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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

viernes, 18 de marzo de 2011

Semáforo en rojo



Relato de sesgo social, escrito para una recopilación, cuya extensión quizá no sea la indicada para el medio digital, queda igualmente expuesto.




Le cuento. Mire le cuento con todo lujo de detalles, pero sabe, lo único le pido es que no me diga nada, no me haga comentarios ni me cuestione, que ya bastante tengo yo con llevar esto.
Vea, todo empezó o comenzó a acabarse – según se vea- con el accidente de tránsito y el traslado a la Emergencia de la Clínica a la que llamaron desde el mismo lugar del hecho, como les gusta decir a los periodistas de crónica roja.
Sabe, yo hago ese trayecto desde mi casa a la Oficina, todas las mañanas y luego a la tarde cuando regreso, y además vuelvo a pasar por el mismo lugar cuando voy hacia la Rambla para mi diaria caminata, los seis kilómetros que llueve ó truene tengo que caminar, porque el médico ya me advirtió que luego del infarto, si no me cuido, soy boleta. Así que paso por las mismas esquinas, los mismos semáforos, las mismas caras, los mismos carteles y comercios por lo menos cuatro veces al día. Se imagina usted que ya me sé de memoria las caras y hasta las marcas y arrugas de cada uno de los habituales ocupantes de esos cruces. Y uno se acostumbra, como a todo en la vida. Al principio nos cuesta, nos resistimos, protestamos, pero al final la realidad siempre es más porfiada y nos terminamos habituando, como todos, no? Supongo a usted le habrá pasado. A todos nos pasa.
A éste en particular no lo tenía muy registrado; me parecía que era nuevo en esa esquina, donde creo recordar había siempre un mudo, que cuando alguien no quería darle su monedita, alguna palabra gruesa se daba maña para decirle. Tampoco estoy seguro, porque son tantos en cada esquina, los consabidos lavadores de parabrisas, que empiezan a amenazar con la botellita de agua jabonosa y el lampazo, y pasan en cinco segundos del ofrecimiento de un supuesto servicio que nadie pide, al más puro mangazo, generalmente adornado con un “vamos, jefe, hago esto para no robar, no me obligue…” , y que te deja la sensación siempre de estar frente a una especie de robo hormiga cuidadosamente organizado, o de impuesto tácito recaudado en forma directa por sus destinatarios. Y luego, peor aún, los chicos. Niños de nueve ó diez años, algunos menos aún, enviados y controlados por padres y padrastros, que con cara de hambre –que la tienen cómo no- y en un ensayado quejido entre mocos, te piden la monedita salvadora.
Entonces pasa que te hartan. Y claro, porque uno no se va a arruinar por dejar una moneda en cada esquina, pero da rabia saber que van a terminar en vino o droga y que de última, terminas incentivando eso, en un círculo vicioso que es el cuento de nunca acabar, lo que no significa que cada vez que fastidiado levantas el vidrio de tu ventanilla y miras para otro lado, no te sientas un perfecto cretino. Y eso también da rabia, porque uno se pregunta por qué tienes que ir por la vida, con lo que honradamente te ganaste, sintiendo le has metido la mano en el bolsillo a alguien o has dejado a otro sin comer. Así que a mí, como a todos los que a diario andamos en las calles, nos sobran motivos para estar más que fastidiados con ese asunto, que lejos de atenuarse parece crecer como hongos bajo la lluvia.
En éste caso en particular, creo recordar que le vi de reojo cuando enfiló hacia mi coche –un BMW que no está hecho precisamente para pasar desapercibido- y como fingí no verle, entretenido en cambiar de estación de radio, me golpeó el vidrio de la ventanilla. Se ve que no le gustó que apenas le haya mirado, o el gesto de mi mano como para espantar una mosca molesta, porque el tipo redobló la apuesta y siguió golpeando con mayor violencia, mientras adivinaba detrás del vidrio, que me reclamaba en tono cada vez más subido, bajara la ventanilla para atenderle. Por suerte la bendita luz verde vino a salvarme y estando como estaba en primera fila, pisé el pedal derecho a fondo, y el automático enganchó las tres ó cuatro marchas en menos de un suspiro. Me di cuenta me había perturbado, porque me temblaban las manos y, estaba seguro, podía oler la adrenalina corriendo por mis venas. Pero no bien hube llegado a la Empresa, esas cosas tenemos, me olvidé del incidente. Tanto me olvidé que a la tarde, para regresar, tomé el mismo camino, y claro está, cuando estaba llegando a esa esquina, me volvió la escena de la mañana, con tanta mala suerte que unos metros antes la amarilla se volvió roja y me obligó a frenar, otra vez en primera fila, carril izquierdo, junto al cantero central de la avenida de doble vía, base de operaciones del hombre.
