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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

jueves, 10 de marzo de 2011

Insomnio





El de éste hora es un silencio raro; demasiado silencio para una sola persona. Casi puedo tocarlo, sentir su presencia viscosa rodeando mi cuerpo y el sonido rítmico y torturante del reloj de la sala es apenas un recordatorio del imperio de su nada total, al que hoy día nadie parece querer desafiar. Mala hora para no dormir, para que otra vez caiga presa del insomnio que siento me crece como una hiedra desde dentro de las entrañas para venir a instalarse a sus anchas y acompañarme durante las espantosas horas de la madrugada fría y pegajosa que se adhiere al cuerpo con consistencia de un pegamento. Miro hacia cada rincón y sólo veo las sombras de mis propios recuerdos, altos, viejos, porfiados e impertinentes que insisten en sentarse junto a mí en mi sillón de leer. Acuden sin que les llamen, atropellados, inmisericordes, aves de rapiña que se ceban con el olor fresco de la sangre que brota de las viejas heridas que vuelven a abrirse una y otra vez como si siempre hubieren estado allí. Quizá sólo sean los viejos sueños soñados, que de puro cansados y gastados, aburridos ellos mismos de ser siempre iguales, siempre soñados y olvidados cada día en un rincón como un trapo sucio, se toman la venganza apareciendo en forma de caprichosos recuerdos. Y vienen un día sí y otro también, impunes, sin que nadie les llame, por el puro placer de joderme la vida, como se las estarán jodiendo a los insomnes que al igual que yo escondemos nuestra frustración bajo la tenue luz de una veladora, enredados por la maraña del silencio que nos brota desde la planta de los pies, nos recorre las miembros y se instala en el cuerpo todo dejándolo a su merced. El distante sonido de algún perdido vehículo a lo lejos es un mísero recordatorio que para algunos la anormalidad es su propia normalidad diaria y constante, pero no alcanza a ahuyentar los fantasmas que me rodean y me piden rendición de cuentas. No les quiero mirar, pero les siento callados, mudos y silenciosos, con ese porfiado silencio que adopta un niño enfurruñado cuando quiere conseguir algo y sólo cuenta para hacer su voluntad con el chantaje del capricho. Vienen un día sí y otro también, aunque son lo suficientemente inteligentes y pérfidos como para cambiar su aspecto, aunque yo lo sé de sobra, son siempre los mismos: recuerdos viejos y desdentados, ruinosos en su propia y patética repetición, algunos de ellos inventados a sí mismo a la sombra de los más asiduos y experimentados. Nada dicen, de nada vale preguntarles nada, sólo se ponen allí donde pueda sentirles, exigiendo su cuota diaria de martirio y desazón, de dolor y rabia, a medias mostrando sus risas socarronas y a medias convenientemente ocultos a miradas extrañas. Ellos gozan con perseguir a su dueño y se olvidan del mundo pasado y presente que les rodea. Su objetivo es el hoy y ahora del que han logrado amarrar de sus pies y apretarle sus testículos hasta dejarle sin aliento. No se puede gritar. De nada valdría como no ser provocar un estallido de histeria colectiva en quienes ignorantes del calvario duermen sus propios sueños y hacerles a ellos también víctimas de éstos malhadados perseguidores contumaces. Tengo al alcance de mis manos, que adivino ajadas y temblorosas, como siendo ellas receptoras de toda la carga de ansiedad y frustración del soterrado ataque nocturno, la música que rompa su reinado de silencio y opresión, pero hay algo que me impide hacerlo. Acaso sea la fascinación que produce, al par que crece el miedo incontrolado, la cercanía de la muerte en el que se sabe condenado sin retorno. Afuera la humedad sucia y pegajosa, fría e inclemente del invierno se pasea a sus anchas, calando huesos sorprendidos a la intemperie. De nada valdría me forre en lanas y cueros para salir allí, a ver si a éstos que insisten en seguirme como una sombra, les puedo dejar bajo la doble llave de la puerta de calle de mi apartamento de primer piso, pero como nada tengo para perder es lo que habré de hacer. Un gorro y una bufanda en torno al cuello, unos desgastados guantes de lana negra cada vez menos negros y unas botas y un viejo abrigo y la cautelosa apertura y cierre de una puerta que ella sí, parece entenderme y ponerse de mi lado, guardando un respetuoso silencio, muda ante mi inesperada presencia, sin hacer ninguna incómoda pregunta al estilo de ¿dónde vas a éstas horas?
