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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

sábado, 16 de abril de 2011

Mal día para despertar





Sus dedos, torpes aún sin la ayuda de los ojos legañosos, entrecerrados por el sueño, reptaron hacia la mesa de noche donde, ignorante de él, descansaba el teléfono móvil en cuyo interior, oh maravilla, aguardaba la agenda del día, que despertado en un sobresalto, le urgía consultar.
El teléfono se sintió malamente empujado fuera de la mesita donde dormía y quitada violentamente su base de apoyo, se puso a rebotar en el suelo, cual pelota de goma que no era, dejando en el primer impacto parte de su cubierta, en la segunda alguna de sus vísceras para en el tercero y definitivo salto, que le llevó derrengado a situarse debajo de la silla, donde impasible su ropa observaba la escena, deteniéndose definitivamente destruido.
Ahogó la imprecación que subía por su garganta, la que con el ruido habría despertado a su mujer, obligándole a sumar una molesta explicación al fastidio de haberse quedado sin ayuda, que le indicara cuál era la cosa tan importante que le había arrancado del sueño, dejándolo librado a la siempre frágil memoria. Molesto consigo mismo, buscó con sus pies las pantuflas bajo la cama, y a tientas salió rumbo al baño, metiéndose a la ducha que se encargaría de llevarse, junto con los restos de sueño, el incipiente malhumor. Nada de eso. Éste habría de crecer, porque por más que girara el grifo del agua caliente, desnudo ya bajo el duchero, ésta caía ignorante de su temperatura en estado natural, es decir, fría. Ahora, sólo en el baño, no debió ahogar imprecación alguna, pudiendo insultar soezmente sin reservas, mientras tiritando terminaba de sacarse el champú de la cabeza y con él, lo que quedaba del sueño terminado abruptamente.
Bajo la espuma que cubría su cara, mientras los pensamientos se habían perdido en los meandros de sus inquietudes postergadas por unas horas, las tres hojas cortantes de la maquinilla bajaban por la barba, en un gesto repetido trescientas veces al año, sólo que el ardor finísimo y el punto rojo debajo de ella, denotaban el corte que, allí estaba, se había infligido, punto más para aumentar la creciente irritación. Irritación que se vería reforzada al encontrarse en la cocina con que café no había y de las últimas tres naranjas, de donde saldría el infaltable jugo de la mañana, sólo una había resistido el paso del tiempo.
Se vistió como pudo, pensando que éste no era de los días que figurarían en su vida como de los mejor iniciados, despachó una botellita de yogur por todo desayuno, y puso la llave en la cerradura, que abierta le franquearía la puerta, traspuesta la cual estarían los cuatro tramos de escalera que le llevarían a la puerta de calle, y de allí, cincuenta metros más allá, cruzada ésta por la esquina, la parada del bus en el que, dentro de exactos diez minutos estaría, en medio de otros tantos soñolientos y malhumorados pasajeros, yendo hacia su oficina. Pero la cerradura, ésta mañana, había decidido no girar, dejándole encerrado. Puteó a gusto, olvidado ya si su mujer despertaba o no, mientras forcejeaba con la maldita llave que, provista de una voluntad propia hasta ahora desconocida, se negaba a abrirle la puerta. Sólo después de sentir sus dedos doloridos de tanto hacer el inútil esfuerzo, sacó la llave, reparando entonces, no era esa la que la cerradura esperaba, porque la que tenía delante de sus ojos, correspondía a la puerta de calle. Un poco más de malhumor, mientras cambiaba de llave y ahora sí, como por arte de magia, la cerradura giró dejándole la puerta en condiciones de ser mansamente abierta. Salió presuroso al pasillo y de allí a poner el primer pie en el escalón, primero de los seis del primer tramo, que repetidos en los tres restantes, daban los veinticuatro que le separaban del suelo, sin reparar en que, bajo la suela de sus zapatos, crujía algo que luego, parecían granos de arroz desparramados por algún malhadado vecino. Sintió cómo su pié izquierdo salía despedido al vacío, mientras el derecho no atinaba a sostenerle repentinamente abandonado a esa tarea, dejándole con sus posaderas violentamente depositadas en el filo de un escalón y de allí, resbalando dolorosamente hasta detenerse en el primer descanso. Abruptamente, sintió que un intenso dolor subía desde el coxis hacia su espalda toda, mientras su cuerpo era invadido por el mismo recorriéndole piernas y brazos, pero cegado por la rabia e impotencia, sacó fuerzas de flaqueza y como pudo, se incorporó bajando uno a uno los restantes dieciocho escalones, ahora firmemente agarrado al pasamanos que antes había ignorado.
Marchó hacia la puerta, mirando en su reloj de pulsera, los minutos avanzaban inexorables indicándole estaba a punto de perder el autobús que a esa misma hora ya debía estar en la parada, dejándole a la espera del próximo en media hora o más, con lo que una odiada llegada tarde, preámbulo de incómodas explicaciones, se abría ante su furiosa mirada.
Dejando de lado dolores y presagios, salió disparado hacia la esquina, en donde el autobús comenzaba a moverse hacia el centro de la calzada, haciéndole desesperadas señas al conductor para que le esperara, ignorante éste de nada que se moviera en su entorno, salvo lo necesario para llegar a su destino, sólo para volver a comenzar el recorrido que día a día, durante más de veinte años, cada mañana y tarde realizaba al volante del vetusto transporte.
Presa del apuro, cegado por la furia de los inconvenientes que uno a uno se le habían ido atravesando desde que intentó abrir los ojos, obnubilado para pensar en aquello que alguna vez leyó que la prisa es vana si de la paciencia no va acompañada, no reparó en el intenso bermellón de la luz superior del semáforo, puesto a su frente en la acera hacia la que debía cruzar, y dio uno, dos y hasta tres pasos hacia aquélla, sin saber luego qué le sucedió, salvo el estruendo del impacto y un momento antes de perder el conocimiento de sí mismo, la sensación de volar por los aires, su cuerpo todo metido en una vorágine de choques y frenadas.
Lentamente comienza a emerger la conciencia de una noche plagada de sueños, que siente adheridos a su cuerpo como una segunda piel. Su mano avanza hacia la mesilla de luz, pero en el camino tropieza con el frío metal, sus dedos dubitativos recorren el medio arco de la rueda derecha de una silla de ruedas recostada a esa misma mesa, donde al fin logra encontrar el teléfono móvil que le sirve de reloj despertador, tan igual, pero tan distinto del suyo, que no cree pueda ser el mismo. En uno de los sueños que permanecen agazapados en su memoria se ve a sí mismo, treinta y tres días con treinta y tres horas después – cómo explicar un recuerdo con tanta exactitud sino por el capricho que los sueños suelen tener- mientras su mujer maniobra la silla de ruedas hacia la acera, bajando la rampa del hospital hacia la ambulancia que desde allí, le devolverá a su hogar de segundo piso, y en sus manos el tacto del frío metal es el mismo que acaba de sentir en la piel al dar con la rueda de la silla junto a su cama.

2 comentarios:

  1. Nada que decididamente, vale más perder un minuto en la vida, que la vida en un minuto. Aunque hay días que se levanta uno como se dice "con el pie izquierdo". Por mi tierra esto tiene otro nombre. Pero incapaz yo de emborronar, tan descriptivo e inteligente, relato.

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  2. Corazón, gracias por tu amable comentario, generoso en demasía para escrito tan modesto y sin pretensiones. Cordial saludo. Jorge

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