Miré hacia mi izquierda y en seguida vi que me había identificado y enfilaba directo hacia mí, probablemente porque debió reconocer el coche, y ésta vez sí pude verle directamente. Me pareció un individuo como de unos cinco o quizá ocho años más que yo, muy mal vestido y con trazas de haber dormido en la calle durante largo tiempo, barba crecida y pelo enmarañado, apenas disimulado por un gorro de visera, tan sucio como sus raídos pantalones vaqueros duros de mugre, y tanto como un abrigo de incierto color, del cual emergían por aquí y por allá trozos de su relleno. Lo único que desentonaba en su indumentaria y pude ver de refilón, eran un par de zapatillas de gran porte, de esas que en las ferias las venden como de marca y que probablemente serían robadas. Tenía -prima facie- todas las trazas de un alcohólico perdido y probablemente consumidor de pasta base de cocaína, veneno que circula entre marginales y quienes no lo son tanto, como si fueren aspirinas, y que en poco tiempo les consume el poco cerebro que pudiera quedarles.
Apenas recuerdo el tenor de la discusión y cómo fue que bajé el vidrio, tal vez porque otra vez percibí me estaba insultando, y amenazaba con romperlo. En un instante me encuentro con que el tipo había metido un brazo y tomado de la solapa del abrigo, con una mano que parecía un garfio, mientras emanaban los efluvios propios del alcohol y mugre acumulados. Forcejeamos, mientras procuraba deshacerme de él, y levantar otra vez la ventanilla, cuando veo la roja cambia a amarilla, anunciando la próxima verde, y en el momento que mi pie inicia el movimiento de apretar el acelerador y soltar el freno, siento una explosión que me lanza varios metros hacia delante, con el individuo arrastrado por el brazo trancado en el hueco de la ventanilla que porfiaba por levantar.
Todo pasa en un segundo y creo haber perdido la conciencia un instante, porque cuando con el cuello lanzándome ramalazos de intenso dolor, atino a querer abrir la portezuela, todavía sujeto por el cinturón de seguridad, creo entender que la supuesta explosión debió ser otro coche, que venía a la carrera, y su piloto consideró yo ya estaba en movimiento, calculó mal, y se incrustó en mi paragolpes trasero enviándome al medio de la calzada, y por eso ahora está atravesado en la calle con el capó destrozado, al costado de mi magullado BMW. A mi izquierda, tirado en el suelo y aullando de dolor, el indigente con el que estaba trenzado en el forcejeo, tomándose el brazo que instantes antes tenía metido dentro de mi coche.
Lo que sigue pasó con demasiada rapidez. La gente que se agolpa a ver qué sucedió, llamados a emergencias y policías, el tipo tirado en el piso que se queja y desgrana insultos contra el hijo de puta que le trancó el brazo, ahora quebrado en dos partes, y que para el caso vengo a ser yo. Producto del violento golpe, el cuello vuelve a avisarme que a mí tampoco me resultó gratis, y luego debí desmayarme porque cuando recobré la conciencia, estaba en una Unidad de Emergencia inmovilizado por un collarete y con una máscara de oxígeno en la boca. A consecuencia de algún sedante, que debieron proporcionarme para bajar la excitación que llevaba puesta, volví a adormecerme y sólo recobré el conocimiento en una cama de hospital.
