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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

sábado, 12 de febrero de 2011

DIAS DE IRA






Cuentan quienes estaban allí, que despertaron sobresaltados, sin saber qué estaba pasando. ¡Una explosión! clamaban algunos; ¡habrá sido un atentado! decían otros. Todos salían de sus camas, presurosos cogían sus niños, y por ventanas y puertas trataban de saber qué estaba pasando. El peligro casi podía olerse en el aire y palparse entre las manos ansiosas.
Pasaron minutos que parecieron siglos, para todos quienes habían sido despertados de tal manera, en los que el enrarecido aire de esa fragante madrugada primaveral, se pobló de ulular de sirenas, con carros de Bomberos, patrulleros policiales y ambulancias varias que confluían desde todos lados.
Ya en la calle, con la vecindad entera exhibiendo sus ropas de dormir, las exclamaciones de asombro, a medida iban conociéndose detalles de lo sucedido crecían hasta formar un coro monocorde, sólo quebrado por las voces de mando de los Bomberos y Paramédicos maniobrando en el lugar, y el despliegue de cámaras y micrófonos de la prensa en pleno ejercicio de necrofilia informativa.
La centenaria Iglesia de San Juan Bautista, hasta la noche emblema del barrio y habitual lugar de visita de fieles y turistas atraídos por la belleza arquitectónica de su estructura, así como de su impresionante altar recubierto en oro, símbolo del esplendor de otras épocas, literalmente había desaparecido, reducida a una humeante e informe masa de escombros.
Los vecinos recordaban con pena y desazón cuando hacía un tiempo largo ya, ella había sido portada de periódicos y noticieros de televisión, a causa de la infeliz circunstancia de que el Sacerdote encargado de ella, había sido acusado en un sonado caso de pedofilia – pero qué palabra más desagradable nos reserva la lengua de Cervantes para describir un crimen que de tan repugnante es imposible calificar- en donde niños que concurrían a distintas actividades organizadas por la Comunidad, habrían sido abusados por éste representante del Creador en la tierra.
En realidad la pena y desazón que había invadido a la vecindad, era por los niños víctima de los abusos, sombra que acompañaría sus vidas allí donde ésta les llevara, y porque justo habría de ser la Iglesia del barrio, y no otra. Aunque justo es decirlo, esa sumatoria de recuerdos mal hilvanados, a los que solemos llamar memoria colectiva, no fuera tan poco precisa y veleidosa en recuerdos y olvidos, y no se dejara llevar por el torrente de la desinformación, que hace que las noticias dejen de serlo apenas suceden, y si ésta se repite sólo conmueve y escandaliza hasta el momento que una nueva miseria humana, peor que la anterior es debidamente difundida en horario central; esos mismos vecinos recordarían que antes, durante y después de ese caso que les tocaba tan de cerca, se sucedieron decenas, cientos, quizá miles de otros casos similares ó peores.
Los vecinos deberían haber recordado que todo ese gran escándalo que un día sacudía un país y mañana otro, generaba revuelo y alguna que otra tímida excusa de las jerarquías, obligadas a un retórico mea culpa, para luego decantarse con algún que otro cambio de destino del implicado, siempre con la salvedad –dicha en tono grave y compungido- que aunque numerosos, sólo serían siempre casos aislados de desviaciones cometidas por seres humanos descarriados, en el no siempre claro camino del deber, porque se sabe, son insondables los caminos del Señor. Pero nunca, siendo muchos y definitivamente reprobables, moralmente repulsivos para quienes aspiran a la castidad y pureza de cuerpos y espíritus, podrían siquiera rozar la intrínseca autoridad moral de la Santa y Sacra institución que les prohijó, porque ya se sabe que los hombres pasan y las instituciones quedan. Y ésta en particular, en esto de quedar inmune a todo, tiene veinte siglos de experiencia.
Aseguran muchos de quienes estuvieron allí, y que constituyen para el escriba la fuente de información, siempre subjetiva, siempre teñida de conceptos y preconceptos que nunca nos abandonan – digámoslo nosotros antes aludidos y doloridos nos lo achaquen- que nadie se explica cómo, en determinado momento de entre los escombros, vieron salir por su propio pie, tambaleándose aunque parecía flotar sobre sus pies descalzos, un niño flaco y desgreñado, vestido pobremente con un pantaloncillo a media pierna y una camisita llena de rasgaduras, blancas prendas en su origen, ahora grises del polvo del derrumbe, aunque aún con rastros ocres de machas de sangre vieja en zonas de su cuerpecito donde la prudencia y el decoro indican no indagar.
Ese niño, visto por decenas de ojos asombrados, pasó por delante de los policías, bomberos y paramédicos que trabajaban febrilmente en el lugar, sin que nadie repara en él y así como apareció sin explicarse de dónde, así desapareció detrás de la esquina siguiente al derrumbe, donde el edificio comunal lindero a la Iglesia derruida, había quedado incólume, como mudo testigo de un suceso para el que nadie tendría luego una explicación plausible.
