A esa hora en que el día se ha
desprendido de las últimas rémoras de la noche y ha entablado su diaria cita
con el sol de verano, el rumor suave del agua mansa que corre sobre el lecho de
límpida arena suena en mis oídos atentos como la melodía de la naturaleza
festejando la vida. A esa fiesta se suma una bandada de pájaros multicolores
que introducen sus dulces notas a la de la suave brisa en las ramas de los
árboles, apenas insinuada como una tenue caricia a flor de piel.
Sobre la orilla, los sauces doblan
sus sensuales ramas en un beso tímido, como acercándose en puntas del pie al
ser amado, receloso de quebrar la magia del momento en que sus hojas, por fin,
tocan el agua. Romance fugaz con esa frágil dama cantarina que toca, insinúa y
sigue su curso en la búsqueda de nuevas promesas.
Junto al rugoso tronco de ese sauce
llorón -por qué llorón si sólo hamaca suavemente sus elegantes ramas en un
eterno juego de seducción que convoca la risa y no el llanto- , mi cuerpo aún
recorrido por las gotas de agua, se tiende al placentero descanso de la sombra
refrescante, mientras veo sus cabellos que emergen y vuelven a ocultarse en la
corriente.
El primaveral cuerpo se entrega a la
voluptuosa caricia del agua fresca que parece querer detenerse un instante ante
tanta belleza. La sonrisa a flor de piel, la inocente risa franca que gorjea
junto a los trinos de una pareja de blanquirojos cardenales que se suman a la
celebración de la límpida mañana trocada en esplendente mediodía.
Cuando al fin comienza a salir del
agua, despidiéndose de sus caricias, mi vista recorre su tierna figura sobre
cuya dorada piel las últimas gotas se resisten a abandonarle. Apenas un
instante después, cuando frente a mi expectante impaciencia, por fin sus ojos
miel posan en mí su mirada de radiante felicidad, creo intuir que el paraíso
está allí, al alcance de la mano. De nada más necesita el espíritu para ser
feliz. Es ese momento mágico que la vida no podrá arrebatarnos nunca y que
vivirá en nosotros como una semilla, esperando caer en tierra fértil para
volver a germinar.
A aquél verano le sucedieron muchos,
las alegrías fueron tantas y tan distintas, como también las tristezas y
desazones que esa corruptora de esperanzas que es la vida, se encarga de
cargarnos. Cada vez que ello sucede, basta volver al rumor de los sauces y su
eterno romance con el agua que le acaricia, para devolverme gota a gota el
néctar de aquella felicidad celosamente guardada, junto a la imagen vívida de
una mirada color miel.
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