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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

viernes, 25 de marzo de 2011

Luna de Marzo

Es un lugar común, quizá cierto, que una imagen vale más que mil palabras. Me serán necesarias dos mil entonces, porque de imagen carezco para mostrar, apenas tengo de ella la que está grabada por mi retina, incorporada en esa razón de vivir que son los recuerdos de lo vivido.
Estoy hablando de la Luna, aclaro. Que no se sienta olvidada, desplazada, menospreciada, tan sólo porque no haya dejado constancia escrita de mi renovada admiración cuando ella, como cada cuatro semanas, decidió mostrar su más amplia sonrisa. Que no piense es una lisonja sin razón, que quienes le canten cuando está plena, a ella han de sobrarle siempre. Más ahora quiero ser yo quien lo haga, cuando las voces del plenilunio tienden a perderse, tras la cortina de las noches devenidas en días pasados.
Cuando el Sol hace ya tres horas se ha ido a dormir tras el irregular trazo del horizonte de las arboledas teñidas de verde noche, me he apostado en la margen oriental del adormecido río, estremecido por el fresco que sube desde las aguas rumorosas que bajan mansas, a la espera que el tenue resplandor, que apenas se anuncia encima del monte, interminable manto de sarandíes y sauces, palmeras y juncales, coronillas y espinillos que por la otra orilla circunda sus aguas, deje de serlo para despuntar una luna de oro, con la mitad de su cara cubierta con un azulado velo, cual misteriosa dama nocturna.
En el instante ello ocurre, la Naturaleza toda parece rendirse ante su belleza y la alegre danza que fue el crepúsculo se torna en dulce vals, en la que, a la música de las rumorosas aguas y la tierna brisa que peina los encopetados árboles, se suma la sinfonía de estrellas de un cielo brillante como si de millones de diamantes estuviera vestido. La Vía Láctea, desde la Cruz del Sur en un extremo a las Tres Marías en el otro, le marca el camino que ella, la Reina de la noche, hará durante las horas que dure su baile entre estrellas.
Ver Venecia y morir, cantó algún Poeta. Ver la Luna de Marzo, subiendo en ocres y oros desde el horizonte del monte, mirándose en el espejo de las aguas del río, mudo de admiración y frío de envidia, más que morir, invita a vivir en la expectación de volver a gozar de tal privilegio.

viernes, 18 de marzo de 2011

Semáforo en rojo



Relato de sesgo social, escrito para una recopilación, cuya extensión quizá no sea la indicada para el medio digital, queda igualmente expuesto.




Le cuento. Mire le cuento con todo lujo de detalles, pero sabe, lo único le pido es que no me diga nada, no me haga comentarios ni me cuestione, que ya bastante tengo yo con llevar esto.
Vea, todo empezó o comenzó a acabarse – según se vea- con el accidente de tránsito y el traslado a la Emergencia de la Clínica a la que llamaron desde el mismo lugar del hecho, como les gusta decir a los periodistas de crónica roja.
Sabe, yo hago ese trayecto desde mi casa a la Oficina, todas las mañanas y luego a la tarde cuando regreso, y además vuelvo a pasar por el mismo lugar cuando voy hacia la Rambla para mi diaria caminata, los seis kilómetros que llueve ó truene tengo que caminar, porque el médico ya me advirtió que luego del infarto, si no me cuido, soy boleta. Así que paso por las mismas esquinas, los mismos semáforos, las mismas caras, los mismos carteles y comercios por lo menos cuatro veces al día. Se imagina usted que ya me sé de memoria las caras y hasta las marcas y arrugas de cada uno de los habituales ocupantes de esos cruces. Y uno se acostumbra, como a todo en la vida. Al principio nos cuesta, nos resistimos, protestamos, pero al final la realidad siempre es más porfiada y nos terminamos habituando, como todos, no? Supongo a usted le habrá pasado. A todos nos pasa.
A éste en particular no lo tenía muy registrado; me parecía que era nuevo en esa esquina, donde creo recordar había siempre un mudo, que cuando alguien no quería darle su monedita, alguna palabra gruesa se daba maña para decirle. Tampoco estoy seguro, porque son tantos en cada esquina, los consabidos lavadores de parabrisas, que empiezan a amenazar con la botellita de agua jabonosa y el lampazo, y pasan en cinco segundos del ofrecimiento de un supuesto servicio que nadie pide, al más puro mangazo, generalmente adornado con un “vamos, jefe, hago esto para no robar, no me obligue…” , y que te deja la sensación siempre de estar frente a una especie de robo hormiga cuidadosamente organizado, o de impuesto tácito recaudado en forma directa por sus destinatarios. Y luego, peor aún, los chicos. Niños de nueve ó diez años, algunos menos aún, enviados y controlados por padres y padrastros, que con cara de hambre –que la tienen cómo no- y en un ensayado quejido entre mocos, te piden la monedita salvadora.
Entonces pasa que te hartan. Y claro, porque uno no se va a arruinar por dejar una moneda en cada esquina, pero da rabia saber que van a terminar en vino o droga y que de última, terminas incentivando eso, en un círculo vicioso que es el cuento de nunca acabar, lo que no significa que cada vez que fastidiado levantas el vidrio de tu ventanilla y miras para otro lado, no te sientas un perfecto cretino. Y eso también da rabia, porque uno se pregunta por qué tienes que ir por la vida, con lo que honradamente te ganaste, sintiendo le has metido la mano en el bolsillo a alguien o has dejado a otro sin comer. Así que a mí, como a todos los que a diario andamos en las calles, nos sobran motivos para estar más que fastidiados con ese asunto, que lejos de atenuarse parece crecer como hongos bajo la lluvia.
