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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

martes, 15 de febrero de 2011

Cuando Manu se llevó la luna prestada


Relato breve, inspirado por una tierna historia de una querida amiga, al que el Escriba agregó la sal.





El olor de la carne asada se mezclaba, en el aire dulzón de esa noche de verano, con el de las flores distribuidas en grandes macetones que Merceditas cuidaba con esmero de madre. Dani y Xavi cultivaban su prolija rivalidad de madridistas y colchoneros, mientras los niños chapoteaban en la redonda piscina armada en el extremo de la amplia azotea que oficiaba de terraza y patio de juegos. Mientras yo era puntillosamente excluida de las tareas culinarias de mi hermana mayor –madre sustituta de a ratos, hermana consejera en otros, y amiga confidente siempre- , quien disfrutaba sirviendo tapas y quesos, vinos y refrescos. La repetida charla con tintes de discusión de nuestros hombres, me daba la excusa justa para entretenerme jugando con Mao, el pequeño cachorro que mi cuñado se había empeñado en regalarle a María de los Milagros, la pequeñaja Mila – mi sobrinita y ahijada de recientes seis añitos- justo para su cumpleaños. Esa niña morocha de largos cabellos azabache y grandes ojos negros era mi obsesión, desde que después de haber tenido a Manu, nuestro especial Manolete, fuimos por la niña soñada. Menos de seis meses había tardado en embarazarme, en una búsqueda que tuvo mucho de luna de miel repetida, condimentada con trasiego de llantos, pañales y biberones, con insomnios en lechos aprovechados. La verdad mi Dani era especial. Reservado, tímido hasta la exasperación, e introvertido, era un enamorado de su vida de crítico literario y editor de una revista mensual, que junto a mis clases en un elegante colegio bilingüe de educación inicial, nos permitían vivir holgadamente, además de haber comprado un lindo piso rodeado de verde en las afueras de Madrid, y tomarnos cada año un mes entero de vacaciones en mi Valencia de no olvidar. En la misma consulta al Ginecólogo que compartíamos con Merceditas, ella confirmó su embarazo de su Nachete – torbellino de cuatro añitos para cinco- mientras yo confirmaba el de nuestra nena. Mercedes como su tía, repetía yo, Remedios como mi madre, porfiaba Dani. Reme!!!… me repetía yo para mi propio espanto, ¡pobre ángel! , esa no se la iba a llevar. Todo fue normal hasta el quinto mes. Todos los controles eran normales y las ecografías mostraban a la pequeña Merceditas creciendo y pateando dentro de mí. Casi al filo del sexto mes, y cuando cada día era uno menos en la alegre espera de esa niña que sentía crecer y vivir dentro de mí, los nubarrones amenazadores se instalaron en nuestras vidas en forma de una gran mancha de sangre en mis sábanas al despertar. Quedó grabada en mi memoria para siempre la desagradable sensación de estar mojada, desagradablemente sucia y pegajosa, y el miedo invadiendo mis entrañas como un perro rabioso a punto de morderme. Casi sin darme cuenta, desperté en medio del llanto al pobre Dani que dormía plácidamente y no entendía qué pasaba, creyendo era nuestro Manu el que había cogido alguna enfermedad. Toda esa mañana, yendo hacia el Hospital primero, y luego en la espera de la consulta en Emergencias, adonde había entrado en una silla de ruedas que aumentaba mi desconsuelo, fue un calvario.
Las caras preocupadas de Dani, Xavi y Merceditas desconsolada, que habían acudido presurosos al llamado de mi esposo, no presagiaban nada bueno, por más que intentaran disimularlo con un -no te preocupes amor que no ha de ser nada- . Recuerdo los olores que me invadían como ajenos a mis sentidos. Nada iba a ser igual desde entonces, pero a medida pasaba el tiempo, se sucedían sueros y análisis, visitas de médicos y más médicos, mi ansiedad y angustia crecían. Supongo sería el mediodía cuando luego de un inyectable, que debía ser un sedante porque me invadió un extraño sopor, me anunciaron iba a ser trasladada al quirófano para una maniobra de exploración, que todo estaba bajo control. Nada supe luego, hasta que bajo una tenue luz de habitación de hospital, comencé a recuperar la conciencia, y con ella notar la falta de aquello que había sido mi alegría e ilusión. Ver a Dani y su tierna mirada, intensa, quebrada en la mía, sin mediar palabra alguna me dijo que mi niña ya no sería. Que el sueño se había truncado