Todo es muy raro, por lo menos para mí que suelo desvelarme puertas adentro. Ni siquiera los perros, ó los gatos evocadores de amores nocturnos, parecen existir en ésta hora. Ellos también se han sumado a la conspiración de silencio que me rodea. Siento mis pisadas, que quieren ser silenciosas, que lo son pero no lo consiguen del todo en medio de aquél otro silencio que me envuelve como un velo, junto a la fría niebla que asalta mi cara y manos al salir al exterior. Mis pisadas en la grava que conduce hacia la calle son apenas un murmullo, que parece haberse aliado con ese silencio opresivo que se extiende ominoso hasta ocupar cada uno de los rincones por donde paso con mi paso cansino. Apenas ahora el ladrido de un perro suena lejano y como aburrido, mero accidente que no llega a distraer la omnisciencia del sueño huido convertido en recuerdos. El vaho que despide mi respiración, parece él mismo tomar forma y consistencia, como recordándome que no estoy solo y ellos están allí, esperando cobrar su tributo para el que han venido una vez más. Deambulo por calles desiertas y apenas iluminadas, preso de una noche huérfana de luna y estrellas, encapotada y oscura, cerrada y triste, mojada y fría hasta calar los huesos y el alma. En el rellano de un zaguán a la calle, puertas afuera de una vieja casa gris como todo lo gris que me rodea, un amasijo de trapos sucios y oscuros, cubiertos de cartones mal apañados, denuncia un despojo humano que hasta hace un rato debía respirar y por tanto debería considerarse vivo, él también presa de sus sueños de alcohol y miseria, esperando la nada de un nuevo día de vino y porquería recogida del festín de los que tiran lo que sobra. Si llega respirando a la mañana, para ver el nuevo día que ya empezó hace rato, pero aún no ha decidido si mostrará una tenue sonrisa de un sol desmañado y tardío tacaño de calor, ó si seguirá otra vez su letanía de lona gris cubriendo la cabeza de los sufridos expuestos a su malicia y ensañamiento. Me detengo junto a él. Apenas adivino una cara surcada de arrugas y barbas añejas manchada como un felpudo y me digo para mí mismo cuál habrá de ser la mano caritativa que ponga fin a ese sufrimiento, porque no hay manera de convencerme eso sea lo que llamamos vida, que hasta los perros de departamento suelen tener mejor pasar y algunas razones más para vivir que éste mísero despojo abandonado entre cartones.
Sigo mi camino, aunque no sepa cuál es, como no sea deambular hacia la madrugada cada vez más cercana. De entre la penumbra de una calle sin nombre ni luz ni gente que la vistan, surge un vetusto bus, vestido de húmedos verdes color musgo, con sus faros perforando malamente la niebla, sus ventanillas llorando lágrimas heladas que disimulan algunas pocas caras soñolientas que cargan su pena y desamparo hacia ó desde trabajos que no saben de soles ni lunas, míseros pretextos para quienes muriéndose un poco cada día arrastran sus vidas allí donde van como se arrastra el carrito de la compra, con desgano e indolencia, inconscientes puede y algún día será el último, sin tiempo ni aviso para repasar la andadura y vernos las caras con lo pasado, y lo que es peor, lo dejado que sigue allí, como cobrando vida propia lejos de la vida que le dio razón de ser, si es que ello se puede decir. Veo un par de ojos que me miran cansados, cubiertos de un sueño mal dormido, resignados a ser siempre los mismos, hoy que mañana y tan rápido como abruptos aparecieron, desaparecen en un ruido mínimo al tomar en la esquina una calle diferente pero tan igual como la que ahora circulo. Frente a mí adivino un bar donde se empiezan a encender unas tímidas luces blancas, difusa mancha lechosa que se extiende apenas por unos metros en torno del local, horadando la porfiada neblina que penetra por los entresijos del cuello y las mangas, moja pestañas y convierte a la cara en una pista de patinaje sobre hielo a punto de derretirse. El omnipresente silencio es apenas quebrado por el chirrido de una cortina metálica que se levanta, casi junto con la oleada de aroma a pan recién horneado que penetra mi nariz como si fuera una señal. Un malhumorado dependiente, al tiempo que hace a un lado un balde y un paño con el que trapea el piso en agua jabonosa e impregnada de desinfectante que me quema la nariz, ahuyentando la tan fugaz como placentera sensación producida por el aroma de la factura aún caliente, se digna dar