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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Una última mirada al viejo reloj

Vuelvo a la Prosa, consciente los tiempos de ella no son los usuales del lector digital. No obstante, vale dejarlo a disposición del supremo soberano que es el público.

Se colocó el viejo reloj, regalado por su mujer hacía treinta y pico de años para su cumpleaños, ó tal vez algún aniversario de casados que ahora ya no recordaba, justo en el momento en que la pequeña de las manecillas alcanzaba el cénit mientras su fiel compañera mayor se desplazaba lentamente por su posición más austral formando, ésta con aquella, una perfecta flecha de dos puntas, todo lo que en sencillo indicaba inequívocamente, eran las seis en punto de la mañana.
Ya se había duchado con agua ni caliente ni fría, término medio; se había afeitado desechando la hojilla que hoy viernes cumplía su exacta semana de servicio, y vestido con la ropa que desde la noche le había esperado pacientemente a que cumpliera con el rito ineludible del sueño, colgada de una silla al pie de la cama.
Ahora, en el tiempo exacto que correspondía, se había sentado a la pequeña mesa en la cocina, con un plato donde reposaban de su reciente paso por la sartén un par de huevos revueltos junto a seis finas rodajas de chorizo, y diez centímetros más allá, formados en perfecta fila al alcance de su mano diestra, un vaso de leche y una tasa de humeante y recalentado café. Esa era su costumbre. Leche y café, no café con leche. Juntos pero no entreverados, que de eso ya se encargaría el estómago en toda una mañana de vigilia.
Tal como correspondía hacer encendió la Spika forrada en gastado cuero marrón, para que el locutor de todos los días, haciendo sonar latas y profiriendo gritos destemplados de supuesto buen humor para oyentes tempraneros a los que las madrugadas pudieran haberle agriado el ánimo, se encargaba de dar las primeras noticias, las que, éstas sí, se encargarían de avinagrar a cualquiera. Ya en el baño la fiel Spika había recitado de memoria durante media hora los mismos tangos de Gardel que, como se sabe, desde hace décadas cuando en Medellín aterrizó para no levantarse más, canta cada día mejor.
Masticaba meticulosa y distraídamente, primero una rodaja de chorizo y un trozo de huevos, un trago de leche, otra rodaja de chorizo y otro trozo de huevos, acompañados de otro trago de leche. Que el café esperara su turno que era el del final; junto con el primer cigarrillo negro sin filtro que dentro del paquete ya mediado, debajo de desgastado encendedor IMCO a alcohol heredado de su padre que porfiadamente conservaba esperando cumplir su misión durante exactas veinte veces al día, que encendería sorbiendo el primer trago del pocillo donde lentamente se enfriaba el negro café sin azúcar. Levantó su mirada hacia la ventana que daba al fondo y por donde empezaban a colarse los primeros destellos de luz matinal y el retazo de cielo pegado detrás de los vidrios mutaba hacia los rosados y azules. Veinte cigarrillos al día, ni uno menos, ni uno más, en sus tiempos debidamente repartidos. Uno con el desayuno, cuatro en la mañana, uno luego del frugal almuerzo, cuatro en la tarde en pequeñas pausas en su rutinario trabajo – esos eran tiempos donde todavía fumar era una actividad socialmente aceptada y prestigiosa, practicada en democrática promiscuidad-, cinco con las copas en el bar con los amigos durante la infaltable partida de cartas, y los restantes cinco para la larga noche en su solitaria casa, sentado en su sillón, leyendo y escuchando los mismos tangos de la mañana.
