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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

domingo, 20 de febrero de 2011

Un romance sin palabras

Relato al que, por razones del corazón que la razón no entiende, guardo especial cariño, y que, publicado tiempo atrás en otro sitio, nunca lo dejé aquí, mi casa. Cumplo ahora.


Desde que le hube visto por vez primera supe que era especial. Su andar elegante, pausado, a veces dubitativo pero nunca agresivo, su penetrante mirada tan intensa como huidiza, sus remilgos para acercarse sin hacerlo, preservando su espacio íntimo siempre, dispararon en mí sentimientos que creía dormidos para definitivamente.
En menos de una semana y sin que haya nunca cruzado una palabra con ella, ha logrado estar en todos mis pensamientos, apareciendo cuando menos lo espero y desapareciendo con la misma rapidez; una nunca explicada actitud de acercamiento y distancia que me ha hecho estar pendiente de su presencia aun cuando no lo piense.
Aún en su mutismo, en su porfiado y permanente silencio, he creído entrever un deseo de comunicarse sin detalles ni demandas, un estar sin necesidad de hacer notar su presencia. Me inquieta no saber nunca el por qué de sus repentinas partidas, tan abruptas como sus apariciones, sin que haya mediado un motivo. Es esa presencia-ausencia que me impide saber qué tormentos y anhelos anidan en su alma, cuando parece estar al alcance de mi mano, y cuando huye una vez más sin saber por qué lo hace.
Todo empezó casualmente, como suelen suceder éstas cosas. Me encontraba de viaje por mi mundo de héroes y villanos mal avenidos, en un lugar impensado para suponer un encuentro tan inesperado, cuando de pronto y sin aviso apareció ella, envuelta en su ropaje tan vistoso como fuera de época. El colorido de sus vestiduras, a la par que llamativo resultaba incongruente con el verde monocorde del entorno y el celeste del cielo otoñal desnudo de nubes. Su elegante figura, de voluptuosos contornos, hacía imposible no estacionar mis ojos junto a ella hasta que decidiera privarme de tan magnífico espectáculo. Sus elegantes extremidades casi desnudas, tan elegantes como las de una bailarina, eran un imán para mi vista que insistía en capturar en una sola mirada tanta belleza. Sus ojos, de un indefinible color, despedían una mirada imposible de ignorar, llena de interrogantes que aún siguen siendo el mayor misterio.
Contuve como pude mi natural impulso inicial de intentar un diálogo, un acercamiento que prolongara esa presencia mágica que había logrado eclipsar todos mis afanes e inquietudes , en aras de mantener un instante más esa presencia subyugante, llena de inquietantes misterios y permanente amenaza de convertirse en repentina huída.
Cerré el mundo de Larsen y sus cadáveres y desde entonces mi atención, como nunca antes, estuvo centrada en tratar de asir siquiera por un momento la magia de ese encuentro, que como sucedería luego con cada una de sus apariciones, sentía que se me escapaba como el agua entre las manos.
De pronto pensé que tal vez su inestable presencia fuera susceptible de mantener recurriendo al más manido de los recursos: la invitación a comer juntos. No puede decirse haya sido precisamente una invitación, siquiera una cena, pero la aceptación tácita aunque temerosa siempre, se convirtió en la llave para tender un puente entre nosotros. Un pacto no escrito que en éstos breves días hemos respetado ambos, trocando mi mesa por su presencia, sin preguntas ni condiciones.
Aunque presintiendo era dueña de una voz envidiable, en la que uno puede fácilmente imaginar el gorjeo de un canto cristalino -como la de un ave- , el silencio entre ambos parecía ser la condición de su aceptación de mi presencia y todo lo más que estaba dispuesta a aceptar. El mismo silencio la acompañó en su tan discreta como rápida partida, sin tiempo siquiera para intentar saber si habría de volver.
Como respondiendo a mi inquietud y expectativa, al día siguiente y por la misma hora, conmigo sentado a la misma mesa, nuevamente le vi aparecer por el mismo lugar donde lo había hecho el día anterior. Al igual que ese día, nada dijo a medida se aproximaba a mi lugar perforado por el sol del otoño, sin que me atreviera siquiera a musitar un saludo; solo mi mirada puesta en sus grandes ojos. Nada más que ahora me tenía reservada una nueva sorpresa, porque junto a ella caminaba lo que podía ser una exacta copia de sí misma. Consciente de la fragilidad del pacto celebrado, donde yo no pregunto y ella no habla, también me abstuve de preguntarle cómo era posible que tanta hermosura fueran en realidad dos - hermanas gemelas seguro - , y para mí, tarea imposible saber cuál es cual. Traté de ver en sus ojos una mirada distinta, un destello diferente, algo en su cuerpo que la identificara pero fue inútil, pero incapaz de establecer una diferencia aunque mínima entre ambas, tan sólo me queda la más absoluta incertidumbre incapaz de preguntarle nada. Esta duda que me asalta y carcome, convive con la latente amenaza de que cada una de sus frecuentes fugas silenciosas se convierta en definitiva, quebrando para siempre la magia de su visión. Lo que me atormentará desde ese momento -que para el tiempo es nada pero para la espera es una eternidad-, es saber cuál de ambas es objeto de éste sentimiento indefinible, repentino, inexplicable, definitivo.