En éste caso en particular, creo recordar que le vi de reojo cuando enfiló hacia mi coche –un BMW que no está hecho precisamente para pasar desapercibido- y como fingí no verle, entretenido en cambiar de estación de radio, me golpeó el vidrio de la ventanilla. Se ve que no le gustó que apenas le haya mirado, o el gesto de mi mano como para espantar una mosca molesta, porque el tipo redobló la apuesta y siguió golpeando con mayor violencia, mientras adivinaba detrás del vidrio, que me reclamaba en tono cada vez más subido, bajara la ventanilla para atenderle. Por suerte la bendita luz verde vino a salvarme y estando como estaba en primera fila, pisé el pedal derecho a fondo, y el automático enganchó las tres ó cuatro marchas en menos de un suspiro. Me di cuenta me había perturbado, porque me temblaban las manos y, estaba seguro, podía oler la adrenalina corriendo por mis venas. Pero no bien hube llegado a la Empresa, esas cosas tenemos, me olvidé del incidente. Tanto me olvidé que a la tarde, para regresar, tomé el mismo camino, y claro está, cuando estaba llegando a esa esquina, me volvió la escena de la mañana, con tanta mala suerte que unos metros antes la amarilla se volvió roja y me obligó a frenar, otra vez en primera fila, carril izquierdo, junto al cantero central de la avenida de doble vía, base de operaciones del hombre.
Miré hacia mi izquierda y en seguida vi que me había identificado y enfilaba directo hacia mí, probablemente porque debió reconocer el coche, y ésta vez sí pude verle directamente. Me pareció un individuo como de unos cinco o quizá ocho años más que yo, muy mal vestido y con trazas de haber dormido en la calle durante largo tiempo, barba crecida y pelo enmarañado, apenas disimulado por un gorro de visera, tan sucio como sus raídos pantalones vaqueros duros de mugre, y tanto como un abrigo de incierto color, del cual emergían por aquí y por allá trozos de su relleno. Lo único que desentonaba en su indumentaria y pude ver de refilón, eran un par de zapatillas de gran porte, de esas que en las ferias las venden como de marca y que probablemente serían robadas. Tenía -prima facie- todas las trazas de un alcohólico perdido y probablemente consumidor de pasta base de cocaína, veneno que circula entre marginales y quienes no lo son tanto, como si fueren aspirinas, y que en poco tiempo les consume el poco cerebro que pudiera quedarles.
Apenas recuerdo el tenor de la discusión y cómo fue que bajé el vidrio, tal vez porque otra vez percibí me estaba insultando, y amenazaba con romperlo. En un instante me encuentro con que el tipo había metido un brazo y tomado de la solapa del abrigo, con una mano que parecía un garfio, mientras emanaban los efluvios propios del alcohol y mugre acumulados. Forcejeamos, mientras procuraba deshacerme de él, y levantar otra vez la ventanilla, cuando veo la roja cambia a amarilla, anunciando la próxima verde, y en el momento que mi pie inicia el movimiento de apretar el acelerador y soltar el freno, siento una explosión que me lanza varios metros hacia delante, con el individuo arrastrado por el brazo trancado en el hueco de la ventanilla que porfiaba por levantar.
Todo pasa en un segundo y creo haber perdido la conciencia un instante, porque cuando con el cuello lanzándome ramalazos de intenso dolor, atino a querer abrir la portezuela, todavía sujeto por el cinturón de seguridad, creo entender que la supuesta explosión debió ser otro coche, que venía a la carrera, y su piloto consideró yo ya estaba en movimiento, calculó mal, y se incrustó en mi paragolpes trasero enviándome al medio de la calzada, y por eso ahora está atravesado en la calle con el capó destrozado, al costado de mi magullado BMW. A mi izquierda, tirado en el suelo y aullando de dolor, el indigente con el que estaba trenzado en el forcejeo, tomándose el brazo que instantes antes tenía metido dentro de mi coche.
Lo que sigue pasó con demasiada rapidez. La gente que se agolpa a ver qué sucedió, llamados a emergencias y policías, el tipo tirado en el piso que se queja y desgrana insultos contra el hijo de puta que le trancó el brazo, ahora quebrado en dos partes, y que para el caso vengo a ser yo. Producto del violento golpe, el cuello vuelve a avisarme que a mí tampoco me resultó gratis, y luego debí desmayarme porque cuando recobré la conciencia, estaba en una Unidad de Emergencia inmovilizado por un collarete y con una máscara de oxígeno en la boca. A consecuencia de algún sedante, que debieron proporcionarme para bajar la excitación que llevaba puesta, volví a adormecerme y sólo recobré el conocimiento en una cama de hospital.
Según me dijo el médico, que concurrió a verme cuando fue avisado estaba consciente, tenía el cuello inmovilizado hasta que estuvieran listos los resultados de la tomografía practicada, porque temían pudiera haber alguna fractura. Y además, estaba siendo estudiado y medicado, porque según surgía de mi historial médico, tenía antecedentes de una dolencia cardíaca grave y debían tomar las precauciones del caso frente a una situación traumática como la producida. Tan rápido como vino y me dijo esto, volvió sobre sus pasos sin darme tiempo a preguntarle qué había pasado y qué cosa sucedió con el hombre que había resultado herido junto conmigo. Tampoco fue necesario, porque cuando volteo la mirada hacia mi derecha, a la cama que, dos metros más allá, compartía habitación conmigo, el mismo individuo desastrado, aunque envuelto en ropas blancas de hospital, con su brazo izquierdo colgando enyesado, me mira y reconoce.