de la peor manera. Lo que tal vez debió haber sido una explosión de llanto y desesperación, buscando una explicación que no tenía, se convirtió en un llanto sordo, que pareció dejarme sin aire ni aliento, sintiendo el alma se me había ido junto con esa presencia, hasta ayer mismo, viva dentro de mí. No podía comprender ni quería aceptar que eso había sucedido. En medio de mi desesperación, creía estar viviendo una pesadilla y que en cualquier momento iba a despertar y tendría a mi niña, tierna niñita, a mi lado. No fue un sueño, no. Sí fue una verdadera pesadilla de la que a veces, creo aún no haber despertado. De lo que siguió a ese día nefasto no quiero acordarme y es posible que no pueda hacerlo. Sólo sé que viví largo tiempo como estando dentro de una película que, ajena a mí, pasaba delante de mis ojos sin que pudiera hacer nada para modificar el guión. El pobre Dani debió vivir un calvario, destrozado como estaba por la pérdida, haciéndose cargo de contener a Manuel, que menos aún entendía qué había pasado con su hermanita, que esperaba con tanta ansia, y de su mamaíta querida que vivía perdida. Pero si algo faltaba para mostrarme su fortaleza, esa prueba fue más que suficiente. Nunca le vi quebrarse, nunca perder su bondadosa –aunque transida de tristeza- sonrisa, para apoyarme y darme ánimos, pidiéndome fuerzas para superarlo, y volver a la vida y a Manu que sentía mi ausencia de cariño y atención. No sé aún qué hubiera sido de mí sin el apoyo de él, y de mi querida Merceditas, que otra vez se convirtió en mi madre, esa que ya no teníamos y que tanto necesitaba. Fue ella la que en contra de mi pesimismo y empecinamiento, logró llevarme a la terapeuta que me ayudaría, si no a superar el trauma, por lo menos a irlo asimilando. Largo proceso, doloroso, lleno de caídas y recaídas, pero que poco a poco me permitió empezar a vivir nuevamente, perdida ya la alegría que hasta entonces, había iluminado mi vida. Y luego saber que esa rara anomalía que afectaba mi sangre y no me permitiría volver a embarazarme, sin correr grave riesgo de vida, significaba que no podría tener esa hija con la que había soñado toda la vida y que, arteramente, me había sido quitada de dentro mío en plena floración. No puedo aún rememorar toda esa pesadilla sin que las lágrimas corran presurosas a mis ojos, teniendo que disimular ante Dani y Manu para no preocuparles con mis bajones.
-Hanna, Hanna, ven a sacar los chicos del agua, anda mujer, que estás en la luna!- me decía Mercedes, cuando acerté a volver de las nubes en las que andaba mi cabeza. Me había abstraído por completo y mientras los hombres seguían con su barbacoa, tragos y deportivas discusiones, los niños berreaban protestando por tener que salir del agua, y yo parecía haberme ido a otra dimensión.
-Sí Merceditas, mujer, ya voy. Anda chicos, vamos, vamos, hala, fuera del agua, rápido que vamos a cenar! – Les sacamos con Mercedes, toallas mediante y luego de vestidos y arreglados, les servimos la cena, mientras yo terminaba de llevar las ensaladas a la mesa, tendida en la terraza. Hube de hacer un esfuerzo para volver a integrarme y entrar en la charla de mi cuñado y mi marido, que con Merceditas iniciaban una de esas disquisiciones que mezclaban la medicina que era la vida de Xavi –médico pediatra- y Mercedes – instrumentista de block quirúrgico- con las de mi esposo que intentaba llevarles a sus temas literarios y filosóficos, cosa que siempre lograba cuando se destapaba la segunda botella de vino. Hacía una noche calurosa, con el bochorno del día aún suspendida, sin que soplara una brisa que viniera a auxiliarnos del insoportable calor que desde hacía más de un mes, un día sí y otro también, debíamos soportar. Con todo, esa aireada azotea era un paraíso que mi hermana disfrutaba con enorme placer. Era su escape de la vida de locos, cercada de bocinas y sirenas, frenazos y alarmas, que eran el pan de cada día en esa zona céntrica, que les permitía vivir relativamente cerca de sus múltiples ocupaciones.
Fue Manuel, que en medio de la charla de los mayores, a falta de los menores al que el agua había invadido de sueño, el que exclamó a voz en cuello: -Mamá, mamaíta…allá está la Luna, mira mamá, la tía tiene la Luna!!! –