Según me dijo el médico, que concurrió a verme cuando fue avisado estaba consciente, tenía el cuello inmovilizado hasta que estuvieran listos los resultados de la tomografía practicada, porque temían pudiera haber alguna fractura. Y además, estaba siendo estudiado y medicado, porque según surgía de mi historial médico, tenía antecedentes de una dolencia cardíaca grave y debían tomar las precauciones del caso frente a una situación traumática como la producida. Tan rápido como vino y me dijo esto, volvió sobre sus pasos sin darme tiempo a preguntarle qué había pasado y qué cosa sucedió con el hombre que había resultado herido junto conmigo. Tampoco fue necesario, porque cuando volteo la mirada hacia mi derecha, a la cama que, dos metros más allá, compartía habitación conmigo, el mismo individuo desastrado, aunque envuelto en ropas blancas de hospital, con su brazo izquierdo colgando enyesado, me mira y reconoce.
Pude ver en esa mirada oscura, turbia, todo el odio concentrado, acumulado, macerado, por una vida de fracasos, pérdidas y frustraciones, con un rencor que apestaba más que el olor a alcohol y cloroformo de la sala. Intenté hablarle, pero nada me salió, y él sólo se limitó a repetirme que era un perfecto hijo de puta mal nacido y que ya tendría oportunidad de retorcerme el cogote, no bien saliera de ésa.
También, me pareció ver algo más en esa mirada. Algo que por un buen rato me tuvo desconcertado, como si bajo la capa de pelos y suciedad que poblaban su rostro, hubiera otra persona a la que remotamente yo pude haber conocido.
-Así que no me conocés, hijo de puta…eh? Ustedes los ricos pierden la memoria no? – empezó a hostigarme.
-No, no le conozco, pero disculpe…sé que quizá fue mi culpa…señor…yo…-la verdad no sabía qué decirle, porque cuando me habló, otra vez tuve la sensación que no me era del todo desconocido.
-Ahh claro, el señorito… como ahora anda en autos de lujo, camisa blanca y corbata, no conoce la chusma, no? – volvió a la carga destilando odio y rencor, que me apuro a decirlo, todavía creía era en general y no para mí en particular.
-Es que no sé, señor…yo estoy un poco confundido…- intenté ganar tiempo.
-Algorta…siempre el mismo pedazo de mierda…no cambiaste nada Algorta…, “Algorta la tiene corta”… te acordás ahora, hijo de tu mala madre?-
Fue como si me hubiera metido en la máquina del tiempo y en dos segundos me vi sentado en un banco de escuela junto a ese chico pendenciero, con el que a ratos éramos amigos íntimos, y a ratos encarnizados enemigos.
-Acosta!!! No puedo creerlo…Acosta, cómo te iba a reconocer!...-
-…en medio de la mugre vas a decir, no? Eh señorito Algorta? Pues sí…soy Acosta, te acordás de mi segundo apellido no? Claro, cómo no vas a acordarte si era tu muletilla preferida: “ Acosta…Tee…lechea, y después aquello de lo que los demás se partían de risa, no?” …noo claro, qué te vas a acordar…eras pobre vos también en esa época de emparedados de mortadela…pero ahora seguro no te acordás de nada… Algorta viejo…! …siempre pintaste para jodedor, sabés? Desde que comerciabas con las bolitas y figuritas que traías de tu casa, donde tus lindos papás te hacían todos los gustos, verdad?-
Y claro que recordé. Como si fuera ayer lo recordé. Era cierto lo que me decía. Habíamos sido amigos, tanto como nos habíamos peleado, porque éste Acosta siempre había sido peleador y resentido. Recordé la historia años después, de padre alcohólico que mató a la madre y luego se suicidó. Vagamente recordaba algo que un compañero en común, con el que me encontré, me comentó que casi no había estudiado, que había tenido un trabajo en un taller mecánico pero lo habían echado porque pasaba borracho, y que luego había estado una y otra vez preso por robos de poca monta. Nada más supe de él, hasta que la luz roja de ese semáforo, vino a ponernos en el mismo lugar.