Tanta obsesión, desvelos y elucubraciones, tendrían que tener al cabo una respuesta y ella no podía ser más simple, como suelen serlo las explicaciones de los misterios mayores que nos aquejan. ¿Qué otra cosa puede diferenciar a dos sujetos físicamente idénticos, sin que hayan otros signos exteriores que los diferencien de manera unívoca que el carácter? Claro, he ahí la respuesta, diáfana y clara, como el amanecer junto a la vibrante naturaleza que me rodea. Debía entonces dedicar mis esfuerzos a estudiarle, escrutar en sus pasos, su modo de mirar y esquivar miradas, la esencia de ese ser que me había cautivado y, por fuerza, debía ser único.
A ello dediqué toda mi atención y esfuerzos, observando hasta el mínimo detalle sus gestos, siempre iguales y siempre distintos, tan imprevisibles como cautos. Creí haber logrado captar un consumado arte del disimulo en esa manera suya de acercarse como explorando un camino sin embargo tan conocido. Me pareció distinguir en ella y sólo en ella, esa actitud de discreta aceptación del gesto amable, manteniendo un dejo de reticencia que hacía imposible otra cosa que el fugaz contacto visual.
Al día siguiente, nuevamente me sorprendí cuando pude comprobar, fruto de la paciente observación y seguimiento de sus errantes pasos, que quienes creí eran dos, y hasta elucubré dándolo por un hecho incontratable debían ser hermanas dado su extraordinario parecido, en realidad eran tres y entre ellas apenas se podía percibir una ligera diferencia de envergadura física. Muy a mi pesar no pude menos que aceptar como única explicación plausible que quizá esa diferencia obedecía a su diferencia de sexo que yo no alcanzaba a discernir. Y sí, eso debía ser.
Como sucedió en los días anteriores, ahora ella y sus idénticas acompañantes, todas dueñas del mismo porfiado silencio, siguieron por un rato más junto a mí aceptando el regalo de la comida preparada y dispuesta para su visita, intercambiando conmigo y entre ellas mudas miradas llenas de interrogantes.
Creo fue ese el momento en el que por fin me decidí a salir de esa suerte de parálisis y encantamiento que me atenazaban y aún sabiendo el riesgo que mis palabras fueran el fin de su presencia, me atreví a hablarle por vez primera. En una especie de tembloroso murmullo, me animé a preguntarle algo que ni recuerdo, palabras sin sentido que naufragaron en su renovado silencio y apenas un atisbo de atención, como pendiente de que un cambio en nuestra silenciosa relación podría significar su marcha definitiva. Comió ella, como comieron idénticas acompañantes –imágenes copiadas de sí misma como en un juego de espejos-; me miró y miraron lo que supongo para ella era ya un paisaje conocido: el del mudo anfitrión sentado a la mesa perforada por el sol otoñal y nuevamente, sin una sola palabra ni explicación se marcharon por el mismo lugar de donde habían venido.
Progresivamente esos fortuitos encuentros que habían quebrado la monotonía de una semana de vacaciones pensada para la lectura, se fueron convirtiendo en el centro de mis días, esperando con ansiedad el momento de verle aparecer, al punto tal de quebrar el delgado equilibrio del sueño espantado por la tensa espera.
Al día siguiente y cuando ya tocaba a su fin la semana, por el mismo lugar y mas ó menos a la misma hora volvieron a aparecer, salvo que ahora eran cuatro. Para ese momento, con la escena repitiéndose cuadro a cuadro con las de los días anteriores, entendí por fin que lo que al principio creí era una sola, en realidad eran varias, alguna de ellas como la primera que cautivó mi atención y lo sigue haciendo, ligeramente más pequeña que las demás, lo que delataba su femineidad.
Desde entonces supe que mi relación con ella, la fiel gallineta vestida de mil colores, iba a seguir siendo la de disfrutar su esquiva presencia, en un pacto tácito de silencio y aceptación de mi entrega amigable a cambio de la observación siempre distante de su magnífica belleza, desde mi lugar de pasivo y admirado espectador perforado por el sol otoñal. Así ha sido desde entonces y así es aún cada vez que puedo ir a su encuentro, sabiendo ella es tan especial como lo supe desde que le hube visto por vez primera.

6 comentarios:

  1. Creo que aquí has dejado material para iniciar un buen cuento. No lo dejes olvidado jorge, vale la pena

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  2. Gracias Cuore, guardo por éste pequeño relato mucho cariño, por razones que sería largo de explicar, y me pasa como supongo ha de sucederle al escultor ante la pieza sin tallar.

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  3. Pues empieza a tallar esa pieza... que será maravillosa, llenas de vidas y magia, de amor..
    Felicidades, me encanta.

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  4. Lo haré O.F. lo haré, aunque deberé hacerme cargo de la torpeza que me acompaña, muy a mi pesar, como fiel guardiana desde el amanecer al crepúsculo. Que amable eres, ya lo he dicho, repetirlo, no es abuso.

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  5. Hermoso de verdad. Te sigo me gusta lo que escribes y este es maravilloso.

    saludos manoly naranjo.

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  6. Hola Manoly, querida amiga! De veras que eres un tesoro...siempre estáis en todos lados. Gracias por tu apoyo, una excusa perfecta para mandarle un beso a una de mis flores preferidas!

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