El
murmullo era el clásico de todos los encuentros sociales donde todos hablan de
todo entre sí y nadie, o casi nadie,
escucha a nadie. La larga mesa poblada de opinantes hambrientos a la caza del
primer plato. El sonido de los cubiertos que lucha palmo a palmo con la
intrascendencia de las conversaciones de paso. El aburrimiento que me avanza
desde dentro como una hiedra que crece. Disimular, de eso se trata; hay que
parecer muy, muy interesado. Y cuando nada parece tener arreglo en una noche
para el olvido, hay un brazo perfectamente torneado terminado en una fina mano
que coge delicadamente una botella de un Tannat-Merlot y, por detrás de ella-
la mano- una voz dulcemente modulada que interroga retóricamente, porque el líquido
violáceo viaja incontenible a la copa que espera, ¿se sirve vino, Señor? Una sonrisa se vislumbra detrás de unos
blancos dientes apenas dibujados y la sombra de unas largas pestañas que apenas
disimulan una mirada fugaz e intensa, de un negro aterciopelado como la noche
que los postres del verano nos regala. Dos enormes ojos negros que sugieren una mirada y bastan para que la
noche se convierta en una larga espera de la próxima visita. Son dos mariposas
que, leves y sutiles, danzan entre las mesas, se posan y siguen aquí y allá
dejando el néctar de su luz, intensa, vibrante.
Es
la mariposa que asoma tímidamente sus alas del escote de la ajustada prenda
negra, dueña de todas las miradas, mostrando las puntas de sus multicolores
alas, mientras su delicado cuerpo se interna, imaginado y sugerido, en la
profundidad de lo adivinado.
Miradas
que sólo se interrumpen cuando en la delgada franja de piel que asoma entre su
ajustado pantalón a la cadera y la negra malla, dibuja un entramado de rosas
donde otras mariposas han bebido con antelación.
Nada
de lo que pase ya, ni los aplausos para los discursos ensayados al calor de la
copa repetida, ni las apasionadas argumentaciones de los vecinos de comida,
podrán distraerme un solo instante del intenso placer del goce del espectáculo
ofrecido -ignorado por todos- con el poder de quien se sabe poseedora del
mágico encanto de la seducción.
Seducción
que se repite en cada pasaje con una botella que viaja incansable, siempre
mesurada como si fuere una delicada coreografía de ballet, hasta la copa que,
como el corazón y la sangre desbocada, esperan con ansia una nueva gota de
placer. Seducción que se sublima con el sugerente aroma floral que apenas
disimula en el roce de las manos –no buscadas, deseadas- el otro aroma, el de la
fresca piel ofrecida.
A
los postres una nueva sonrisa cómplice, que es despedida pero no es, que se
sabe sugerencia sin serlo, caminando en la ambigüedad del deseo despertado, y
unas pestañas que cierran unos ojos negros que penetran como si fueran dos puñales.
La
vuelta de esa noche mágica, envuelto aún en el sueño de lo vivido, se torna una
película que pasa, cuadro a cuadro, frente a mis ojos para quedarse impregnada
en mis sentidos como si fuere el más intenso de los perfumes. Eran dos enormes
ojos negros. Y una mariposa que acompañará mi sueño, volando entre mis
fantasías, sabiendo que fue tan real como el aroma de esa piel de porcelana,
apenas sentida en el más fugaz y breve de los roces.
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