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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

miércoles, 12 de junio de 2013

La ventana habitada




El hombre llegó, cansado y somnoliento, a su habitación de hotel; un sexto piso a la calle. Sintió que ya había estado allí, en ese hotel, esa misma habitación, quizás porque todas parecen ser iguales unas a otras. Dejó su maleta al pie de la cama, el bolso de mano fue a parar encima de la minúscula mesa escritorio, los zapatos -aún con los cordones atados- liberaron sus pies hinchados y quedaron tirados de cualquier modo, como testigos de un cansancio viejo que nunca terminara de irse. Se aflojó la corbata y como un reflejo que siempre le acompaña, se arrimó a la ventana y descorrió la pesada cortina, dejando a la vista pasear libremente por la noche reflejada en los numerosos ventanales iluminados de los altos edificios, al otro lado de la calle.

Miró sin mirar, allí más abajo, a la izquierda, una pareja de viejos con un enorme perro a los pies, que miran televisión; casi frente suyo una adolescente en jogging baila al son de los auriculares puestos en sus orejas mirando al vacio. Lo mismo, repetido: una noche como cualquiera, en una calle como otras con gentes como todas las demás.

Pero no. Cuando tomó entre sus dedos la cortina para volverla a su lugar, sintió el peso de una mirada. Se detuvo en el gesto, levantó sus ojos y buscó en la selva de vidrio y luces esos ojos que sentía posados en su cuerpo, como si estuvieran llamándole. Un poco a la derecha unos dos pisos por encima, recostada al cristal de una puerta ventana de piso a techo, las cortinas abiertas, la imagen recortada en la semioscuridad de la minúscula terraza, en contraste con las luces provenientes del interior. Una imagen quieta, estática, con un cigarrillo consumiéndose entre sus dedos, estaba ella. El hombre, sin darse cuenta, había abierto en parte su ventana y una ráfaga de viento le hizo correr un escalofrío por el cuerpo. Tal vez no haya sido el viento, apenas un leve fresco en una noche primaveral que desmentía al invierno. Lo más probable es que fuera el desasosiego que le producía esa mirada quieta, inerte e inerme, fija, como si siempre hubiera estado allí, en las sombras, esperándole.

Era ella, no cabía dudarlo. A fuerza de soñarla conocía hasta el más mínimo de sus gestos, cada detalle de su rostro y sus cabellos, incluso la minúscula brasa roja que se aproximaba peligrosamente a sus largos dedos le resultaban familiares.
Se dijo, más bien se preguntó, si ella estaba esperándole, si seguía allí mirándole o solo miraba al vacio, tal vez algo, detrás suyo, de lo que él no atinaba a darse cuenta. Ensayó un gesto levantando una mano que quedó, muda en el aire, sin que al otro lado hubiera ni un signo de respuesta. Pero era ella, de eso no cabía duda alguna, tal como él sabía  que ella era. Esperó, enfriándose, sin atreverse a cerrar la ventana, a dar un paso o hacer un movimiento que pudiera romper el hechizo. No sabe cuánto estuvo allí.

Al cabo de un tiempo que pudo haber sido eterno, se abrió paso en su cabeza el martilleo del teléfono; de seguro la recepción para pedirle algún dato olvidado. Volteó hacia su izquierda, como queriendo decirle al aparato ahora no, no puedo atenderte y cuando tras ese fugaz instante su torso volvió a la posición original y con ella la vista hacia el frente, allí donde ella fumaba, nada había. La luz se había fugado, las persianas estaban bajas, ni el más mínimo rastro de que dentro hubiera ahora o haya habido antes signo alguno de su presencia.

Quién era esa mujer? Él la conocía, aunque nunca le hubiera visto, aún cuando no haya mirado su rostro sino apenas adivinado, igual estaba seguro que le conocía, no de ahora, sino de antes, desde mucho antes, pero, ¿de dónde? y ¿de cuándo? ¿Es que acaso se lo había imaginado? Miró la pequeña pantalla del radio reloj encima de la mesilla de noche, pasadas las once nada le decía. Obedeciendo a un impulso del que no conocía el origen, como si alguien le estuviera indicando ahora debes hacer esto, sigue por aquí o por allá, fue hasta el teléfono y disco el "0" para la recepción. A qué hora ingresé, si exacto, quiero saber a qué hora me registré. Si, espero. Gracias. Si? Veinte y treinta dice? Bien, gracias. Dos horas y media desde que llegó a la habitación y se asomó a la ventana. Dos horas y media de las que ahora no sabía cómo habían transcurrido. ¿Es que tal vez se había quedado dormido y simplemente fue un sueño? La ventana donde había visto -o soñado que vio- a la misteriosa mujer, permanecía indudablemente oscura.