Pude ver en esa mirada oscura, turbia, todo el odio concentrado, acumulado, macerado, por una vida de fracasos, pérdidas y frustraciones, con un rencor que apestaba más que el olor a alcohol y cloroformo de la sala. Intenté hablarle, pero nada me salió, y él sólo se limitó a repetirme que era un perfecto hijo de puta mal nacido y que ya tendría oportunidad de retorcerme el cogote, no bien saliera de ésa.
También, me pareció ver algo más en esa mirada. Algo que por un buen rato me tuvo desconcertado, como si bajo la capa de pelos y suciedad que poblaban su rostro, hubiera otra persona a la que remotamente yo pude haber conocido.
-Así que no me conocés, hijo de puta…eh? Ustedes los ricos pierden la memoria no? – empezó a hostigarme.
-No, no le conozco, pero disculpe…sé que quizá fue mi culpa…señor…yo…-la verdad no sabía qué decirle, porque cuando me habló, otra vez tuve la sensación que no me era del todo desconocido.
-Ahh claro, el señorito… como ahora anda en autos de lujo, camisa blanca y corbata, no conoce la chusma, no? – volvió a la carga destilando odio y rencor, que me apuro a decirlo, todavía creía era en general y no para mí en particular.
-Es que no sé, señor…yo estoy un poco confundido…- intenté ganar tiempo.
-Algorta…siempre el mismo pedazo de mierda…no cambiaste nada Algorta…, “Algorta la tiene corta”… te acordás ahora, hijo de tu mala madre?-
Fue como si me hubiera metido en la máquina del tiempo y en dos segundos me vi sentado en un banco de escuela junto a ese chico pendenciero, con el que a ratos éramos amigos íntimos, y a ratos encarnizados enemigos.
-Acosta!!! No puedo creerlo…Acosta, cómo te iba a reconocer!...-
-…en medio de la mugre vas a decir, no? Eh señorito Algorta? Pues sí…soy Acosta, te acordás de mi segundo apellido no? Claro, cómo no vas a acordarte si era tu muletilla preferida: “ Acosta…Tee…lechea, y después aquello de lo que los demás se partían de risa, no?” …noo claro, qué te vas a acordar…eras pobre vos también en esa época de emparedados de mortadela…pero ahora seguro no te acordás de nada… Algorta viejo…! …siempre pintaste para jodedor, sabés? Desde que comerciabas con las bolitas y figuritas que traías de tu casa, donde tus lindos papás te hacían todos los gustos, verdad?-
Y claro que recordé. Como si fuera ayer lo recordé. Era cierto lo que me decía. Habíamos sido amigos, tanto como nos habíamos peleado, porque éste Acosta siempre había sido peleador y resentido. Recordé la historia años después, de padre alcohólico que mató a la madre y luego se suicidó. Vagamente recordaba algo que un compañero en común, con el que me encontré, me comentó que casi no había estudiado, que había tenido un trabajo en un taller mecánico pero lo habían echado porque pasaba borracho, y que luego había estado una y otra vez preso por robos de poca monta. Nada más supe de él, hasta que la luz roja de ese semáforo, vino a ponernos en el mismo lugar.
A partir de ese momento un gélido muro de desprecio se levantó entre nuestras respectivas camas y Acosta pareció caer en un sopor que le hacía musitar palabras ininteligibles. Al rato un médico joven y una enfermera vinieron a verle y corrieron la frágil cortina que debería separarnos, por lo cual no pude ver qué estaban haciendo, apenas si alcanzaba a escuchar un apagado murmullo que provenía del médico y la enfermera que parecían estar intentando interrogar a Acosta. También a mí me tocó visita médica y me encontraron en un estado de excitación, producto del desagradable intercambio con mi vecino, lo que para el médico constituía un contratiempo, ya que mi dolencia cardíaca requería la mayor tranquilidad, por lo cual indicó me suministraran un sedante, previendo la noche estaba despuntando sombras detrás de los visillos de la única ventana de la sala.
El sedante hizo su efecto, y una vez apaciguadas las emociones del día, me sumergí en un profundo sueño, que sólo vino a abandonarme cuando desde esa misma ventana, los rayos de sol del nuevo día, pasearon su caricia por mi rostro dormido. Cuando acabé de ahuyentar los últimos resabios del sueño que aún persistía, pude ver que la cama a mi lado estaba ahora vacía. Pero, ¿qué había pasado en la noche, que ahora Acosta no estaba ya allí? Sin nadie a quién pedirle noticias de lo sucedido –no me parecía estuviera en condiciones que le hubieran dado el alta ni mucho menos – me entregué a las especulaciones y me pareció recordar, o quizá sólo estaba imaginando, que durante mi sueño en una hora indeterminada de la noche, había oído entre sueños, el ruido apagado del tráfico de personas que iban y venían dentro de la sala, por lo que bien podría haber pasado le hubieran trasladado hacia otro lugar. Tal vez se habrían enterado el incidente verbal que habíamos tenido, o les habría parecido prudente mantenernos alejados uno de otro, después de todo habíamos ido a dar allí precisamente por un accidente que nació de un intercambio de palabras.