Efectivamente, ahora recordaba que desde la mañana, cuando habíamos quedado para cenar en casa de mi hermana, me había hecho a la expectativa de la Luna Llena que tendríamos esa noche. Era una pasión que cultivaba desde niña, cuando con Merceditas en nuestra casa de campo, vestidas de blanco, nos subíamos al gran olmo que presidía el patio solariego, y con los ojos cerrados, le pedíamos deseos imposibles.
Manu se había declarado ya heredero universal de esa mi pasión y me preguntaba cada tanto: -mamá, que cuando tendremos luna? Vendrá hasta nuestra casa? – para que le respondiera siempre: -sí, mi amor, tendremos luna mañana ó tal vez pasado mañana y claro que le veremos, si? Tu y yo juntos vamos a pedirle un deseo, vale?- y cada vez renovaba su ilusión.
Sentí su mano en la mía, y su carita sonriente que me invitaba a admirar aquella magnífica luna plena, que elegante había asomado todo su plateado esplendor, detrás de la cortina de impúdicos edificios del entorno. Levanté a mi niño en brazos, y mientras sentía su piel en mis labios y su aroma en mi nariz, nos apoyamos en la balaustrada, a rendirle nuestro homenaje a tan querida visitante.
Le dije: –Manu, amor, ahora cierra los ojos junto a mí y vamos a pedirle un deseo a la Luna, y como siempre no me lo podéis decir, que si no, no se cumplirá, vale mi guapo? –
-Si mamaíta, si – exclamó Manuel cerrando sus tiernos ojitos. En aquel momento me sentí flotar, con el alma en comunión con mi hijo y esa Luna maravillosa que nos regalaba el milagro.
Cuando estábamos ya cerca de la medianoche y el sueño había ganado, primero a los niños que se habían ido a dormir, y a Mercedes y a mí que entrábamos en ese estado de letargo previo al sueño, me levanté y le pedí a mi marido para irnos, sabedora mañana por ser Domingo, querría levantarse temprano para llevar el niño al parque. Así que ayudé a Merceditas a recoger las cosas tanto como me dejó, es decir casi nada, y luego cogimos nuestros bártulos y fuimos a por el coche, no sin antes quedar para reunirnos el próximo sábado, ésta vez en nuestra casa.
Al cabo de casi una hora de tráfico pesado, con conductores llenos de noche y urgencias desatadas, llegamos a nuestro condominio. Manu había dormido todo el viaje plácidamente.
Fui a sacarle de su silla en el asiento trasero y despertó, bajándose todavía cubierto de sueño. Fue en ese momento que elevó su mirada al cielo y otra vez, vio allí a la redonda luna plateada que le sonreía como diciéndole, ¿ves que no te he abandonado? exclamando:
-Mamá! , mira, nos hemos traído la Luna, le hemos dejado a tía Mercedes sin su Luna!!!-, mientras abría sus preciosos ojos marrones color miel, en toda su dimensión.
-Pero no mi cielo, cómo que nos hemos traído la Luna? Qué quieres decir?-
-Que sí mamaíta, es la misma Luna de la tía, nos la trajimos, le hemos dejado sin su Luna!-
Mientras su padre reía por lo bajo por la ocurrencia de su hijo, yo tentaba si le explicaba que la luna no se traía y que seguía allí, destruyendo su sueño e ilusión, o le dejaba en su fantasía. Al final, luego de haber echado una mirada a Dani que había dado por superado el tema, me dije que tenía derecho a ser niño y vivir como tal, así que me dediqué a explicarle que quedara tranquilo, que nos la habíamos traído porque mamá quería verla en su ventana, pero que mañana se la habríamos de devolver. No muy convencido marchó con nosotros hacia la casa, y de allí directo a la cama a donde habría de retomar el sueño, nada más depositar su cabeza en la almohada. Deposité un tierno y largo beso en sus mejillas y su frente, acaricié su lacio cabello negro y le abrigué levemente, dándole una última mirada antes de cerrar la puerta de su dormitorio poblado de juguetes.
Cuando salí de aquella habitación, aún con el aroma de mi hijo prendido en mi piel, presentí que esa noche algo había cambiado, y que la felicidad, esa esquiva dama que hacía tanto tiempo me había dejado, parecía querer retomar su relación conmigo.
Con esa sensación en mi cuerpo, entré al baño y tomé una rápida ducha de agua tibia –aún en el tórrido verano el agua fría me causaba escozor- , sequé mi cuerpo morosamente, mientras miraba esa mujer redescubierta en el espejo aún sudoroso. Recogí mi cabello en una media cola, dejando mi cuello al descubierto, pasé mis manos por mis pechos generosos aún turgentes coronados por unos pezones grandes y enhiestos aureolados de rosado. Bajé mis manos por mis caderas, las pasé suavemente por el enrulado vello de mi pubis aún húmedo y me di una media vuelta para otear mi espalda, mis nalgas aún firmes y bien formadas y el nacimiento de unas piernas que, todavía, no conocían el ataque de várices ni celulitis. Los años de moderación en las comidas y periódicas caminatas habían dado su resultado. Me coloqué unas breves bragas rosa, un sostén del mismo tono cerrado por delante que dejaban mis pechos sugeridos, unas medias con liguero en tono claro y un leve camisón de raso negro.