Sin saber por qué, de vuelta empujado por un impulso que le mandaba saber qué misterio encerraba ese sueño que serlo no podía -él no recordaba haber dormido y la cama no tenía huella alguna de que siquiera se le hubiera tirado encima-, se calzó y bajó  hacia la planta baja. Salió a la calle, a la noche todavía templada, llena de parejas y grupos que por aquí y por allá iban y venían hacia sus lugares de diversión, propios del viernes a la noche. Cruzó la calle y fue hacia la puerta del edificio señalado, buscando en el piso ocho, donde debía estar el departamento de la ventana ahora cerrada. Se inclinó sobre el portero eléctrico. En uno  de los dos pequeños rectángulos blancos del octavo – en el otro un par de apellidos italianos desconocidos-, había un agujero, como diciendo no existo, no insistas, única de las veintidós unidades del condominio sin una sola identificación.

Hubo de vencer la desconfianza y el temor del portero, a lo que tal vez haya ayudado los modales educados y ceremoniosos del visitante, tanto como el color verde del billete que discretamente deslizó en su mano al consultarle qué deseaba. La ventana está sobre la izquierda del edificio, piso 8 dice? Pues, no señor, debe estar equivocado, ese departamento está desocupado desde hace años; allí vivía una mujer sola, hace mucho sí, ahora sólo viene cada tanto una sobrina a hacer una limpieza y se va. Qué cómo era la señora, dice usted. Pues, diría que todavía joven, unos cuarenta, cuarenta y poco, vivía sola sí, pues no lo sé señor, debía ser divorciada o viuda tal vez, yo no lo supe, era muy reservada ella, apenas salía, le traían la compra al departamento, muy de vez en cuando salía, no más allá de la esquina  para comprar sus cigarrillos, americanos con filtro, esos mismos, largos, fumaba todo el día la señora. Que qué pasó con ella? Bueno, pero usted pregunta mucho, no? Que podría tener una atención más por las molestias? Bueno, no me malinterprete, pero una ayudita nunca viene mal. Sí, usted me preguntaba sobre qué había pasado con ella? Que cuánto hace que no la veo? Bueno, no sé con exactitud, pero desde que pasó lo que pasó. Si, muerta, claro. Cayó desde la terraza de su departamento. De noche, si. Hace años. No, no sabría decirle cuánto hace de ello. Que ésta noche estaba la luz  encendida, dice usted?. No, mire señor, me parece que usted se equivoca, allí no podía haber nadie, no hay nadie, me entiende. Mire, usted me cae simpático, sabe? Venga, tengo llave del departamento, vayamos y lo ve por usted mismo, no hay nadie allí. Sólo le pido darle una mirada nada más y luego volvemos, eh? arriesgo mi empleo, sabe? 

Ascensor, veinticinco segundos exactos, un corto pasillo, la pequeña luz que ilumina débilmente la cerradura, la mano hábil del portero que abre, le recibe la penumbra, silencio y oscuridad. El portero enciende una luz lateral. A su frente un ambiente grande, dos puertas a la derecha, de seguro hacia los dormitorios y cocina, al fondo la puerta ventana que da hacia la terraza, cerrada, casi totalmente. Un débil movimiento de la cortina delata que la ventana no ha sido correctamente cerrada.


Un silencio pesado, húmedo, viejo y pegajoso, como si fueran miles de telarañas pegándose al cuerpo de los intrusos. Flotando en el ambiente, el aroma de los cigarrillos rubios, americanos, de los que él no fumó nunca pero puede identificarlos casi como si le acompañaran desde siempre. En el rincón, al lado de la puerta ventana, una planta, silenciosa e indiferente, misteriosa como quien habría sido su dueña, y sobre la maceta una colilla, recién apagada. La boquilla todavía mojada, húmeda de saliva. Dice el portero que no puede ser, allí no vive nadie. Desde hace años, nadie. No, no puede ser, bajemos señor porque no puedo estar aquí con usted, debo volver. Sí, claro, gracias, gracias, volvamos, dijo el hombre, envolviendo la colilla entre sus dedos, las manos en los bolsillos, desconcertado. 

martes, 7 de mayo de 2013

OtroLunes para todos: http://otrolunes.com/27/

Está publicado el número 27 de la Revista Hispanoamericana de Cultura OTROLUNES, fundada y dirigida por el premiado escritor cubano Amir Valle y que cuenta con la colaboración de prestigiosos escritores de toda Hispanoamérica. Les invito a visitarla, bucear en sus páginas y descubrir un universo de literatura viva y actualidad social apasionante. El enlace a mi columna, en la Sección Otra Opinión, titulada "La Biblia y el Calefón" es el siguiente: http://otrolunes.com/27/otra-opinion/la-biblia-y-el-calefon/