A partir de ese momento un gélido muro de desprecio se levantó entre nuestras respectivas camas y Acosta pareció caer en un sopor que le hacía musitar palabras ininteligibles. Al rato un médico joven y una enfermera vinieron a verle y corrieron la frágil cortina que debería separarnos, por lo cual no pude ver qué estaban haciendo, apenas si alcanzaba a escuchar un apagado murmullo que provenía del médico y la enfermera que parecían estar intentando interrogar a Acosta. También a mí me tocó visita médica y me encontraron en un estado de excitación, producto del desagradable intercambio con mi vecino, lo que para el médico constituía un contratiempo, ya que mi dolencia cardíaca requería la mayor tranquilidad, por lo cual indicó me suministraran un sedante, previendo la noche estaba despuntando sombras detrás de los visillos de la única ventana de la sala.
El sedante hizo su efecto, y una vez apaciguadas las emociones del día, me sumergí en un profundo sueño, que sólo vino a abandonarme cuando desde esa misma ventana, los rayos de sol del nuevo día, pasearon su caricia por mi rostro dormido. Cuando acabé de ahuyentar los últimos resabios del sueño que aún persistía, pude ver que la cama a mi lado estaba ahora vacía. Pero, ¿qué había pasado en la noche, que ahora Acosta no estaba ya allí? Sin nadie a quién pedirle noticias de lo sucedido –no me parecía estuviera en condiciones que le hubieran dado el alta ni mucho menos – me entregué a las especulaciones y me pareció recordar, o quizá sólo estaba imaginando, que durante mi sueño en una hora indeterminada de la noche, había oído entre sueños, el ruido apagado del tráfico de personas que iban y venían dentro de la sala, por lo que bien podría haber pasado le hubieran trasladado hacia otro lugar. Tal vez se habrían enterado el incidente verbal que habíamos tenido, o les habría parecido prudente mantenernos alejados uno de otro, después de todo habíamos ido a dar allí precisamente por un accidente que nació de un intercambio de palabras.
Al rato entró una enfermera con una bandeja y detrás de ella una mujer empujando un carrito con los desayunos, dejándome una de ellas conteniendo una taza de té con leche –horror de horrores, quién podrá tomarse semejante porquería por más hambriento que uno esté- y un par de anémicas tostadas, con un dedal de algo así como una mermelada de indefinible color, en la mesilla corrediza que descansaba a mis pies en la cama.
Al momento me fui encima de la enfermera, no tanto para saber qué iba a ser de mí, que aparte de los dolores de cuello que habían vuelto, me parecía debían darme el alta, sino qué había sucedido con Acosta. Porque por más que nunca me hubiera simpatizado mucho y haberle tenido que soportar su explosión de rencor acumulado, bien es cierto habíamos ido a parar allí, producto de ese accidente que juntos nos había tocado vivir.
La enfermera, una mujer gruesa de unos cuarenta y tantos años, con ceño fruncido y cara de pocos amigos, se limitó a una serie de monosílabos afirmativos, algunos pocos y negativos la mayoría. No sabía, no señor, no puedo, no, tendrá que preguntarle al Doctor cuando venga a verle, fue lo más que pude sacarle.
Me controló la temperatura, midió la presión arterial, me colocó un inyectable con mano de seda que apenas reparé en él, y luego de -un buenos días- seco y cortante, se retiró dejándome nuevamente solo con mis pensamientos y dudas.
No habrían pasado más de diez ó quince minutos, cuando por el vidrio de la puerta que daba hacia el pasillo, pude ver un uniforme azul que a intervalos regulares pasaba a izquierda y derecha de la puerta, como si estuviera dando un paseo. Se trataba sin ninguna duda de un agente de Policía, pero qué podía hacer allí, era algo que escapaba a mi comprensión pudiera tener la más mínima relación conmigo.
Esa percepción, una vez más equivocada, habría de encargarse de desnudarla como tal el Dr. Carrasco, mi Abogado, quien en ese momento y sin que yo recordara haberle llamado, y tampoco haber pedido le llamaran, entró con su habitual parsimonia y con cara de contrariado, porque durante el tiempo que permaneciera allí debería abstenerse de fumar sus insoportables cigarrillos negros.
No viejo, me dijo con toda tranquilidad, te equivocas…hay sí un Policía y está ahí por ti, porque me acaban de notificar estás en calidad de detenido e incomunicado.