Inhaló la primera bocanada del humo seco del tabaco negro, y con el sorbo de café aún en la boca, volvió a observar el cielo a través de la ventana. Todo le pareció igual que siempre. Y no. Siguió mirando unas ligeras nubes que tempraneras marchaban al sur y mientras apagaba el cigarrillo en un cenicero triangular que había perdido la cuenta del tiempo que le acompañaba, lleno él de marcas y quemaduras propias de su duro oficio, y levantaba el plato, los cubiertos, el vaso y la taza para colocarlas en el fregadero donde en la noche recibirían debido lavado. Miró el reloj y ya la pequeña manecilla bajaba rauda en busca de su compañera hasta ponerse a sólo quince grados de la antigua posición de aquélla, lo que en sencillo significaba que eran ya seis y veinticinco, tiempo suficiente y exacto para lavarse los dientes, tomar su bolsito con el sándwich y el café del mediodía, y caminar las tres cuadras que le separaban de la parada del 574 que a las seis y cuarenta en punto le levantaría con la mitad de sus asientos aún vacíos, para dejarle diecisiete minutos después a dos cuadras de la Imprenta donde desde hacía treinta y nueve años, nueve meses y un día, picaba matrices y cortaba papeles, esperando los dos meses y veintinueve días que le separaban de la jubilación. Todavía tendría esos tres minutos para cubrir las dos cuadras e ingresar, como lo hacía desde tantos años todos los santos días, a la misma hora exacta, que él no era hombre de llegar tarde ni temprano, y menos faltar. En casi cuarenta años la puerta de la Imprenta sólo no le había visto pasar, a la misma hora del día, en la mañana de entrada y en la tarde de salida, durante nueve días repartidos en tres gripes fuertes, y los veinte reglamentarios de licencia anual obligatoria. Ahora, sólo le quedaban sesenta y cuatro días por calendario para seguir su costumbre, y luego qué. Cuando ese luego qué se le presentaba sin llamar, una sombra se cernía sobre su espíritu y rápidamente trataba de pensar en otra cosa.
Tomó el bolso, puso la Spika, los cigarrillos y el encendedor dentro de él, se colocó el abrigo gris que le acompañaba como una segunda piel, la boina vasca que hacía un siglo le había regalado su madre para que se abrigara en invierno, y descolgó las llaves para abrir la puerta, mientras daba un último vistazo todo estuviera en orden dentro de la casa. Por primera vez, que él recordara, debió mirar en la penumbra de la sala porque le había errado a la cerradura, y le pareció ésta estaba un poco más abajo que de costumbre. Me estoy poniendo viejo, se dijo para sí, y fijando la mirada, bajó su mano unos centímetros y abrió la puerta, para luego cerrarla con doble vuelta de llave y caminar entre las ocres hojas de los plátanos otoñales hacia la parada. Un minuto de distracción podría significarle perder el ómnibus, así que contra su costumbre apretó el paso, y llegó justo cuando detrás de él, una cuadra antes el 574 con sus luces encendidas en la mañana recién despertada, giraba su vieja carrocería enfilando hacia donde ahora, monedas en mano, ya le esperaba como cada día.
De lo sucedido durante el día nada vale la pena ser contado, porque al cabo de los años todos los días acaban pareciéndose entre sí y sólo una catástrofe logra quedar en la memoria algún tiempo más, y aún esas terminan cubiertas por el polvo del olvido. Al llegar a su casa, unos minutos antes de las diecinueve horas, luego de dos horas de su consabida partida de cartas en el Bar, acompañada de dos copitas de grappa –insoportable bebida blanca destilada del orujo de la uva- y los cinco cigarrillos asignados a ella, mientras miraba distraído hacia la Farmacia que tenía por vecina al frente, dirigió la llave hacia la cerradura. Otra vez el reflejo condicionado de abrir sin mirar le falló. Sin entender por qué estaba queriendo poner la llave cinco centímetros encima de la cerradura, por lo que nuevamente debió bajar su mano y girar un poco la muñeca para un ángulo que se le antojaba no era el de todos los días. Estoy distraído, es el tema de la jubilación que me pone mal, trató de explicarse y sin darle más importancia puso su mano derecha donde debió estar el interruptor de la luz. Nuevamente su mano buscó unos centímetros encima de donde efectivamente éste estaba. Encendió la luz y miró detenidamente lo que conocía de memoria. A su derecha una pequeña sala donde su mujer en vida se dedicaba a sus labores de costura y donde recibía a sus clientas, y que desde que ella no estaba, había caído en el abandono. A su frente la sala con un sofá enfrentado a la pequeña chimenea, dos butacas una a cada lado del sofá y más allá la mesa con sus cuatro sillas, y detrás el mueble donde se guardaban vasos y cristalería que ya nadie utilizaba. Al fondo a la derecha, la puerta hacia su dormitorio, al lado la del baño y al fondo, la que conducía a la cocina. Todo parecía estar igual, como siempre, como desde años atrás, todo en su lugar y espacio.