miércoles, 24 de abril de 2013

Un breve discurso



He vivido bastante y sin embargo viajado poco. De Japón, ni soñar. Sin embargo los caprichosos hechos me pusieron allí. Hay una delegación comercial al país de los volcanes y los cerezos, en la que los diplomáticos encargados de ella insisten en incluir empresarios, asignándoles un cupo dentro de la misma. Son las organizaciones de éstos quienes designan a sus representantes y vaya uno a saber por qué en éste caso le ofrecieron un lugar a la que vagamente pertenezco y aleatoriamente represento por el único y dudoso mérito de disponer del tiempo que otros no tienen. Son apenas tres días, luego de un viaje monstruosamente largo, en los que nos limitamos a ver pedazos de ciudad a través de ventanillas de coches oscuros y de altos ventanales en oficinas inundadas de aire acondicionado.
La noche previa al regreso, el Emperador en persona recibe a parte de la delegación, encabezada – tan sólo una manera de decir- por quien, a falta de otra opción, funge de Canciller de nuestra minúscula republiquita. El protocolo, sagrado entre nuestros amables huéspedes, prevé un breve discurso, a lo más tres minutos, de un representante oficial y otro del sector empresarial. En la tarde, el Canciller en persona me comunica que quien había sido designado para acompañarle en los discursos se ha indispuesto y no podrá ir, habiéndome designado para ello. Me pide ajustarme estrictamente al tiempo asignado y la temática de relaciones entre ambos países, y me deja con el pesado fardo sobre las desprevenidas espaldas.
Abrumado, me pregunto qué hago allí, en una habitación de un lujoso hotel nipón, pensando en una charla que debí haber tenido con la dueña de una mirada que, desde allá lejos en mi país, no me deja dormir en las largas noches orientales. Con un par de hojas en la mano, redacto un breve discurso, apenas le doy un vistazo sin prestarle atención, y doblado lo guardo en el bolsillo del saco que he de llevar al magno evento.
A la hora indicada los seis integrantes de la comitiva somos metidos en sendas limusinas de vidrios oscuros y escoltados salimos hacia el Palacio donde se celebrará el encuentro. Durante la próxima hora sonrío hacia derecha e izquierda sin saber a quién, hago más reverencias de las que hice nunca en mi vida, me mantengo parado cuando los demás lo hacen y me siento cuando los amables gestos indican que lo haga. El Canciller, sentado a mi lado, frente al pequeño Monarca, me susurra si he preparado el discurso, que ahora me toca, debo ir hasta el atril colocado a un costado, flanqueado por sendas banderas de ambos países. Le respondo que sí y cuando me lo indica, me levanto y camino, como si no fuera yo mismo quien va dando los inseguros pasos hasta el podio. Un solícito señor de sonrisa perenne ajusta la altura del micrófono y con gestos me invita a pronunciar el discurso. Sin saber muy bien por qué saco las hojas del saco, las abro y dejo encima del atril, miro hacia la distinguida y seria audiencia, hago un rápido repaso del fasto que me rodea, propio de películas que tanto me fascinaban, las dejo a un lado y comienzo a hablar. Me sorprendo haciéndolo sobre el poder y lo efímero de la vida, cosa que seguramente no debía ser lo esperado. Hablo sin escucharme, mirando alternativamente al Emperador, al resto de los asistentes, en particular una joven que se sienta a la derecha de quien parece ser el Primer Ministro y cada tanto, a nuestro Canciller que, tenso y con cara de pocos amigos, me hace una imperceptible pero inconfundible seña que debo terminar. Así lo hago, doblo las hojas sin usar, las coloco nuevamente en el bolsillo del saco y vuelvo a mi lugar en la mesa. La indiferencia del Canciller y las heladas sonrisas de los anfitriones más cercanos son una pista firme que mi desempeño no ha sido el más indicado.
Recuerdo poco de lo sucedido luego, apenas una vaga sensación -mezcla cansancio y fastidio- de las interminables horas de avión y luego un viaje por barco para llegar a mi ciudad, a donde arribo con las últimas luces de la tarde. El viaje a través del río ancho como mar es relativamente breve y sereno, no obstante lo cual me mata la ansiedad por llegar de una vez. La bruma de la tardecita cubre con un velo la densa vegetación que parece avanzar sobre las aguas, imponente y amenazadora, como si al llegar al pequeño atracadero, me estuviera metiendo dentro de las fauces de un colosal monstruo hambriento de vidas humanas. Bajo con mi breve equipaje, descarto el ofrecimiento de un taxi y salgo arrastrando valija y cansancio por el empedrado, húmedo y oscuro, de las calles antiguas de mi pequeña ciudad.
Entre ladridos de perros, llego al fin a la puerta, tras la cual tengo la esperanza me esté esperando ella, la dueña de la mirada que no me permite conciliar el sueño. Tras una breve espera, aparece detrás del escondite de una luminosa sonrisa, me abraza y se apura a cargar con la maleta para dejarla a un lado e invitarme a la mesa donde tiene todo dispuesto para una cena de a dos.
Sentados ambos, con los platos frente nuestro que inevitablemente irán a enfriarse, siento que debo -sin más dilaciones- decirle lo que debí haber hecho antes de emprender el viaje, pero, una vez más no logro articular ni una de las palabras del torrente que pasa por mi cabeza. Aturdido, mientras ella sonríe como comprendiendo mi confusión, acierto a meter la mano en el bolsillo y sacar aquellas dos hojas de papel garabateadas que nunca usé y, sin pensarlo, comienzo a leerle lo que allá lejos había escrito. Allí estaba todo lo que había querido decirle antes y no sabía cómo. Una declaración de amor en toda regla, puesta por escrito, como no había sido capaz de hacerla en palabras. Dice ella que fueron tres minutos, maravillosos tres minutos.  