Se supo más tarde por las autoridades presuntamente competentes, aunque los resultados de sus pericias pusieran en tela de juicio el adjetivo, que el edificio derrumbado, del cual sólo habían quedado los cimientos, no presentaba fallas estructurales, no había habido un incendio previo, no se constató explosión alguna ni cosa de ninguna naturaleza que explicara razonablemente -para la razón de los hombres-, el por qué del derrumbe.
El suceso fue tan imprevisto y se precipitó con tal rapidez, que en el mismo perecieron, para gran congoja de la Santa institución, el Sacerdote que otrora había sido tan injustamente atacado por la ceguera terrenal de los hombres, y su Obispo, autoridad moral que en persona se había encargado de investigar –con gran pesar de su parte, porque sabía desde siempre de las cualidades morales del investigado- esas absurdas denuncias, que pusieron palabras soeces y hechos absurdos, en boca de niños sin duda influenciados por mayores, de mentes cegadas por la fiebre de la lujuria y el rencor.
El hecho del violento e imprevisto derrumbe, con la lamentable desaparición física de su Eminencia el Obispo y un abnegado servidor del Señor, tan injustamente calumniado, fue noticia durante ese día, y con algo menos de énfasis en los siguientes, sostenido el interés por lo inexplicable del hecho y porque para asombro de todos, el mismo día y por la misma hora, a lo largo y ancho del mundo, los cables e informes de las cadenas noticiosas en las más diversas lenguas, daban cuenta de hechos de similares características. Templos antiguos unos, modernos otros, todos sólidos y hechos para durar eternamente, como la Fe que moraba en su interior, se habían venido abajo sin razón aparente, y en todos los casos dejando como víctimas a uno ó más servidores del señor que en el momento del luctuoso hecho se encontraban dentro, o bien durmiendo el sueño de los justos o bien entregados a sus tareas espirituales en bien de la comunidad, que ahora asistía a ese espeluznante espectáculo, que parecía haberse desatado por la furia divina.
Al igual que en el caso de San Juan Bautista, por aquí y por allá, aparecían testigos de primera hora de los derrumbes, que declaraban haber visto un niño flaco y desgreñado, vestido pobremente con un pantaloncillo a media pierna y una camisita llena de rasgaduras, blancas prendas en su origen, ahora grises del polvo del derrumbe, aunque aún con rastros ocres de machas de sangre vieja en zonas de su cuerpecito donde la prudencia y el decoro indican no indagar.
Las autoridades adjudicaban éstos rumores, nunca confirmados con una prueba física de la existencia de tales niños, a la fantasía de la gente, siempre empeñada en darle un toque de misterio a lo que era un hecho físico: un derrumbe producto de que la estructura- por causas que los técnicos a su hora habrían de explicar con lujo de detalles- había cedido provocando una reacción en cadena. No faltaron sicólogos, sociólogos y toda suerte de opinólogos convocados por las cámaras, en mesas redondas de indudable ayuda a las siempre exigentes necesidades de audiencia, que ensayaron explicaciones del tipo alucinaciones, histeria colectiva, sugestión provocada por el shock de un suceso traumático que no cuenta con explicación racional inmediata.
Para la Santa institución, tan afectada por éste lamentable episodio, lo de los niños que nadie pudo probar haber visto, se trató como siempre del viejo reflejo popular de echar mano a la superchería cuando falla la Fe, en la que nunca el individuo, hijo de Dios, podría fallar ni poner en duda.
No faltó quien, en el colmo del desparpajo y la herejía propia de estos tiempos posmodernos, haya hablado de Justicia Divina. Que el Señor, en su infinita paciencia, habría al fin acabado con ella, cuando un día sí y otro también debía asistir al escarnio de ver a sus ovejas -las mejores, aquellas que debían guiar al rebaño a su Reino celestial-, perdidos en caminos tan terrenales, enviándoles un contundente mensaje.
Si éste fuere el caso, pasado el terremoto de las noticias, tal parece su furia fue en vano, porque como es más que sabido en éste valle de lágrimas que nos toca transitar, no hay peor sordo que el que no quiere oír, ni más ciego que el que no quiere ver.
Dígase, porque todo debe ser dicho en su hora, que no anima al escriba intención alguna de herir susceptibilidades, habiendo como hay, en tan dolorosos y fantásticos sucesos, hombres y mujeres de probada buena voluntad, sino y tan sólo abusar de la literatura, sumisa como ella es a que tales desmanes le sean endosados, para consignar hechos que, porfiados como son, allí están.

2 comentarios:

  1. ¡Una buena disección, Jorge!
    Para releer...


    ¡Saludos!

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  2. Gracias Susi, guardo el bisturí entonces! Gracias por tu generosidad, en extremo amable. Saludos. Jorge

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