Colgó abrigo y boina del perchero detrás de la puerta, esta vez mirando lo que hacía, porque estando tan torpe y distraído no sería de extrañar mandara ambas cosas al suelo. Dejó el bolso encima de la mesa y se dirigió al baño donde alivió aguas y lavó las manos, para luego internarse en la cocina a preparar la cena, consistente salvo raras excepciones que ni nombre de tales merecerían, unas verduras cocidas junto a un trozo de pollo o carne, cocinadas en domingo y que luego racionaba meticulosamente durante la semana, hasta hoy viernes precisamente. Un vaso de vino y un pedazo de pan, y santas pascuas. Se inclinó un poco más de lo normal -eso le pareció-, para abrir el frigorífico y sacar el recipiente con el cocido, y colocó la ración que quedaba en una pequeña cazuela para calentarla. Al encender la hornalla, otra vez le pareció todo estaba más bajo, y raro sería a sus casi sesenta y cinco años, hubiera crecido. Tampoco las cosas se achican, hasta donde se sabe. Todo sería producto del desasosiego, que larvado, crecía dentro de él a medida se acercaba el día del definitivo adiós al trabajo, y no menos que eso, y con seguridad más aún, lo de la casa.
Es que sus hijos, tan ausentes de su vida desde hacía tanto tiempo, ahora se creían obligados a pensar en lo que era mejor ó peor para él, y tanto le habían insistido, forzado, machacado y chantajeado con las más que esporádicas visitas de sus dos nietos, que habían terminado poco menos que obligándole a vender la casa para mudarse al pequeño departamento que desde hacía años había conseguido comprar en el centro y en el cual sus hijos habían establecido vivienda mientras estudiaban. Y lo de poco menos que obligado no pasa de ser un recurso semántico, porque herederos de la parte de su madre, ellos también podían decidir sobre la casa y de nada pareció valer la promesa que él le había hecho a su mujer que nunca abandonaría ese lugar que había sido todo para ellos dos. Ayer mismo, le habían acompañado a la salida de su trabajo, porque no admitió de ninguna manera faltar a él, ni siquiera salir antes de hora, a la Notaría donde finalmente había firmado el compromiso de vender su casa. A pesar que los chicos se habían criado en ella, nunca parecieron tener la relación afectiva que a él le ataba con ese espacio techado, que antes de nacer ellos, codo a codo con su, en ese entonces joven y saludable esposa, habían visto crecer desde la nada sobre un terreno virgen comprado con miles de sacrificios. Miles de sacrificios que continuaron durante años, con su esposa cosiendo hasta la madrugada para terminar la construcción, allí donde todavía seguía años después inconclusa, porque él se había negado siempre a pedir prestado para hacerla. Se hace cuando se tiene, y se hace con lo que se tiene, y lo que no, tiene que esperar. Ese había sido siempre su lema. Y luego esa casa fue abrigo en noches de invierno, escenario de noches de amor y luego cariñosa costumbre, hijos en pañales y fiebres, y más tarde nido vacío de hijos grandes, hasta que terminó siendo su propio refugio, apoyo y consuelo en la soledad que desde hacía años se había abatido desde que la máquina de coser había detenido su marcha para siempre. Y ahora, casi le habían obligado a venderla. Sólo de pensarlo, se le partía el corazón; pero qué podía hacer, si esos hijos eran su única familia y los nietos apenas una pincelada de color que cada tanto pasaba frente a sus ojos acostumbrados al gris del cada día.
Terminó de cenar y luego de recoger plato, cubiertos y vaso, llevó todo al fregadero, para junto a lo de la mañana, fregar y limpiar. Otra vez le pareció el fregadero estaba un poco por debajo y debía doblarse apenas unos grados más de costumbre, los que su desgastada columna sentía como varios más. Son cosas mías, se repetía, tal vez es que he estado sintiendo la columna y no me he dado cuenta.
Terminó de colocar la loza en el secadero, secó sus manos y, periódico en mano, se dispuso a sentarse en su sofá, frente al televisor perennemente apagado desde que se quedara solo. Simplemente estaba allí para cuando venían sus hijos y nietos, para los cuales estar en un ambiente sin que hubiera un televisor encendido era sencillamente inimaginable. El había pensado más de una vez en esas esporádicas visitas que era posible de pronto la tierra se tragara a alguno de ellos y los demás ni siquiera repararan en ello, pero de lo que sí darían inmediata noticia sería de una eventual falta del televisor. Aunque poco importara qué cosa estuvieran viendo, porque más de una vez y con malicia, como distraído, le había preguntado a uno u otro qué habían dicho o hecho en el programa que estuvieran mirando un minuto antes y raramente alguno de ellos acertaba a dar cuenta de ello. Simplemente era algo que tenían que tener enfrente, aunque no sirviera más que para no escuchar lo que no quisieran o para escaparse de fastidiosas preguntas. El escape al alcance de la mano y un botón.