Haciendo caso omiso a las preguntas que a borbotones pugnaban por salir de mis labios, y mientras mis ojos se lanzaban hacia delante y el corazón emprendía una loca carrera, él siguió hablando imperturbable: anoche estuve con tu mujer pero me dijeron te habían sedado y tal vez ni te diste cuenta, pero el asunto es que el hombre herido está ahora en una Sala de Cuidados Intensivos y el Juez dispuso se investigara el caso porque podría configurar un homicidio ultra-intencional a título eventual, eso si a ése tipo no se le da por morirse. Estuve viendo el informe médico y hablando con los del CTI y me dicen es un tema complicado…parece se descompensó porque tiene problemas de hígado, producto del alcoholismo, y cuando le atropellaste con el parachoques o quizá con la rueda delantera, le produjiste una fractura que le ocasionó una hemorragia interna que no habían detectado. Parece que anoche se les complicó y tuvieron que salir con él a las apuradas para Cuidados Intensivos. Ese Policía en la puerta, ordenado por el Juez, tiene como cometido no dejar pasar a nadie y que nadie hable contigo, salvo yo claro está, hasta que el médico autorice a tomarte declaraciones. Por eso precisamente estoy aquí, porque se lo notificaron a tu mujer y ella me llamó. Ahora tengo que pedirte me cuentes exactamente qué pasó entre tú y ese borracho. Sólo me dirás todo, pero todo lo recuerdes, tal como lo recuerdes, y luego no hables con nadie de esto sin que yo lo sepa.
Presa de la confusión porque aún no entendía muy bien de qué me hablaba con esa presunta acusación, -si sólo se había tratado de un accidente-, empecé a relatarle lo que recordaba. -Estábamos discutiendo con el semáforo en rojo, el tipo había metido el brazo por la ventanilla y tomado de la solapa, salido de sí exigiendo le diera dinero, mientras yo intentaba zafarme y subir el vidrio. En ese momento vi que la luz cambiaba a la amarilla que anuncia verde y en ese preciso instante sentí como una explosión que me lanzó no sé cuantos metros para delante y tal vez haya perdido el conocimiento porque luego me vi tirado en la calle…-
-¿Recuerdas haber acelerado el coche en ese momento?- me interrumpió mi abogado,- porque estuve leyendo el parte de Policía Técnica, y las declaraciones de unos testigos que cruzaban por allí en ese momento, dicen que tú le lanzaste el coche encima al hombre y que el otro coche en realidad venía cruzando con luz verde y se encontró contigo. El informe dice que el hombre se fracturó y recibió diversos traumatismos como resultado de que tu coche lo embistió, como también embestiste al otro vehículo…mira, es importante me digas exactamente qué pasó porque el informe es bien feo para ti…-
-No, claro que no lo recuerdo tal como dice ese maldito informe…yo estaba discutiendo con ese tipo, es cierto, pero el brazo le quedó aprisionado con el vidrio y justó en ese momento me atropellaron y ya no recuerdo más nada…-
Bueno, está bien. Hasta ahora, como usted querido lector, ha podido apreciar y es privilegiado testigo, he escuchado y hemos oído cómo el señor Algorta, porque así se apellida como nos lo recordó Acosta en su breve y rencoroso diálogo, nos ha contado su historia desde su exclusivo punto de vista. Ahora que sabemos los hechos, seré yo quien asuma su interpretación, porque por lo visto, con toda lógica desde que los humanos somos demasiado humanos y en lugar de ser nuestras virtudes, en general estamos constituidos casi enteramente por nuestros defectos, la visión ha sido, por decir lo menos, parcial.
Claro está que tampoco podré dar la versión del susodicho Acosta, no sólo porque éste, a estar por lo dicho por Algorta, vivía su vida entre los efluvios alcohólicos y otros consumos menos inocentes, sino porque como dijera eufemísticamente el Doctor Carrasco, “lamento decirte que ha cambiado la carátula del expediente, y lo del homicidio a título eventual ha perdido el adjetivo, y no te puedes hacer una idea, mi querido amigo, cuánto pesa ese insignificante cambio semántico, que ahora te hace responsable de homicidio porque el tipo decidió morirse” .