Aquella comunión con la luna, el cariño de mi hijo que me había hecho sentir viva otra vez, y mi marido esperándome a la tenue luz de la veladora, habían encendido en mí el deseo. Entré al dormitorio donde Dani, despojado de ropa sobrante en la noche calurosa, solamente tapado con una suave sábana blanca, leía una de sus amadas novelas de mundos inventados. Al pasar encendí el equipo de música, elegí ese CD que había grabado con melodías para la noche, y luego de lanzarle mi mirada más sugerente, me sumergí bajo las sábanas, no sin antes descorrer las cortinas que dejaron pasar un chorro de luz plateada que nos enviaba mi amiga la Luna.
Al sentir el calor en mi piel recién bañada, recelosa del sonido del acondicionador de aire que tanto me molestaba, invoqué a los Hados que de niña parecían obedecerme, cuando deseaba que hubiera viento en el bochorno del verano.
Recosté mi cuerpo al de Daniel, pasé mi brazo por su cuello, y mientras le acariciaba su torso desnudo, le quité los anteojos y le pedí permiso a su amado Onetti con quien rivalizaba, para tenerle por esa noche sólo para mí. Apagué la solitaria veladora y nuestra habitación quedó apenas bañada por el tenue resplandor de la luna, permitiéndonos adivinar nuestros cuerpos. No sé si así habrá sido ó tan sólo mi imaginación y mi memoria quisieron que lo recordara de tal manera, pero sentí en ese momento que, junto con esos delicados rayos de luz plateada, una tenue y suave brisa agitaba nuestros cabellos, mientras todo mi ser se entregaba gozoso a la dicha de amar y ser amada. De esa noche mágica de luna llena y amor completo recuerdo todo, sus caricias, sus palabras, su cuerpo y el mío, pero lo que quizá más intensamente ha quedado en mi recuerdo, fueron aquellas palabras pronunciadas por él, justo luego del reposo del amor, diciéndome quedamente en mi oído:
-Bienvenida a casa, mi amor, te hemos echado mucho de menos-
Cuando en la mañana, temprano para mi gusto el sol iluminó nuestro lecho, luego de un placentero desayuno en la cama como cada Domingo, levantamos a nuestro Manu y salimos rumbo al Parque que hacía sus delicias, supe que era nuevamente intensamente feliz, y que aquél era el final de un largo camino a través de un oscuro túnel, que nunca más querría atravesar.
Al rato de juegos entre padre e hijo como dos niños que eran, vino Manu a mí con sus mejillas encendidas, al igual que sus alegres ojos, a decirme que no podía contarme lo que su padre le había dicho, porque era secreto entre hombres, me dijo muy serio. Mientras le apretaba entre mis brazos le dije, mirándole a los ojos:
- Mi niño, vas a decirme ahora qué les has pedido a la luna, anoche? – Y el niño, como su hubiere estado esperando esa pregunta, me dijo:
-Sí mamaíta, ya puedo decírtelo porque se ha cumplido, verdad? Le he pedido que volvieras a ser feliz! Viste, mamaíta, que nuestra Luna cumple siempre? Y se volvió corriendo hacia su padre que sonriente le aguardaba.
Me levanté y emprendí un corto paseo que me permitió esconder aquellas, mis primeras lágrimas de felicidad, luego de tanto tiempo.

4 comentarios:

  1. Magistral, emocionante. Este relato llega muy adentro. Como madre, la pérdida de un hijo debe de ser inconsolable, pues se les ama con locura aún sin nacer. Como mujer, felicitarte, gracias por tu homenaje, es sencillamente maravilloso.
    ¡¡GRACIAS!!

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  2. Emocionante tu comentario, emocionante haya llegado a tu corazón, porque desde allí fue escrito, con el alma en la mano. Gracias a ti, querida amiga, por hacer el milagro de la Literatura. Un beso.

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  3. Me has reconfortado mis instintos maternales. Haces mi misión más hermosa. Qué bien contada.

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  4. Gracias Cuore , me hace muy feliz tu comentario si a tí te hace más grata la misión más importante que mujer alguna pueda tener. Esa, y la de amar. Beso y gracias por leerme.

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