Al rato entró una enfermera con una bandeja y detrás de ella una mujer empujando un carrito con los desayunos, dejándome una de ellas conteniendo una taza de té con leche –horror de horrores, quién podrá tomarse semejante porquería por más hambriento que uno esté- y un par de anémicas tostadas, con un dedal de algo así como una mermelada de indefinible color, en la mesilla corrediza que descansaba a mis pies en la cama.
Al momento me fui encima de la enfermera, no tanto para saber qué iba a ser de mí, que aparte de los dolores de cuello que habían vuelto, me parecía debían darme el alta, sino qué había sucedido con Acosta. Porque por más que nunca me hubiera simpatizado mucho y haberle tenido que soportar su explosión de rencor acumulado, bien es cierto habíamos ido a parar allí, producto de ese accidente que juntos nos había tocado vivir.
La enfermera, una mujer gruesa de unos cuarenta y tantos años, con ceño fruncido y cara de pocos amigos, se limitó a una serie de monosílabos afirmativos, algunos pocos y negativos la mayoría. No sabía, no señor, no puedo, no, tendrá que preguntarle al Doctor cuando venga a verle, fue lo más que pude sacarle.
Me controló la temperatura, midió la presión arterial, me colocó un inyectable con mano de seda que apenas reparé en él, y luego de -un buenos días- seco y cortante, se retiró dejándome nuevamente solo con mis pensamientos y dudas.
No habrían pasado más de diez ó quince minutos, cuando por el vidrio de la puerta que daba hacia el pasillo, pude ver un uniforme azul que a intervalos regulares pasaba a izquierda y derecha de la puerta, como si estuviera dando un paseo. Se trataba sin ninguna duda de un agente de Policía, pero qué podía hacer allí, era algo que escapaba a mi comprensión pudiera tener la más mínima relación conmigo.
Esa percepción, una vez más equivocada, habría de encargarse de desnudarla como tal el Dr. Carrasco, mi Abogado, quien en ese momento y sin que yo recordara haberle llamado, y tampoco haber pedido le llamaran, entró con su habitual parsimonia y con cara de contrariado, porque durante el tiempo que permaneciera allí debería abstenerse de fumar sus insoportables cigarrillos negros.
No viejo, me dijo con toda tranquilidad, te equivocas…hay sí un Policía y está ahí por ti, porque me acaban de notificar estás en calidad de detenido e incomunicado.
Haciendo caso omiso a las preguntas que a borbotones pugnaban por salir de mis labios, y mientras mis ojos se lanzaban hacia delante y el corazón emprendía una loca carrera, él siguió hablando imperturbable: anoche estuve con tu mujer pero me dijeron te habían sedado y tal vez ni te diste cuenta, pero el asunto es que el hombre herido está ahora en una Sala de Cuidados Intensivos y el Juez dispuso se investigara el caso porque podría configurar un homicidio ultra-intencional a título eventual, eso si a ése tipo no se le da por morirse. Estuve viendo el informe médico y hablando con los del CTI y me dicen es un tema complicado…parece se descompensó porque tiene problemas de hígado, producto del alcoholismo, y cuando le atropellaste con el parachoques o quizá con la rueda delantera, le produjiste una fractura que le ocasionó una hemorragia interna que no habían detectado. Parece que anoche se les complicó y tuvieron que salir con él a las apuradas para Cuidados Intensivos. Ese Policía en la puerta, ordenado por el Juez, tiene como cometido no dejar pasar a nadie y que nadie hable contigo, salvo yo claro está, hasta que el médico autorice a tomarte declaraciones. Por eso precisamente estoy aquí, porque se lo notificaron a tu mujer y ella me llamó. Ahora tengo que pedirte me cuentes exactamente qué pasó entre tú y ese borracho. Sólo me dirás todo, pero todo lo recuerdes, tal como lo recuerdes, y luego no hables con nadie de esto sin que yo lo sepa.
Presa de la confusión porque aún no entendía muy bien de qué me hablaba con esa presunta acusación, -si sólo se había tratado de un accidente-, empecé a relatarle lo que recordaba. -Estábamos discutiendo con el semáforo en rojo, el tipo había metido el brazo por la ventanilla y tomado de la solapa, salido de sí exigiendo le diera dinero, mientras yo intentaba zafarme y subir el vidrio. En ese momento vi que la luz cambiaba a la amarilla que anuncia verde y en ese preciso instante sentí como una explosión que me lanzó no sé cuantos metros para delante y tal vez haya perdido el conocimiento porque luego me vi tirado en la calle…-
-¿Recuerdas haber acelerado el coche en ese momento?- me interrumpió mi abogado,- porque estuve leyendo el parte de Policía Técnica, y las declaraciones de unos testigos que cruzaban por allí en ese momento, dicen que tú le lanzaste el coche encima al hombre y que el otro coche en realidad venía cruzando con luz verde y se encontró contigo. El informe dice que el hombre se fracturó y recibió diversos traumatismos como resultado de que tu coche lo embistió, como también embestiste al otro vehículo…mira, es importante me digas exactamente qué pasó porque el informe es bien feo para ti…-
-No, claro que no lo recuerdo tal como dice ese maldito informe…yo estaba discutiendo con ese tipo, es cierto, pero el brazo le quedó aprisionado con el vidrio y justó en ese momento me atropellaron y ya no recuerdo más nada…-
Bueno, está bien. Hasta ahora, como usted querido lector, ha podido apreciar y es privilegiado testigo, he escuchado y hemos oído cómo el señor Algorta, porque así se apellida como nos lo recordó Acosta en su breve y rencoroso diálogo, nos ha contado su historia desde su exclusivo punto de vista. Ahora que sabemos los hechos, seré yo quien asuma su interpretación, porque por lo visto, con toda lógica desde que los humanos somos demasiado humanos y en lugar de ser nuestras virtudes, en general estamos constituidos casi enteramente por nuestros defectos, la visión ha sido, por decir lo menos, parcial.