sábado, 13 de abril de 2013

De sauces y romances



A esa hora en que el día se ha desprendido de las últimas rémoras de la noche y ha entablado su diaria cita con el sol de verano, el rumor suave del agua mansa que corre sobre el lecho de límpida arena suena en mis oídos atentos como la melodía de la naturaleza festejando la vida. A esa fiesta se suma una bandada de pájaros multicolores que introducen sus dulces notas a la de la suave brisa en las ramas de los árboles, apenas insinuada como una tenue caricia a flor de piel.
Sobre la orilla, los sauces doblan sus sensuales ramas en un beso tímido, como acercándose en puntas del pie al ser amado, receloso de quebrar la magia del momento en que sus hojas, por fin, tocan el agua. Romance fugaz con esa frágil dama cantarina que toca, insinúa y sigue su curso en la búsqueda de nuevas promesas.
Junto al rugoso tronco de ese sauce llorón -por qué llorón si sólo hamaca suavemente sus elegantes ramas en un eterno juego de seducción que convoca la risa y no el llanto- , mi cuerpo aún recorrido por las gotas de agua, se tiende al placentero descanso de la sombra refrescante, mientras veo sus cabellos que emergen y vuelven a ocultarse en la corriente.
El primaveral cuerpo se entrega a la voluptuosa caricia del agua fresca que parece querer detenerse un instante ante tanta belleza. La sonrisa a flor de piel, la inocente risa franca que gorjea junto a los trinos de una pareja de blanquirojos cardenales que se suman a la celebración de la límpida mañana trocada en esplendente mediodía.
Cuando al fin comienza a salir del agua, despidiéndose de sus caricias, mi vista recorre su tierna figura sobre cuya dorada piel las últimas gotas se resisten a abandonarle. Apenas un instante después, cuando frente a mi expectante impaciencia, por fin sus ojos miel posan en mí su mirada de radiante felicidad, creo intuir que el paraíso está allí, al alcance de la mano. De nada más necesita el espíritu para ser feliz. Es ese momento mágico que la vida no podrá arrebatarnos nunca y que vivirá en nosotros como una semilla, esperando caer en tierra fértil para volver a germinar.
A aquél verano le sucedieron muchos, las alegrías fueron tantas y tan distintas, como también las tristezas y desazones que esa corruptora de esperanzas que es la vida, se encarga de cargarnos. Cada vez que ello sucede, basta volver al rumor de los sauces y su eterno romance con el agua que le acaricia, para devolverme gota a gota el néctar de aquella felicidad celosamente guardada, junto a la imagen vívida de una mirada color miel.

