucedido luego, apenas una vaga sensación -mezcla cansancio y fastidio- de las interminables horas de avión y luego un viaje por barco para llegar a mi ciudad, a donde arribo con las últimas luces de la tarde. El viaje a través del río ancho como mar es relativamente breve y sereno, no obstante lo cual me mata la ansiedad por llegar de una vez. La bruma de la tardecita cubre con un velo la densa vegetación que parece avanzar sobre las aguas, imponente y amenazadora, como si al llegar al pequeño atracadero, me estuviera metiendo dentro de las fauces de un colosal monstruo hambriento de vidas humanas. Bajo con mi breve equipaje, descarto el ofrecimiento de un taxi y salgo arrastrando valija y cansancio por el empedrado, húmedo y oscuro, de las calles antiguas de mi pequeña ciudad.
Entre ladridos de perros, llego al fin a la puerta, tras la cual tengo la esperanza me esté esperando ella, la dueña de la mirada que no me permite conciliar el sueño. Tras una breve espera, aparece detrás del escondite de una luminosa sonrisa, me abraza y se apura a cargar con la maleta para dejarla a un lado e invitarme a la mesa donde tiene todo dispuesto para una cena de a dos.
Sentados ambos, con los platos frente nuestro que inevitablemente irán a enfriarse, siento que debo -sin más dilaciones- decirle lo que debí haber hecho antes de emprender el viaje, pero, una vez más no logro articular ni una de las palabras del torrente que pasa por mi cabeza. Aturdido, mientras ella sonríe como comprendiendo mi confusión, acierto a meter la mano en el bolsillo y sacar aquellas dos hojas de papel garabateadas que nunca usé y, sin pensarlo, comienzo a leerle lo que allá lejos había escrito. Allí estaba todo lo que había querido decirle antes y no sabía cómo. Una declaración de amor en toda regla, puesta por escrito, como no había sido capaz de hacerla en palabras. Dice ella que fueron tres minutos, maravillosos tres minutos.  

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