Calzó sus pantuflas al borde de la cama y en cinco pasos depositó su esmirriado cuerpo encima del sofá. El cuerpo, liberado de frenos, describió una trayectoria un poco más larga de lo normal y el acto mecánico de sentarse donde siempre, se convirtió en un leve golpe que su coxis sintió como una agresión gratuita y se lo hizo saber en forma de punzada. Pero el sofá no podía estar más abajo por la sencilla razón que era el mismo sofá de siempre, y nada ni nadie la había movido desde hacía años, salvo alguna rara ocasión que la señora que cada quince días iba a su casa a hacerle una limpieza, se le daba por mover muebles. Eso no podía ser porque hacía ya días que había estado y todo estaba en su lugar. Arrellanó el cuerpo, encendió su último cigarrillo y se dispuso a conciliar sueño leyendo su periódico, el de la tarde, que casi nadie leía y que él disfrutaba porque solía llevarle la contraria al resto de la prensa. Lo que para otros apenas merecía dos líneas, en La Tarde era titular seguro, y lo que para otros había ocupado un destaque en tapa, para ellos y con tono bien distinto, apenas una notita interna o directamente le ignoraban. Era como leer la prensa pero a su vez no leerla y sentirse a la vez que no integraba el rebaño que día a día en la Imprenta se encargaban de repetir como loros, dando por cierto todo lo que habían leído y como probadamente inexistente todo aquello que no mereciera la atención de éstos.
Media hora después estaba dormitando con el periódico cayéndose entre sus piernas. Se levantó y cansinamente se dirigió al baño, donde mano en la cintura se agachó, un poco más le pareció, para lavarse los dientes y luego de poner la vejiga a cero, marchó hacia su cama, donde sobre el lado izquierdo dormiría las siete horas que su cuerpo le pedía. Mañana era sábado y podría quedarse un poco más en la cama, pero aún no poniendo el despertador, el reloj biológico haría de las suyas y seguro a la seis estaría en pié como de costumbre, aunque no supiera qué hacer. Gardel no canta en sábados y domingos, y su habitual ida a la escollera a pescar, en ésta época del año, demasiado temprano, no era recomendable para sus reumáticos huesos.
Se acostó un poco más cerca del suelo que lo habitual y con el respaldo rozando sus pies. Pero como de nada vale preguntarse la razón de aquello que no se entiende, decidió dejar preocupaciones metafísicas para mañana, y se durmió.
Contra su costumbre durmió mal. Sobresaltado con ruidos que no terminaban de serlo, se despertó un par de veces. Soñó sueños que dejaron un poso de intranquilidad en su espíritu, pero de los que a la mañana, nada recordaba. Igualmente despertó a la hora de siempre. Todavía se demoró diez minutos en la cama, pero sabiendo no podría dormir, volcó su cuerpo a la izquierda y allí nomás encontró las pantuflas, encima de las cuales enfiló, Spika en mano, hacia el baño donde aliviaría el cuerpo de humores y excrecencias propias del funcionamiento regular del cuerpo humano, se daría la rápida ducha de agua ni caliente ni fría y una afeitada a la que no estaba obligado sino por su maniática costumbre de hacerlo todos los días, bajo sol o lluvia.
Cuando dio con la cabeza contra el regador de la ducha, se dijo que no entendía cómo durante años no se había pegado contra él, estando, como él había insistido, demasiado bajo, en contra de la opinión de su mujer que le decía una vez y otra también, eran manías suyas y la altura donde lo habían colocado, era la adecuada.