lunes, 8 de abril de 2013

Dos enormes ojos negros y una mariposa dibujada



El murmullo era el clásico de todos los encuentros sociales donde todos hablan de todo entre sí y nadie,  o casi nadie, escucha a nadie. La larga mesa poblada de opinantes hambrientos a la caza del primer plato. El sonido de los cubiertos que lucha palmo a palmo con la intrascendencia de las conversaciones de paso. El aburrimiento que me avanza desde dentro como una hiedra que crece. Disimular, de eso se trata; hay que parecer muy, muy interesado. Y cuando nada parece tener arreglo en una noche para el olvido, hay un brazo perfectamente torneado terminado en una fina mano que coge delicadamente una botella de un Tannat-Merlot y, por detrás de ella- la mano- una voz dulcemente modulada que interroga retóricamente, porque el líquido violáceo viaja incontenible a la copa que espera, ¿se sirve vino, Señor? Una sonrisa se vislumbra detrás de unos blancos dientes apenas dibujados y la sombra de unas largas pestañas que apenas disimulan una mirada fugaz e intensa, de un negro aterciopelado como la noche que los postres del verano nos regala. Dos enormes ojos negros que  sugieren una mirada y bastan para que la noche se convierta en una larga espera de la próxima visita. Son dos mariposas que, leves y sutiles, danzan entre las mesas, se posan y siguen aquí y allá dejando el néctar de su luz, intensa, vibrante.
Es la mariposa que asoma tímidamente sus alas del escote de la ajustada prenda negra, dueña de todas las miradas, mostrando las puntas de sus multicolores alas, mientras su delicado cuerpo se interna, imaginado y sugerido, en la profundidad de lo adivinado.
Miradas que sólo se interrumpen cuando en la delgada franja de piel que asoma entre su ajustado pantalón a la cadera y la negra malla, dibuja un entramado de rosas donde otras mariposas han bebido con antelación.
Nada de lo que pase ya, ni los aplausos para los discursos ensayados al calor de la copa repetida, ni las apasionadas argumentaciones de los vecinos de comida, podrán distraerme un solo instante del intenso placer del goce del espectáculo ofrecido -ignorado por todos- con el poder de quien se sabe poseedora del mágico encanto de la seducción.
Seducción que se repite en cada pasaje con una botella que viaja incansable, siempre mesurada como si fuere una delicada coreografía de ballet, hasta la copa que, como el corazón y la sangre desbocada, esperan con ansia una nueva gota de placer. Seducción que se sublima con el sugerente aroma floral que apenas disimula en el roce de las manos –no buscadas, deseadas- el otro aroma, el de la fresca piel ofrecida.
A los postres una nueva sonrisa cómplice, que es despedida pero no es, que se sabe sugerencia sin serlo, caminando en la ambigüedad del deseo despertado, y unas pestañas que cierran unos ojos negros que penetran como si fueran dos puñales.


La vuelta de esa noche mágica, envuelto aún en el sueño de lo vivido, se torna una película que pasa, cuadro a cuadro, frente a mis ojos para quedarse impregnada en mis sentidos como si fuere el más intenso de los perfumes. Eran dos enormes ojos negros. Y una mariposa que acompañará mi sueño, volando entre mis fantasías, sabiendo que fue tan real como el aroma de esa piel de porcelana, apenas sentida en el más fugaz y breve de los roces.  

lunes, 25 de marzo de 2013

El frío en la mano



Hay un sofá, no muy amplio pero suficiente para dos personas una junto a la otra, y junto a él una lámpara de pie que derrama una luz amarillenta que se adhiere por la mullida alfombra y las paredes pintadas de un color melocotón, en torno a los muebles de sobria madera, mientras suena en el ambiente una música tenue, acordes de jazz o blues que recorren las paredes como un interminable eco.
Frente a ellos –ustedes, los padres- están sus hijos. Son mayores, habrán venido de visita, como cada fin de semana. En otra habitación chisporrotea el jolgorio de niños jugando. Quien esta a su lado es su mujer, su compañera. Están tomados de la mano y ella le mira. Una y otra vez le observa fijamente; no parece escuchar lo que usted está diciendo, usted tampoco parece darle importancia a lo que dice, como sus hijos que le miran, en silencio. Hay algo de irrealidad en esa escena tan común, de familia reunida. Las voces no parecen tener volumen; es como si alguien hubiese apretado un botón y le hubiere sacado a la vida todo sonido. Está usted con su compañera, con las manos enlazadas conversan, pero no parece que usted sea escuchado. La sonrisa de su esposa tiene un algo de congelado en el rostro, parece puesta allí para mostrarle que está junto a usted. Y luego está la mano. Por ella penetra imperceptiblemente un frío glacial, como si entre sus dedos tuviera un trozo de hielo. Mira a sus hijos y en ellos nada ve que no haya visto siempre: jóvenes que van por la vida dando tumbos, siempre corriendo, bebiéndose la vida de a borbotones, ansiosos por escucharse a sí mismos. Mira otra vez el rostro de su compañera y un escalofrío -nacido de la mano helada- le recorre la espalda, se le mete en los huesos, le paraliza la sangre. Ella está muerta. Está junto a usted, le sonríe, en apariencia está escuchándole, pero no, está ausente. Sin embargo,  nadie parece darle importancia a lo que pasa. Únicamente usted advierte que ella sólo parece estar allí, viva, junto a usted y los demás. Sin embargo puede usted verlo con toda claridad, con terrorífica y meridiana claridad: ella está muerta, no sabe cómo ni cuándo, tampoco cómo es posible que eso esté pasando, pero es así. Quiere esbozar una pregunta, llamar la atención de sus hijos, lanzar un grito, cualquier cosa que signifique hacer algo para alterar la horrenda película en la que todos parecen estar participando como protagonistas involuntarios, como si todos estuvieran viéndose a sí mismo a través de una pantalla sin poder hacer nada para saltarse a la realidad o salir de ella. 
Los hijos han intercambiado miradas -huidizas, nerviosas- y con el pretexto de atender a los chicos, se han levantado y salido hacia la cocina cerrando la puerta tras de ellos, dejándolo a usted a solas con ella -su señora- que sigue mirándole imperturbable, la risa congelada en ese rostro que amó y ama, pero tras cuya mirada inerte usted ve la sonrisa burlona de la parca, agazapada, las garras afiladas, gozando su momento. Intenta soltar esa mano; quiere levantarse y hacer cualquier cosa que rompa con esa imagen congelada que les ha invadido a ambos -juntos, pero separados por el más insondable de los abismos, el único y definitivo que separa la vida de la muerte, pero nada de ello es posible. Es como si esa mano y su mirada le hubieren petrificado. No puede dejar de estar allí y seguir mirándole, sin articular palabra, tan sólo mirar sin ver la sonrisa transparente, etérea, sin contenido, de su esposa.
En la cocina los hijos cuchichean; el varón pasa su brazo sobre los hombros de la hermana menor, ella sostiene un pañuelo entre sus manos temblorosas, sus hombros se sacuden al ritmo de un llanto apretado. No escuchamos lo que dicen, pero es claro hablan de su madre, allí sentada, ausente, mirando hacia el vacío, con la mano desmayada encima del sofá, como si ahora mismo estuviera viendo a su marido, al padre de ambos, como si ello fuera posible aún.