Esto nos pone ante la situación entonces, que debamos dar la nuestra, mi versión, porque nos hemos quedado sin posibilidad de escuchar al otro protagonista de primera línea del desgraciado acontecimiento que motiva el relato. Puesto en ésta perspectiva, déjeme decirle para su alivio, que no voy a relatarle de nuevo toda la historia, porque en lo que tiene que ver con los hechos, relacionados con el encuentro entre éstas dos personas en apariencia tan distintas, y de lo sucedido hasta que ambos fueran a parar a una sala de emergencias, es básicamente lo acontecido, y no habría que ponerle ni sacarle nada. El problema, si es que es tal, consiste en la valoración que de la situación desde su inicio, hace el exitoso empresario Algorta, que en nada contempla la del perdidoso marginal en el que se había convertido su, por ese entonces, compañero de colegio. Vaya por delante que Acosta hizo bastantes méritos, precisamente porque méritos no mostró alguno, para estar en la posición en la que le encontramos nosotros en éste relato. Serán, cómo no, atendibles atenuantes, su historia familiar y todo lo demás, pero bien sabemos, de historias como éstas y aún peores, encontramos individuos que han hecho honor a la raza humana. Pero tampoco deberíamos quedarnos con la visión maniquea – permítame el lector lo extemporáneo de la adjetivación- del otro protagonista, para quien éste marginal exigiéndole ayuda, es una molestia y un fastidio- tanto como puede serlo la arena en los ojos en un día de playa con viento- , y una lacra de una sociedad en la que él, ciudadano ejemplar, poco tiene que ver y mucho que reclamar y quejarse. Ni tanto ni tan poco, mi amigo. Que le hagan sentir que desplazarse en su moderno coche alemán climatizado e insonorizado, es poco menos que un delincuente y expoliador de los oprimidos, causante de todas sus miserias, es, por los menos, una exageración. Pero convengamos también que, por más fastidio justificado le provocara ese chantaje cotidiano, tampoco era para que dejara de considerarles dentro del mismo género y merecedores, por lo menos, de un gesto de mínima humanidad.
Como hemos visto y no será preciso abundar, fue ésta actitud y no otra, la que hizo que lo que comenzó como una situación enojosa como tantas, en una situación de tráfico que es fiel reflejo de una sociedad que, cada vez menos, merece el calificativo de tal, derivara en una situación enfrentamiento y violencia física, que llevó de la mano a un accidente, a todas luces evitable y sin justificación. Que el desenlace del accidente, inesperado por otra parte, haciendo que de una fractura importante derivara un cuadro tan complicado, se debió no sólo al accidente propiamente dicho, sino a una situación de deterioro preexistente, como se encargó de demostrarlo de manera muy eficiente el Doctor Carrasco. Que el accidente se produjo no sólo como consecuencia del incidente que en se momento se desarrollaba entre ambos contendientes, sino que de una manera u otra, también participaron otros protagonistas con su cuota de impericia, imprevisión e imprudencia, también es cierto, y nuevamente el eficaz abogado se encargó de dejarlo claro. Pero todo eso, con ser mucho, no terminó de convencer al Fiscal primero, y al Juez luego, cuando le tipificaron el delito de Homicidio ultra intencional, y le impusieron tres años de cárcel -dejada en suspenso gracias al hábil abogado-, sustituidos por dos años de labores comunitarias, a desempeñar todos los sábados y domingos durante ese lapso, en el instituto que presuntamente se encarga de la custodia, y aún más remotamente, de la rehabilitación de menores infractores, expresión ésta sí que eufemística, para denominar a los delincuentes con edades por debajo de la que la ley fija como imputables.
Esos dos años de fines de semana conviviendo con la descarnada realidad, hicieron que nuestro protagonista se cuestionara muy seriamente el valor de una moneda. Cuando recuperó su registro de conductor, comenzó a conducir su todavía flamante coche alemán, con las ventanillas bajas.

J.M.Jorge
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Fecha 13-feb-2011 21:07

2 comentarios:

  1. Interesante relato jorge , siempre es un placer leerte . un abrazo .

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  2. Gracias Manoly, querida amiga, pero mira que tienes paciencia para leerte todo éste rollo, eh? De verdad, os agradezco porque el placer es y será mío siempre. Besos. J

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