Se colocó el viejo reloj, mientras la pequeña manecilla de rápido andar había descendido cuarenta y cinco grados exactos de su cénit, lo que en sencillo indicaba eran las seis y cuarto, quince minutos tarde para no se sabe qué porque hoy no habían obligaciones horarias, y marchó a preparar el desayuno: dos huevos revueltos, seis finas rodajas de chorizo, un vaso de leche y una taza de café, el mismo que descansaba dentro del frigorífico y que él volvería a recalentar. Con los restos del sueño aún pegados a sus párpados manoteó la puerta de éste y su mano pasó una y otra vez por el aire, hasta que su conciencia recuperada le dijo que así podría estar toda la mañana que, con la manija diez centímetros por debajo de donde su mano describía el vuelo de una mariposa, no conseguiría abrirle nunca. Se detuvo un momento, volvió a mirar esas cosas que eran las suyas desde siempre, como si por primera vez estuvieran allí y cobraran vida, y volvió a decirse todo era producto de los nervios y la tensión, que a medida avanzaban los días que le separaban del adiós al trabajo y la despedida de su casa, crecían dentro suyo aunque no quisiera admitirlo.
Acomodó su cuerpo encima de la silla de siempre, junto a la mesa donde reposaba el plato con el desayuno en perfecta formación, y se dispuso a comer mientras la Spika distraía un momento su atención, con noticias refritas del día anterior. Que todo le parecía más chico, o él más grande en relación a ellas, tenía que ser cosa suya y le ponía a pensar que los años no venían nunca en soledad y por lo general traían de convidados de piedra algunos de éstos males. Sólo la casualidad hizo que en el momento que depositaba la loza en el fregadero, y el plato y cubiertos emitían su clásico sonido de choque amistoso y acostumbrado, por la casa vagara por unos breves instantes una especie de crujido que a él, sensible a cambios como estaba, le pareció raro pero al que no dio mayor importancia.
Era hora recogiera del pequeño galpón detrás de la casa sus aparejos y enseres de pesca y marchara rumbo a la escollera, distante no más de quince minutos caminando, ventaja que hacía innecesario ningún medio de locomoción. Seguro esa mañana junto al mar, remojando sedales y plomadas, le iba a distraer y sacar de la cabeza las cosas raras que se le habían metido desde que el Jueves a la tarde, con dolor en el alma y agarrotada la mano derecha, estampara la firma decretando la definitiva ruptura de la relación de padre a hijo y entre hermanos que gobernaba su espíritu con la casa que había construido y era parte de su vida misma. Que esa sucesión de supuestos cambios en ésta, su casa, se sucedieran desde ese mismo día, seguro era otra más de las descabelladas ideas que su calenturienta mente de viejo le estaban deparando.
Bajó hacia la costa mientras la mañana despuntaba con un sol dubitativo insinuándose hacia el este aún entre edificios y negros nubarrones que poblaban el oeste. Para media mañana, éstos se habían convertido en una fina llovizna, a la que resistió estoicamente a la espera del mediodía, para ir a comer su pescado frito al puesto de pescadores distante quinientos metros de su habitual pesquero. Regresó pasadas las dos de la tarde, con un medio litro de vino pidiendo siesta, deseando depositar su cuerpo encima de su cama y dormir un par de horas. La salida le había hecho bien y ya no pensaba en nada que no fuera la maravilla del mar, aún encrespado y marrón como hoy estaba, y lo feliz que sería cuando jubilado, pudiera ir todos los días a pescar, dueño de su tiempo luego de tanto tiempo con el cuerpo alquilado por horas.
Abrió la puerta luego de una breve duda acerca de la altura de la cerradura, y agachándose levemente para entrar caña y balde, se metió dentro de la casa, dejó los enseres en la cocina y sin más trámite, vestido como estaba, se tiró en la cama, con los pies aún calzados saliendo por detrás del respaldo. Durmió más de dos horas, quizás tres, porque cuando despertó las primeras sombras del crepúsculo velaban lo que restaba del día. Se sentía dolorido por haber dormido en mala posición y tal vez el vino, en jarra servida en la trastienda del modesto puesto de pescadores, no sería de la mejor cosecha, porque un dolor de cabeza que le avanzaba desde la nuca comenzaba a atenazarle la frente y los ojos. Iría al baño a ducharse y luego se tomaría un par de analgésicos, para lo cual se quitó rápidamente las zapatillas aún en sus pies, la ropa todavía húmeda y se metió al baño. O intentó meterse, mejor dicho, porque inexplicablemente dio con la parte alta de la frente en el marco de la puerta. Ahora sí el antes incipiente dolor de cabeza ya era todo un dolor de cabeza en toda la regla, ayudado por la confusión que reinaba dentro suyo, cuando debió agacharse varios centímetros para poder ducharse. Salido de la ducha, frente a un espejo que reflejaba no ya su cara, sino apenas el mentón y el tronco, volvió a pensar que algo en su cabeza no andaba bien. Se tomó dos o tres analgésicos con un poco de agua casi sin pensar y nervioso, se sentó en su sofá, peligrosamente cerca del teléfono que raramente usaba. Había pasado ahora por su dolorida y embotada cabeza, como un rayo en medio de la tormenta, la idea de llamar a uno de sus hijos, el que con seguridad en sábado a la tarde podría encontrarle en su casa. ¿Pero para decirle qué? Te habla tu padre, te llamo porque parece que todo en ésta casa está más chico y no sé que hacer. Si el destino que sus hijos le reservaban era vivir en el pequeño departamento del centro, por ahora y mientras pudiera valerse por sí mismo, con una confesión de éstas, lo más seguro es que terminara internado en un geriátrico en el mejor de los escenarios, y en un psiquiátrico como más seguro. No era una opción válida. Tampoco tenía explicación lógica para nada, pero bastaba alargar su brazo derecho para comprobar que la mesita ratona, que hasta ahora distaba un metro quedaba bajo su mano, y lo mismo pasaba con la chimenea al alcance de su pierna extendida.