domingo, 17 de marzo de 2013

Diálogos Celestiales: Crónicas de cuando los neo-populistas llegan al Cielo


Son las 17 horas del 5 de Marzo y a las puertas del Cielo, enormes y etéreas, como flotando en el aire carente de sustancia, ha llegado el Comandante. Allí no hay nadie que le reciba ni cartel que diga qué hacer, únicamente un enorme aldabón con forma de aro, al cual el recién llegado debe aferrarse para llamar a quien quiera que sea que esté del otro lado de la puerta. Es que el Comandante ha tenido un largo viaje, muy accidentado; cuando estaba para partir siempre aparecía alguna cosa que intentaba retenerlo. Para peor, hacía mucho tiempo que él sabía le habían sacado el boleto para el viaje, pero lo fue demorando todo lo que pudo, aunque haya sido a costa de dolores sin cuento.
Ahora al fin ha llegado y está llamando a la puerta, ansioso por saber qué o quienes estarán esperándole, suponiendo como supone la noticia de su viaje se ha de haber desparramado por todo el cielo y habrá millones de almas esperando para verle. Toca una vez y el sonido, cantarín y juguetón, sale brincando entre nubes hasta perderse en los confines del reino. Aguarda un momento sin que haya tenido respuesta y cuando, impaciente, va a golpear una segunda vez, la enorme puerta comienza a girar lenta y pesadamente, dejando ver una especie de camino empedrado de nubes, al final de cuyo recorrido hay tres puertas, una junto a la otra, una más grande al centro y las dos restantes, a derecha e izquierda, del mismo tamaño, tan lejanas que no alcanza a ver qué dicen los carteles que cuelgan de ellas. A su frente, un gigante barbado, vestido únicamente por una túnica blanca que se confunde con las nubes, le examina de arriba abajo y le ordena pasar.
-Yo soy el Comandante…comienza a esbozar el recién llegado, mientras atraviesa el enorme portalón, pasando junto al gigante que le deja a él, tan luego, pequeñito a su lado.
-Sabemos quién es usted…lo sabemos todo…le dice el gigante…hace tiempo le esperábamos pero al parecer le han estado demorando.
Usted…es San Pedro? , alcanza a preguntar el Comandante, aprovechando el silencio del gigante barbado.
Jajaja!...se carcajea él, pero nooo, ¿cómo se le ocurre? Él no atiende a nadie personalmente, yo soy el encargado de conducirle a donde esté dispuesto en cada caso. Vea, Hugo, déjeme decirle algunas cosas antes de seguir el camino…le voy a llamar por su nombre porque acá no hay grados ni jerarquías entre quienes llegan, entiende? Lo de Comandante se queda allá abajo…, ahora me va a acompañar a la puerta del medio. Es la del Purgatorio, y a cada lado, esas puertas más chicas, ¿las ve?, bueno, la de la derecha es la que lleva al Paraíso y la de la izquierda es la del Infierno – qué paradoja, no? ustedes allá abajo utilizan eso de derecha e izquierda también- , el Infierno le decía…Dios me libre y guarde…espero no le toque ir allí, dicen cosas muy feas de ése lugar.
A ésta altura del monólogo recitado por el anfitrión, el alma del ex comandante anda ya bastante nerviosa, desacostumbrada a recibir órdenes, hacerle esperar, cosas ésas para las que no lo prepararon.
Cuando llegan ante la puerta del medio, en cuyo centro cuelga un cartel indicando, en todas las lenguas posibles, que allí es el Purgatorio, a donde vaya uno a saber por qué ha sido asignado cuando él estaba seguro le correspondía la del Paraíso, sin más trámite, que, suponía sin mucho asidero, debería estar a la izquierda y no a la derecha como acaban de informarle.