Claro está que tampoco podré dar la versión del susodicho Acosta, no sólo porque éste, a estar por lo dicho por Algorta, vivía su vida entre los efluvios alcohólicos y otros consumos menos inocentes, sino porque como dijera eufemísticamente el Doctor Carrasco, “lamento decirte que ha cambiado la carátula del expediente, y lo del homicidio a título eventual ha perdido el adjetivo, y no te puedes hacer una idea, mi querido amigo, cuánto pesa ese insignificante cambio semántico, que ahora te hace responsable de homicidio porque el tipo decidió morirse” .
Esto nos pone ante la situación entonces, que debamos dar la nuestra, mi versión, porque nos hemos quedado sin posibilidad de escuchar al otro protagonista de primera línea del desgraciado acontecimiento que motiva el relato. Puesto en ésta perspectiva, déjeme decirle para su alivio, que no voy a relatarle de nuevo toda la historia, porque en lo que tiene que ver con los hechos, relacionados con el encuentro entre éstas dos personas en apariencia tan distintas, y de lo sucedido hasta que ambos fueran a parar a una sala de emergencias, es básicamente lo acontecido, y no habría que ponerle ni sacarle nada. El problema, si es que es tal, consiste en la valoración que de la situación desde su inicio, hace el exitoso empresario Algorta, que en nada contempla la del perdidoso marginal en el que se había convertido su, por ese entonces, compañero de colegio. Vaya por delante que Acosta hizo bastantes méritos, precisamente porque méritos no mostró alguno, para estar en la posición en la que le encontramos nosotros en éste relato. Serán, cómo no, atendibles atenuantes, su historia familiar y todo lo demás, pero bien sabemos, de historias como éstas y aún peores, encontramos individuos que han hecho honor a la raza humana. Pero tampoco deberíamos quedarnos con la visión maniquea – permítame el lector lo extemporáneo de la adjetivación- del otro protagonista, para quien éste marginal exigiéndole ayuda, es una molestia y un fastidio- tanto como puede serlo la arena en los ojos en un día de playa con viento- , y una lacra de una sociedad en la que él, ciudadano ejemplar, poco tiene que ver y mucho que reclamar y quejarse. Ni tanto ni tan poco, mi amigo. Que le hagan sentir que desplazarse en su moderno coche alemán climatizado e insonorizado, es poco menos que un delincuente y expoliador de los oprimidos, causante de todas sus miserias, es, por los menos, una exageración. Pero convengamos también que, por más fastidio justificado le provocara ese chantaje cotidiano, tampoco era para que dejara de considerarles dentro del mismo género y merecedores, por lo menos, de un gesto de mínima humanidad.
Como hemos visto y no será preciso abundar, fue ésta actitud y no otra, la que hizo que lo que comenzó como una situación enojosa como tantas, en una situación de tráfico que es fiel reflejo de una sociedad que, cada vez menos, merece el calificativo de tal, derivara en una situación enfrentamiento y violencia física, que llevó de la mano a un accidente, a todas luces evitable y sin justificación. Que el desenlace del accidente, inesperado por otra parte, haciendo que de una fractura importante derivara un cuadro tan complicado, se debió no sólo al accidente propiamente dicho, sino a una situación de deterioro preexistente, como se encargó de demostrarlo de manera muy eficiente el Doctor Carrasco. Que el accidente se produjo no sólo como consecuencia del incidente que en se momento se desarrollaba entre ambos contendientes, sino que de una manera u otra, también participaron otros protagonistas con su cuota de impericia, imprevisión e imprudencia, también es cierto, y nuevamente el eficaz abogado se encargó de dejarlo claro. Pero todo eso, con ser mucho, no terminó de convencer al Fiscal primero, y al Juez luego, cuando le tipificaron el delito de Homicidio ultra intencional, y le impusieron tres años de cárcel -dejada en suspenso gracias al hábil abogado-, sustituidos por dos años de labores comunitarias, a desempeñar todos los sábados y domingos durante ese lapso, en el instituto que presuntamente se encarga de la custodia, y aún más remotamente, de la rehabilitación de menores infractores, expresión ésta sí que eufemística, para denominar a los delincuentes con edades por debajo de la que la ley fija como imputables.
Esos dos años de fines de semana conviviendo con la descarnada realidad, hicieron que nuestro protagonista se cuestionara muy seriamente el valor de una moneda. Cuando recuperó su registro de conductor, comenzó a conducir su todavía flamante coche alemán, con las ventanillas bajas.