Cerró los ojos y trató de dormir, ahora que la ducha – ésta vez fría – y los analgésicos parecían querer disolver la asfixiante jaqueca en una suerte de nube porosa que poblaba los intersticios de su dolorida cabeza. Dormitó un rato, quizá haya dormido más de una hora porque cuando despertó adolorido de sus piernas y brazos sobrando de un sofá que había perdido proporciones, ya se había hecho la noche y reinaba el silencio apenas quebrado por algún lejano automóvil. En ese instante volvió a escuchar, ahora nítidamente un crujido, como de tornillos girando sobre madera, y un escalofrío recorrió su espalda, porque ante sus ojos los objetos parecían seguir achicándose. Presa del pánico, tomó las llaves de su soporte ahora a la altura de su pecho y con el techo a escasos centímetros de su cabeza, trató de abrir la puerta de calle, convertida en poco más que una portezuela donde a duras penas cabría su cuerpo. La llave no entró en la cerradura, cerrada por completo. En cuclillas pasó a la cocina y trató de abrir la ahora minúscula puerta trasera y otra vez allí se encontró con una cerradura que parecía soldada. Intentó quebrar un vidrio, pero todos eran tan pequeños que no le permitirían salir. El aire comenzó a resultarle irrespirable y le pareció todo eso era una pesadilla de la que debería despertar cuanto antes. Los golpes de su torpe cuerpo contra muebles empequeñecidos y techos cada vez más bajos, le convencieron no era un mal sueño. Aún reptó hacia donde el ahora pequeño teléfono negro reposaba en una minúscula mesita con ruedas, y levantó el tubo que apenas superaba el tamaño de su encendedor y desencajado lo puso al oído, sólo para comprobar ningún sonido salía de él. Al achicarse, el cable había encogido y por alguna parte se había cortado. Las luces tampoco funcionaban si él pudiera llegar a alguna de ellas. Tendido de bruces sobre el piso de la sala, donde los diminutos muebles le cercaban y con el techo acercándose implacable, tuvo conciencia que inexplicablemente aquél era el final y que no debió nunca haber firmado la venta de esa, su casa, la que había prometido a su querida esposa, no vendería nunca y sin embargo lo hizo. En la penumbra que se tornaba ominosa oscuridad, todavía alcanzó a sentir cómo su viejo reloj se apretaba en su muñeca y adivinar cómo la pequeña manecilla desaparecía de su vista.

J.M.Jorge
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Fecha 09-feb-2011 12:05




2 comentarios:

  1. ¡Madre mía Jordi! Me has dejado flipando, la verdad... Un texto de ritmo algo lento pero constante y que te va enganchando a medida que avanzas y te sientes lo que siente el personaje. Porque lo sientes muy bien ya que lo has hecho muy descriptivo, he sentido lástima, ternura por él... Y finalmente, me dejas con la boca abierta ante ese anunciado final "extraño" y que termina dejándome un sabor de boca sobrenatural. ¡Genial! Me ha gustado mucho, está muy currado, enhorabuena, Jordi. Un besitooooooo

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  2. Y no sé qué decirte Lyns...mmm, gracias? Que no se lo merece? Que lo haces de puro generosa? Igual, se vale tu apoyo, y mucho. Besotes y besines. J

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