-Pase Hugo…le dice el gigante en el momento que le franquea la puerta. Tras ella se abren una serie de compartimientos, todos siguiendo una ondulante línea hasta perderse en el horizonte celeste. –Como ya estábamos avisados que estaría llegando hicimos los preparativos para asignarle su lugar…es el primero a la izquierda…pase usted…tendrá por compañía a un viejo amigo suyo lo que le va a hacer más llevadera la espera, que de aquí uno sabe cuándo entra pero nunca cuándo se sale…vaya a saber…los tiempos del cielo no son los de allá abajo, aunque por lo que sé ustedes también tienen algunos de ésos que los encierran y nunca saben cuándo van a salir no? le dice el barbado guiñándole un ojo e indicándole al huésped que espera, los que momentáneamente les pone – al barbado y al huésped- en igualdad de condiciones en lo que a ojos se refiere.
El que espera y sale a recibirle, con una media sonrisa entre alegre y amarga no es otro que su querido, su dilecto y entrañable hermano camarada compañero Néstor…allí está con la mirada extraviada envolviéndolo en un prolongado abrazo.
-Hugo!!!
-Néstor!!!
El abrazo se prolonga, ambos ocultan el llanto que les recorre el alma despojada de cuerpo, apenas una ilusión que les da forma e identidad a sus propios ojos.
-Hugo, hermano, qué pena hayas tenido que venirte, con todo lo que nos quedó por hacer allá abajo, pero por otro lado me alegro tanto! Si tendremos para conversar…con el tiempo que llevo aquí sin poder hablar con nadie…esperando nada más…
-Néstor, qué sorpresa! Con Cristina te hacíamos en el Paraíso desde el primer minuto…pero qué injusticia, chico…cómo te van a tener aquí…esto tiene que ser un error…ya mismo voy a exigirle al barbudo éste que nos lleve con San Pedro…estoy seguro que cuando nos vea y sepa quiénes somos nosotros de inmediato nos hace llevar al Paraíso, en limusina y con habitaciones presidenciales, faltaba más
-Mirá ché Hugo, lamento desilusionarte, pero las cosas son más complicadas por aquí…yo ya he tenido que ir a audiencia como una docena de veces…apenas me dejan hablar, no me permiten nombrar abogados – dice que acá nada tienen que hacer- y lo peor es el Fiscal…nos quiere para él y está haciendo todo lo posible para mandarnos al Infierno…
-Pero Néstor, que eso no puede ser, chico! A ver quién ese tal Fiscal, que tú y yo sabemos de métodos infalibles para solucionar éstas cosas, no? Me extraña de ti que lo hiciste tan bien allá abajo y ahora te dejas manosear por un fiscalito de tres al cuarto…
-Es el Demonio…Hugo
-Será todo lo demonio que quiera…pero no hay uno de ésos que no tenga precio…y si no funciona, nosotros conocemos otros métodos más expeditivos, no? le apura Hugo.
-No Hugo, no, no has entendido…te digo que el Fiscal es Lucifer…Luzbel…Mefistófeles… Satanás pues…¡el Diablo mismo!, el propio que nos quiere asar…
-Pero...pero, y por qué? balbucea Hugo, presa del desconcierto…pensando a toda máquina…por aquí debe haber andado Míster Danger metiendo la cola…ya se sabe, con los billetes del Imperio son capaces de comprar al mismísimo Diablo…
-No sé Hugo, no lo sé querido amigo, yo hace tiempo que no pienso en otra cosa…si yo estaba seguro que iba directo…pero bueno, parece que acá las cosas son distintas…me han dicho tantas cosas…como que de lo que hayamos dado allá abajo nos tocará el doble aquí y lo que hayamos negado, lo mismo…el doble…y viste? acá, entre nosotros, algún pecadillo cometimos no?...a algunos mandamos dársela, aunque bien merecido lo tendrían por fachos y reaccionarios, digo yo! Ahora que eso no cuenta…no hay justicia hermano!
-Ah no! exclamó Hugo…eso sí que no…yo por lo menos tengo que estar a la derecha del Libertador, ni hablar de menos…ya mismo vamos a exigirle al barbado nos lleve con San Pedro así aclaramos éste malentendido…otra cosa no puede ser…
Inútil la rebatiña del ex comandante, porque del gigante no quedan ni rastros. En ese despojado cubículo, donde el tiempo parece haberse congelado, no queda nadie más que él y su amigo Néstor, al que un aire de tristeza y resignación parecen haberle teñido la expresión; nada más lejos de aquél formidable autoritario que supo ser allá abajo…¡joderse con la muerte! Mira tú en qué nos convierte…y todavía a esperar como si fuéramos cualquier piojo…