J.M.Jorge
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Código: 1102138489609
Fecha 13-feb-2011 21:07

jueves, 10 de marzo de 2011

Insomnio





El de éste hora es un silencio raro; demasiado silencio para una sola persona. Casi puedo tocarlo, sentir su presencia viscosa rodeando mi cuerpo y el sonido rítmico y torturante del reloj de la sala es apenas un recordatorio del imperio de su nada total, al que hoy día nadie parece querer desafiar. Mala hora para no dormir, para que otra vez caiga presa del insomnio que siento me crece como una hiedra desde dentro de las entrañas para venir a instalarse a sus anchas y acompañarme durante las espantosas horas de la madrugada fría y pegajosa que se adhiere al cuerpo con consistencia de un pegamento. Miro hacia cada rincón y sólo veo las sombras de mis propios recuerdos, altos, viejos, porfiados e impertinentes que insisten en sentarse junto a mí en mi sillón de leer. Acuden sin que les llamen, atropellados, inmisericordes, aves de rapiña que se ceban con el olor fresco de la sangre que brota de las viejas heridas que vuelven a abrirse una y otra vez como si siempre hubieren estado allí. Quizá sólo sean los viejos sueños soñados, que de puro cansados y gastados, aburridos ellos mismos de ser siempre iguales, siempre soñados y olvidados cada día en un rincón como un trapo sucio, se toman la venganza apareciendo en forma de caprichosos recuerdos. Y vienen un día sí y otro también, impunes, sin que nadie les llame, por el puro placer de joderme la vida, como se las estarán jodiendo a los insomnes que al igual que yo escondemos nuestra frustración bajo la tenue luz de una veladora, enredados por la maraña del silencio que nos brota desde la planta de los pies, nos recorre las miembros y se instala en el cuerpo todo dejándolo a su merced. El distante sonido de algún perdido vehículo a lo lejos es un mísero recordatorio que para algunos la anormalidad es su propia normalidad diaria y constante, pero no alcanza a ahuyentar los fantasmas que me rodean y me piden rendición de cuentas. No les quiero mirar, pero les siento callados, mudos y silenciosos, con ese porfiado silencio que adopta un niño enfurruñado cuando quiere conseguir algo y sólo cuenta para hacer su voluntad con el chantaje del capricho. Vienen un día sí y otro también, aunque son lo suficientemente inteligentes y pérfidos como para cambiar su aspecto, aunque yo lo sé de sobra, son siempre los mismos: recuerdos viejos y desdentados, ruinosos en su propia y patética repetición, algunos de ellos inventados a sí mismo a la sombra de los más asiduos y experimentados. Nada dicen, de nada vale preguntarles nada, sólo se ponen allí donde pueda sentirles, exigiendo su cuota diaria de martirio y desazón, de dolor y rabia, a medias mostrando sus risas socarronas y a medias convenientemente ocultos a miradas extrañas. Ellos gozan con perseguir a su dueño y se olvidan del mundo pasado y presente que les rodea. Su objetivo es el hoy y ahora del que han logrado amarrar de sus pies y apretarle sus testículos hasta dejarle sin aliento. No se puede gritar. De nada valdría como no ser provocar un estallido de histeria colectiva en quienes ignorantes del calvario duermen sus propios sueños y hacerles a ellos también víctimas de éstos malhadados perseguidores contumaces. Tengo al alcance de mis manos, que adivino ajadas y temblorosas, como siendo ellas receptoras de toda la carga de ansiedad y frustración del soterrado ataque nocturno, la música que rompa su reinado de silencio y opresión, pero hay algo que me impide hacerlo. Acaso sea la fascinación que produce, al par que crece el miedo incontrolado, la cercanía de la muerte en el que se sabe condenado sin retorno. Afuera la humedad sucia y pegajosa, fría e inclemente del invierno se pasea a sus anchas, calando huesos sorprendidos a la intemperie. De nada valdría me forre en lanas y cueros para salir allí, a ver si a éstos que insisten en seguirme como una sombra, les puedo dejar bajo la doble llave de la puerta de calle de mi apartamento de primer piso, pero como nada tengo para perder es lo que habré de hacer. Un gorro y una bufanda en torno al cuello, unos desgastados guantes de lana negra cada vez menos negros y unas botas y un viejo abrigo y la cautelosa apertura y cierre de una puerta que ella sí, parece entenderme y ponerse de mi lado, guardando un respetuoso silencio, muda ante mi inesperada presencia, sin hacer ninguna incómoda pregunta al estilo de ¿dónde vas a éstas horas?
Todo es muy raro, por lo menos para mí que suelo desvelarme puertas adentro. Ni siquiera los perros, ó los gatos evocadores de amores nocturnos, parecen existir en ésta hora. Ellos también se han sumado a la conspiración de silencio que me rodea. Siento mis pisadas, que quieren ser silenciosas, que lo son pero no lo consiguen del todo en medio de aquél otro silencio que me envuelve como un velo, junto a la fría niebla que asalta mi cara y manos al salir al exterior. Mis pisadas en la grava que conduce hacia la calle son apenas un murmullo, que parece haberse aliado con ese silencio opresivo que se extiende ominoso hasta ocupar cada uno de los rincones por donde paso con mi paso cansino. Apenas ahora el ladrido de un perro suena lejano y como aburrido, mero accidente que no llega a distraer la omnisciencia del sueño huido convertido en recuerdos. El vaho que despide mi respiración, parece él mismo tomar forma y consistencia, como recordándome que no estoy solo y ellos están allí, esperando cobrar su tributo para el que han venido una vez más. Deambulo por calles desiertas y apenas iluminadas, preso de una noche huérfana de luna y estrellas, encapotada y oscura, cerrada y triste, mojada y fría hasta calar los huesos y el alma. En el rellano de un zaguán a la calle, puertas afuera de una vieja casa gris como todo lo gris que me rodea, un amasijo de trapos sucios y oscuros, cubiertos de cartones mal apañados, denuncia un despojo humano que hasta hace un rato debía respirar y por tanto debería considerarse vivo, él también presa de sus sueños de alcohol y miseria, esperando la nada de un nuevo día de vino y porquería recogida del festín de los que tiran lo que sobra. Si llega respirando a la mañana, para ver el nuevo día que ya empezó hace rato, pero aún no ha decidido si mostrará una tenue sonrisa de un sol desmañado y tardío tacaño de calor, ó si seguirá otra vez su letanía de lona gris cubriendo la cabeza de los sufridos expuestos a su malicia y ensañamiento. Me detengo junto a él. Apenas adivino una cara surcada de arrugas y barbas añejas manchada como un felpudo y me digo para mí mismo cuál habrá de ser la mano caritativa que ponga fin a ese sufrimiento, porque no hay manera de convencerme eso sea lo que llamamos vida, que hasta los perros de departamento suelen tener mejor pasar y algunas razones más para vivir que éste mísero despojo abandonado entre cartones.