vuelta un cartel colgado malamente de la puerta, trocando un Cerrado inmutable y sin levante en un Abierto mucho más prometedor. Haciendo caso omiso al gruñido del simio vestido de blanco enharinado que parece preguntarme qué coño se me ocurre a esa hora, me encaramo en un banquito a la pequeña barra que sigue al mostrador de despacho y con mi mejor cara, que no sé cuál pueda ser porque no quiero ni puedo mirarme en el espejo que inmisericorde insiste en mandarme una imagen de mí mismo que yo no le he pedido, le pido un café con leche y dos media lunas crocantes. Debo esperar a que la máquina caliente para que se cumpla el pedido, tiempo que empleo en darle una y otra ojeada al panorama que me rodea, curiosamente aún envuelto en un murmullo que no se anima a adquirir el tamaño de un ruido, como no queriendo irrumpir sin más en el reino de la noche que recién ensaya su lenta retirada. Sólo una sonora carcajada que proviene de la trastienda donde los trasnochadores elaboradores del pan que pido y deseo me traigan cuanto antes, parece desencajar en ese panorama tristón y melancólico que insiste en quedarse todo el tiempo que le sea posible. Cuando siento el inequívoco sonido de la leche formando espuma en la máquina manipulada por quien parece haber hecho antes tantos cafés en su vida como veces ha inspirado para seguir viviendo, y enseguida suena el pequeño platito blanco que guarda mis dos crocantes media lunas, siento que definitivamente el sueño comienza a abandonarme y tendré que hacerme a la idea de enfrentar un nuevo día que seguro vendrá pertrechado de las mismas horas que todos los demás, acompañados de iguales e ineludibles urgencias y exigencias que son la constante diaria de la vida cada día. Siento mis manos cubiertas aún por los guantes, frías y húmedas, de una humedad pegajosa y desagradable. Quizá debería pasar al baño, quitarme los guantes y lavarme las manos con agua caliente, pero me cuesta salirme de la modorra que me adormece e invade mi voluntad.
Casi sin darme cuenta y para terminar el excesivamente caliente cortado largo, que a costa de dejarme la lengua en llaga viva se llevó otro buen pedazo del sueño que aún me envolvía, me encuentro con el periódico que, pequeño billete verde y fría moneda mediante, he aceptado del tempranero vendedor. Ahora sí estoy hecho para un nuevo día. Desayunado, sin dormir, pero con un buen surtido de malas noticias encerradas en unas veinte páginas de papel diario con olor a tinta fresca, me dispongo a retornar a mi jaula de primer piso, y comienzo a desandar el camino cuando veo en la esquina del desván ocupado por el despojo de los cartones, una Ambulancia y lo que indudablemente es un patrullero policial con sus intermitentes luces rojas y azules quebrando la monotonía de la noche en retirada. Junto a un vallado improvisado con unas cintas amarillas “do not entry” hay un par de curiosos que nunca faltan, dentro de los cuales reconozco al canillita que hace un rato me ha dejado el periódico y sobre el viejo cartonero los médicos que nada pueden hacer, a juzgar por la sábana que le cubre totalmente. Cuando intento preguntar qué pasó al Policía que hace de barrera, recibo al igual que el resto de curiosos un cortante “circulen” y una mirada de pocos amigos que no da lugar a malos entendidos. Sólo el canillita se anima a susurrar como para sí mismo:
-Pero qué bárbaro eh? Lo cosieron a puñaladas al pobre desgraciado…y ni siquiera se molestaron en llevarse el cuchillo, se lo dejaron clavado…yo lo vi cuando recién llegaron…pero cómo está el mundo!!! Hay que joderse con la vida, no? – Y sin que atinara a poder preguntarle nada, montó en su bicicleta cargada y salió como alma que lleva el diablo.
Algo me dijo que allí nada se me había perdido y seguí rumbo a mi casa, donde junto con las primeras luces del día me espera la vecina del primero B sacando su perrita caniche convenientemente vestida de rosado a hacer sus sólidas necesidades al césped comunal con el mismo desparpajo que con seguridad me intentará interrogar sobre mi llamativa presencia madrugadora, nada usual para ella que funge de contralor honorario de los horarios de salidas y entradas de todo el condominio. Si tan sólo tuviera el poder que algunas seriales de televisión les otorgan a los seres todo poderosos, le abriría ahora mismo un ancho y profundo hoyo en la tierra para mandarla exactamente al otro lado del mundo, caniche incluida, a que trate de llevarles el registro de usos y costumbres a unos cuantos millones de chinos dejándome a mí en la paz de mis propias rarezas. Siento que me mira con una mezcla de curiosidad y mal disimulado rechazo, fija su mirada en mis ropas y mis manos y me saluda y pregunta con voz socarrona:
-Buenos días vecino, mire que ha madrugado hoy! Está usted bien?- ¿Pero qué habrá pasado en la otra esquina que está la Policía? ¿No vio usted que pasó por allí?-
Un –buen día Doña Soledad, todo bien…si, ¿y usted? Pues no, pasé por allí y el Policía que está de guardia nos sacó pitando a los curiosos como yo. Por lo que me dijeron, hay un cartonero apuñalado…vaya uno a saber no?-
Y me pregunto: ¿qué mosca le ha picado a ésta vieja que tanto me mira? O es tan raro un tipo madrugando para desayunar y comprar el diario?
Contra todo pronóstico, por detrás del anaranjado pardo y el gris sucio del promontorio de ladrillos y cemento que son los edificios que festonean el este, aparece una cada vez más nítida macha rojiza que anuncia un sol ignorante de insomnios y sueños convertidos en recuerdos mal avenidos. Rodeado de negras nubes dispuestas a dar la diaria pelea, el tipo parece estar dispuesto a levantarse y dar su diario paseo por el cielo del día de invierno como lo hace desde que el mundo es mundo y lo seguirá haciendo hasta que nos encarguemos de hacerle la vida imposible y decida no retornar.
Al girar la llave en la cerradura de mi puerta siento el inconfundible sonido de una radio encendida, un entrechocar de tazas y cubiertos que anuncian el desayuno de mi mujer, que otra vez se habrá despertado con el frío de la ausencia y sólo atinará a preguntarme con la mirada, que es pregunta pero es mudo reproche: ¿pero dónde mierda te metes en medio de la noche?
Sigo raudo hacia el baño cuando siento el frío cortante de la voz de mi mujer que me pregunta, sin preámbulos ni prólogos, como si fuera la cosa más importante en nuestras vidas en ese mismo instante:
-José, ¿dónde has puesto el cuchillo del pan? No está en su lugar y no le encuentro por ninguna parte…¡a qué has sido tú que le has dejado tirado por ahí! - me recrimina más que pregunta.
-No, no sé dónde está, búscalo…yo no recuerdo haberle usado…- le respondo al tiempo que alcanzo la puerta del baño y me sumerjo en él como el sediento en el oasis largamente prometido. Vagamente recuerdo el frío metálico entre mis ropas, el que ahora no puedo sentir porque por más que me revise nada encuentro. Me quito los viejos guantes pegajosos de una sustancia de desagradable olor dulzón y los tiro al canasto de la ropa sucia. Me lavo febrilmente las manos enrojecidas – producto del frío imagino yo aunque vea todo rojo, tal vez por el cansancio que me agobia- y mojo mi cara, y me declaro total y definitivamente cansado, mortalmente cansado, así que de allí nuevamente a la cama, donde ahora no debería quedar el más mínimo rastro de sueño y sin embargo, la tibieza de las sábanas recién abandonadas y el aire viciado de noche, obrarán el milagro de hacerme dormir cuando todos los demás se ponen de acuerdo para vivir sus vidas. Cuando al mediodía me despierte y salga de la ducha, ya veré qué hago con el resto de día que me quede. Por lo pronto, ya estaré desayunado y a medias despierto, con unas cuantas horas por delante lejos de los fantasmas que me persiguieron en la noche y no dudo, volverán junto con las sombras. Pero para eso falta, no mucho, pero falta.
J.M.Jorge
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4 comentarios:

  1. Te felicito por tu texto.
    ¡Me parece magnífico!

    ¡Un gran y cordial saludo!

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  2. Enhorabuena, tu relato es sensacional, tu manara de escribir es muy buena, atrae a leer aún más, un saludo.

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  3. Compacto, lógico, atrayente, de esos relatos que no quieres dejar por la mitad, de los que debes leer de inicio a fin en una sentada. Buen relato este.

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  4. A Susi, O.F. y Corazón: gracias chicas, sóis mas que amables, no sólo por los comentarios, sino por dedicarme una parcela de vuestro tiempo para leerme. Que además os guste y merezca la mitad de los generosos elogios que me hacéis, es motivo de orgullo, redoblado entusiasmo por que lo hago y gusta, y a su vez, un no menor desafío de estar a la altura que vosotras me ponéis. De vosotras, Jorge

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