Hay un sofá, no muy
amplio pero suficiente para dos personas una junto a la otra, y junto a él una
lámpara de pie que derrama una luz amarillenta que se adhiere por la mullida alfombra
y las paredes pintadas de un color melocotón, en torno a los muebles de sobria
madera, mientras suena en el ambiente una música tenue, acordes de jazz o blues
que recorren las paredes como un interminable eco.
Frente a ellos
–ustedes, los padres- están sus hijos. Son mayores, habrán venido de visita,
como cada fin de semana. En otra habitación chisporrotea el jolgorio de niños
jugando. Quien esta a su lado es su mujer, su compañera. Están tomados de la
mano y ella le mira. Una y otra vez le observa fijamente; no parece escuchar lo
que usted está diciendo, usted tampoco parece darle importancia a lo que dice,
como sus hijos que le miran, en silencio. Hay algo de irrealidad en esa escena
tan común, de familia reunida. Las voces no parecen tener volumen; es como si
alguien hubiese apretado un botón y le hubiere sacado a la vida todo sonido.
Está usted con su compañera, con las manos enlazadas conversan, pero no parece
que usted sea escuchado. La sonrisa de su esposa tiene un algo de congelado en
el rostro, parece puesta allí para mostrarle que está junto a usted. Y luego
está la mano. Por ella penetra imperceptiblemente un frío glacial, como si
entre sus dedos tuviera un trozo de hielo. Mira a sus hijos y en ellos nada ve
que no haya visto siempre: jóvenes que van por la vida dando tumbos, siempre
corriendo, bebiéndose la vida de a borbotones, ansiosos por escucharse a sí
mismos. Mira otra vez el rostro de su compañera y un escalofrío -nacido de la
mano helada- le recorre la espalda, se le mete en los huesos, le paraliza la
sangre. Ella está muerta. Está junto a usted, le sonríe, en apariencia está escuchándole,
pero no, está ausente. Sin embargo, nadie parece darle importancia a lo que pasa. Únicamente
usted advierte que ella sólo parece
estar allí, viva, junto a usted y los demás. Sin embargo puede usted verlo con toda
claridad, con terrorífica y meridiana claridad: ella está muerta, no sabe cómo
ni cuándo, tampoco cómo es posible que eso esté pasando, pero es así. Quiere
esbozar una pregunta, llamar la atención de sus hijos, lanzar un grito,
cualquier cosa que signifique hacer algo para alterar la horrenda película en
la que todos parecen estar participando como protagonistas involuntarios, como
si todos estuvieran viéndose a sí mismo a través de una pantalla sin poder
hacer nada para saltarse a la realidad o salir de ella.
Los hijos han
intercambiado miradas -huidizas, nerviosas- y con el pretexto de atender a los
chicos, se han levantado y salido hacia la cocina cerrando la puerta tras de
ellos, dejándolo a usted a solas con ella -su señora- que sigue mirándole imperturbable,
la risa congelada en ese rostro que amó y ama, pero tras cuya mirada inerte
usted ve la sonrisa burlona de la parca, agazapada, las garras afiladas, gozando
su momento. Intenta soltar esa mano; quiere levantarse y hacer cualquier cosa
que rompa con esa imagen congelada que les ha invadido a ambos -juntos, pero
separados por el más insondable de los abismos, el único y definitivo que
separa la vida de la muerte, pero nada de ello es posible. Es como si esa mano
y su mirada le hubieren petrificado. No
puede dejar de estar allí y seguir mirándole, sin articular palabra, tan sólo
mirar sin ver la sonrisa transparente, etérea, sin contenido, de su esposa.
En la cocina los
hijos cuchichean; el varón pasa su brazo sobre los hombros de la hermana menor,
ella sostiene un pañuelo entre sus manos temblorosas, sus hombros se sacuden al
ritmo de un llanto apretado. No escuchamos lo que dicen, pero es claro hablan
de su madre, allí sentada, ausente, mirando hacia el vacío, con la mano
desmayada encima del sofá, como si ahora mismo estuviera viendo a su marido, al
padre de ambos, como si ello fuera posible aún.
No hay comentarios:
Publicar un comentario