Sigo mi camino, aunque no sepa cuál es, como no sea deambular hacia la madrugada cada vez más cercana. De entre la penumbra de una calle sin nombre ni luz ni gente que la vistan, surge un vetusto bus, vestido de húmedos verdes color musgo, con sus faros perforando malamente la niebla, sus ventanillas llorando lágrimas heladas que disimulan algunas pocas caras soñolientas que cargan su pena y desamparo hacia ó desde trabajos que no saben de soles ni lunas, míseros pretextos para quienes muriéndose un poco cada día arrastran sus vidas allí donde van como se arrastra el carrito de la compra, con desgano e indolencia, inconscientes puede y algún día será el último, sin tiempo ni aviso para repasar la andadura y vernos las caras con lo pasado, y lo que es peor, lo dejado que sigue allí, como cobrando vida propia lejos de la vida que le dio razón de ser, si es que ello se puede decir. Veo un par de ojos que me miran cansados, cubiertos de un sueño mal dormido, resignados a ser siempre los mismos, hoy que mañana y tan rápido como abruptos aparecieron, desaparecen en un ruido mínimo al tomar en la esquina una calle diferente pero tan igual como la que ahora circulo. Frente a mí adivino un bar donde se empiezan a encender unas tímidas luces blancas, difusa mancha lechosa que se extiende apenas por unos metros en torno del local, horadando la porfiada neblina que penetra por los entresijos del cuello y las mangas, moja pestañas y convierte a la cara en una pista de patinaje sobre hielo a punto de derretirse. El omnipresente silencio es apenas quebrado por el chirrido de una cortina metálica que se levanta, casi junto con la oleada de aroma a pan recién horneado que penetra mi nariz como si fuera una señal. Un malhumorado dependiente, al tiempo que hace a un lado un balde y un paño con el que trapea el piso en agua jabonosa e impregnada de desinfectante que me quema la nariz, ahuyentando la tan fugaz como placentera sensación producida por el aroma de la factura aún caliente, se digna dar vuelta un cartel colgado malamente de la puerta, trocando un Cerrado inmutable y sin levante en un Abierto mucho más prometedor. Haciendo caso omiso al gruñido del simio vestido de blanco enharinado que parece preguntarme qué coño se me ocurre a esa hora, me encaramo en un banquito a la pequeña barra que sigue al mostrador de despacho y con mi mejor cara, que no sé cuál pueda ser porque no quiero ni puedo mirarme en el espejo que inmisericorde insiste en mandarme una imagen de mí mismo que yo no le he pedido, le pido un café con leche y dos media lunas crocantes. Debo esperar a que la máquina caliente para que se cumpla el pedido, tiempo que empleo en darle una y otra ojeada al panorama que me rodea, curiosamente aún envuelto en un murmullo que no se anima a adquirir el tamaño de un ruido, como no queriendo irrumpir sin más en el reino de la noche que recién ensaya su lenta retirada. Sólo una sonora carcajada que proviene de la trastienda donde los trasnochadores elaboradores del pan que pido y deseo me traigan cuanto antes, parece desencajar en ese panorama tristón y melancólico que insiste en quedarse todo el tiempo que le sea posible. Cuando siento el inequívoco sonido de la leche formando espuma en la máquina manipulada por quien parece haber hecho antes tantos cafés en su vida como veces ha inspirado para seguir viviendo, y enseguida suena el pequeño platito blanco que guarda mis dos crocantes media lunas, siento que definitivamente el sueño comienza a abandonarme y tendré que hacerme a la idea de enfrentar un nuevo día que seguro vendrá pertrechado de las mismas horas que todos los demás, acompañados de iguales e ineludibles urgencias y exigencias que son la constante diaria de la vida cada día. Siento mis manos cubiertas aún por los guantes, frías y húmedas, de una humedad pegajosa y desagradable. Quizá debería pasar al baño, quitarme los guantes y lavarme las manos con agua caliente, pero me cuesta salirme de la modorra que me adormece e invade mi voluntad.