-Sí, Huguito querido, lamento decirte que es así…no tenemos derecho a nada…mira, cuando llegué acá quise ver alguna gente amiga que yo suponía deberían estar ya en el Paraíso o camino de él…pedí ver al Che, bueno, pregunté por Ernesto claro está…por el General, Juan Domingo claro!...tampoco…me ignoraron…a lo sumo el propio Diablo me guiñaba un ojo – que no sé si no se estaba burlando de mí, por lo del ojo, viste?- y me decía que no podía asegurarlo porque en sus dominios cada vez tenía más gente…de los más encumbrados…pero que le sonaban esos nombres…así que tú ves por dónde va la cosa…Pero bueno, mientras esperamos contame…¿qué es del hermano Fidel? ¿Cuándo viene?
-Pahh…mirá Néstor…no sé…después de lo mío no sé si se va a querer encontrar conmigo…ése parece haber hecho algún arreglo directo con el Fiscal porque cualquiera diría que piensa quedarse allá abajo por los siglos de los siglos…para mejor se aprovechó de mi estado y me impuso al platanote a cargo de mi reino…ya ves tú a dónde iremos a parar…tú por lo menos dejaste a Cristina…¡qué mujer hermano! No hay con qué darle…los tiene locos a todos…bueno…los tenía porque ahora, cuando venía para acá me enteré de una muy mala noticia…ya sabrás tú…
-Qué?...lo del traidor Garzón que anda queriendo ocupar mi lugar ya sabes dónde? preguntó – rencoroso- Néstor.
-No, no, peor Néstor, mucho peor…el que manda acá nombró nuevo representante allá abajo…y a qué no sabés qué? puso un argentino!!!
-¡¡¡Argentina nomá pa todo el mundo!!! saltó de gozo Néstor, echando mano a la albiceleste que creía llevar puesta todavía…¡Ar-gen-ti-na!…¡Ar-gen-ti-na! que no ni no…somos los más grandes…Gardel, Maradona, Perón y el Che…y ahora un Papa?
-Sí Néstor, Papa argentino sí, pero a qué no sabes quién?, preguntó – misterioso- Hugo
-A ver…dejame pensar..nooo? Nooo!!! Bergoglio!!!
-El mismo, Néstor, el mismo…que cuando me enteré me quería morir, pero claro, llegó tarde porque ya me había muerto…fijate que la bestia de Nicolás llegó a decir que yo había intercedido para que lo nombraran…se precisa ser subnormal para mandarse semejante estupidez…ja! El predilecto de Fidel…
-Pero ché Hugo, no puede ser! Y el resto de los hermanos revolucionarios no hace nada?
-Qué van a hacer…manga de inútiles se la pasan lagrimeando…del Evo mejor ni te cuento porque es para llorar…ya ves…los únicos que siempre caen parados son nuestros hermanos los hermanos de la isla…con amigos como ésos quién precisa de enemigos y yo, fíjate por dónde, que me creía muy vivo, me vine a entregar en sus brazos, enterito y desnudo…te juro que cuando me abrazó el diablo viejo me acordé de la historia del Judas y el beso a Jesús…bueno…ahí estuvo bueno, me encerraron y de ahí para acá fue un viajecito sin retorno…- monologaba Hugo- pero decime Néstor, y ahora qué hacemos? Tenemos que hablar con Él sin intermediarios, estoy seguro que voy a convencerlo que nos mande a la mejor suite…
-Pues hermano Hugo…no sé…no quiero desanimarte pero verlo a Él es imposible y hablar todavía más…para mejor te tengo otra muy mala noticia…
-Qué Néstor, qué más?
-Del Diablo, parece que dos por tres hace arreglos con Él, directos…no sé, pero se dice por aquí que cuando Él se quiere quedar con alguna almas, le entrega dos o tres de peces gordos como nosotros al Diablo y a cambio Lucifer le permite llevarse unas cuantas para su bendito Paraíso…yo la veo fea hermano…!qué querés que te diga¡…si por lo menos pudiéramos llamar a un referéndum ya nos arreglaríamos no? Pero acá no corre…así que a esperar…
-Néstor, hermano del alma…¿tú estás sintiendo olor a quemado como yo?...
Cuando ambos amigos discurrían de tal suerte, el Diablo metió su cola y nos cortó la señal, así que lo que haya seguido sucediendo con ambos no lo sabremos ya, a menos que podamos comunicarnos otra vez, cosa difícil de suponer habida cuenta los estragos que andan sucediendo por sus, ahora, pasados dominios terrestres.
(Continuará…)