Casi sin darme cuenta y para terminar el excesivamente caliente cortado largo, que a costa de dejarme la lengua en llaga viva se llevó otro buen pedazo del sueño que aún me envolvía, me encuentro con el periódico que, pequeño billete verde y fría moneda mediante, he aceptado del tempranero vendedor. Ahora sí estoy hecho para un nuevo día. Desayunado, sin dormir, pero con un buen surtido de malas noticias encerradas en unas veinte páginas de papel diario con olor a tinta fresca, me dispongo a retornar a mi jaula de primer piso, y comienzo a desandar el camino cuando veo en la esquina del desván ocupado por el despojo de los cartones, una Ambulancia y lo que indudablemente es un patrullero policial con sus intermitentes luces rojas y azules quebrando la monotonía de la noche en retirada. Junto a un vallado improvisado con unas cintas amarillas “do not entry” hay un par de curiosos que nunca faltan, dentro de los cuales reconozco al canillita que hace un rato me ha dejado el periódico y sobre el viejo cartonero los médicos que nada pueden hacer, a juzgar por la sábana que le cubre totalmente. Cuando intento preguntar qué pasó al Policía que hace de barrera, recibo al igual que el resto de curiosos un cortante “circulen” y una mirada de pocos amigos que no da lugar a malos entendidos. Sólo el canillita se anima a susurrar como para sí mismo:
-Pero qué bárbaro eh? Lo cosieron a puñaladas al pobre desgraciado…y ni siquiera se molestaron en llevarse el cuchillo, se lo dejaron clavado…yo lo vi cuando recién llegaron…pero cómo está el mundo!!! Hay que joderse con la vida, no? – Y sin que atinara a poder preguntarle nada, montó en su bicicleta cargada y salió como alma que lleva el diablo.
Algo me dijo que allí nada se me había perdido y seguí rumbo a mi casa, donde junto con las primeras luces del día me espera la vecina del primero B sacando su perrita caniche convenientemente vestida de rosado a hacer sus sólidas necesidades al césped comunal con el mismo desparpajo que con seguridad me intentará interrogar sobre mi llamativa presencia madrugadora, nada usual para ella que funge de contralor honorario de los horarios de salidas y entradas de todo el condominio. Si tan sólo tuviera el poder que algunas seriales de televisión les otorgan a los seres todo poderosos, le abriría ahora mismo un ancho y profundo hoyo en la tierra para mandarla exactamente al otro lado del mundo, caniche incluida, a que trate de llevarles el registro de usos y costumbres a unos cuantos millones de chinos dejándome a mí en la paz de mis propias rarezas. Siento que me mira con una mezcla de curiosidad y mal disimulado rechazo, fija su mirada en mis ropas y mis manos y me saluda y pregunta con voz socarrona:
-Buenos días vecino, mire que ha madrugado hoy! Está usted bien?- ¿Pero qué habrá pasado en la otra esquina que está la Policía? ¿No vio usted que pasó por allí?-
Un –buen día Doña Soledad, todo bien…si, ¿y usted? Pues no, pasé por allí y el Policía que está de guardia nos sacó pitando a los curiosos como yo. Por lo que me dijeron, hay un cartonero apuñalado…vaya uno a saber no?-
Y me pregunto: ¿qué mosca le ha picado a ésta vieja que tanto me mira? O es tan raro un tipo madrugando para desayunar y comprar el diario?
Contra todo pronóstico, por detrás del anaranjado pardo y el gris sucio del promontorio de ladrillos y cemento que son los edificios que festonean el este, aparece una cada vez más nítida macha rojiza que anuncia un sol ignorante de insomnios y sueños convertidos en recuerdos mal avenidos. Rodeado de negras nubes dispuestas a dar la diaria pelea, el tipo parece estar dispuesto a levantarse y dar su diario paseo por el cielo del día de invierno como lo hace desde que el mundo es mundo y lo seguirá haciendo hasta que nos encarguemos de hacerle la vida imposible y decida no retornar.
Al girar la llave en la cerradura de mi puerta siento el inconfundible sonido de una radio encendida, un entrechocar de tazas y cubiertos que anuncian el desayuno de mi mujer, que otra vez se habrá despertado con el frío de la ausencia y sólo atinará a preguntarme con la mirada, que es pregunta pero es mudo reproche: ¿pero dónde mierda te metes en medio de la noche?
Sigo raudo hacia el baño cuando siento el frío cortante de la voz de mi mujer que me pregunta, sin preámbulos ni prólogos, como si fuera la cosa más importante en nuestras vidas en ese mismo instante:
-José, ¿dónde has puesto el cuchillo del pan? No está en su lugar y no le encuentro por ninguna parte…¡a qué has sido tú que le has dejado tirado por ahí! - me recrimina más que pregunta.
-No, no sé dónde está, búscalo…yo no recuerdo haberle usado…- le respondo al tiempo que alcanzo la puerta del baño y me sumerjo en él como el sediento en el oasis largamente prometido. Vagamente recuerdo el frío metálico entre mis ropas, el que ahora no puedo sentir porque por más que me revise nada encuentro. Me quito los viejos guantes pegajosos de una sustancia de desagradable olor dulzón y los tiro al canasto de la ropa sucia. Me lavo febrilmente las manos enrojecidas – producto del frío imagino yo aunque vea todo rojo, tal vez por el cansancio que me agobia- y mojo mi cara, y me declaro total y definitivamente cansado, mortalmente cansado, así que de allí nuevamente a la cama, donde ahora no debería quedar el más mínimo rastro de sueño y sin embargo, la tibieza de las sábanas recién abandonadas y el aire viciado de noche, obrarán el milagro de hacerme dormir cuando todos los demás se ponen de acuerdo para vivir sus vidas. Cuando al mediodía me despierte y salga de la ducha, ya veré qué hago con el resto de día que me quede. Por lo pronto, ya estaré desayunado y a medias despierto, con unas cuantas horas por delante lejos de los fantasmas que me persiguieron en la noche y no dudo, volverán junto con las sombras. Pero para eso falta, no mucho, pero falta.
J.M.Jorge
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