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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

jueves, 17 de febrero de 2011

El Arcón de las almas buenas





Los gruesos goterones repicando en el techo de zinc, sonando en mis oídos aún dormidos, terminaron despertándome del sueño que me había atrapado, con la novelita de Salgari y sus aventuras, aún abierta sobre mi pecho. Me incliné hacia mi derecha y por el espacio que dejaba la cortina de enrollar, a medias baja en la ventana del dormitorio, pude ver el fulgurante verde de los potos empapados por el chaparrón de verano. El mundo mismo parecía detenido, excepción hecha de esa agua que ahora caía mansa, mientras un tímido sol amagaba asomarse entre nubes, pintando tenues sombras en la ventana. Entrecerré mis ojos mientras aguzaba mis oídos en busca de alguna señal de vida. La casa estaba, en esa hora muerta de la siesta, en el más completo silencio. Sin el ruido de la lluvia ahora detenido, el vuelo de una mariposa podría haberse oído. Me levanté lentamente, calcé mis zapatillas gastadas y en puntas de pié, temeroso de romper esa magia de silencio, del que abruptamente me sentía cómplice, abrí la puerta del fondo, junto a la contrapuerta de tejido fiambrera que me protegía de los voraces mosquitos, y salí al patio. La piedra laja de los senderos que rodeaban los pequeños jardines, que con esmero cultivaba mi abuela, aún mojadas, despedían un vaho caliente producto del renacido sol de la tarde, que se colaba porfiadamente entre las ramas de un par de añosos sauces, que custodiaban los fondos de la casa. Sigilosamente seguí el sendero hacia la piecita del fondo, donde mi abuelo solía pasar sus ratos de ocio, trabajando madera para fabricar aquellos juguetes que habían sido parte de mi niñez. Cuando llegué a la endeble puerta de la pequeña habitación, de una sola ventana de viejos vidrios sucios rodeados de enredaderas, la encontré ligeramente entornada. Apenas entré, me invadió el aroma a resina, que llevaba en mis sentidos como la viva imagen del abuelo Américo, y en la penumbra me pareció ver su dulce rostro, surcado de arrugas, y sus blancos cabellos inclinados sobre la mesa de trabajo, mientras me miraba por encima de sus anteojos, diciéndome – ven Miguelito, siéntate junto a mí que tengo algo para contarte- en tanto pasaba su rugosa mano, que siento aún viva en mi piel por encima de mis, por entonces, pequeños hombros. Al lado de la solitaria mesa, abandonada desde que se fuera el abuelo, estaba el gran arcón de añeja madera negra, encastrada en chapas de cobre, donde de niño guardaba mis juguetes y en cuyo interior tantas veces me había escondido de las iras de mi madre, lanzada en mi captura cada vez le metía mano a sus buñuelos recién horneados.
Cuando entré, al coger el picaporte de la puerta, me pareció estaba demasiado alto. Pero ahora también el arcón se me aparecía tan grande como cuando de niño vivía alrededor suyo, fantaseando mundos distintos. Al igual que la mesa del abuelo, a la que veía ahora desde abajo. Me miré las manos, me toqué los brazos, y eran otra vez las manos y brazos de aquél niño que había salido de esa entrañable piecita, hacía tantos años. Temeroso de lo que estaba pasando, sin entenderlo, quise abrir el arcón pero la traba estaba también un poco alta. Arrastré hasta él un pequeño banquito de madera, que mi abuelo había hecho para que me sentara a su lado cuando trabajaba en sus cosas, y allí sí logré destrabar la tapa. Traté de levantarla, pesada como ahora se me hacía, y lentamente logré abrirla. Al acercarme a su oscuro interior, oí por primera vez un tenue llanto proveniente de su interior. Sorprendido más que asustado, terminé de replegar la tapa para que entrara la débil luz del exterior y allí, en un rincón, una bella niña rubia, de dorados cabellos y grandes ojos verdes inundados de llanto, me miró con sorpresa.
-Quién eres? Me preguntó mientras enjugaba sus lágrimas en la manga de su floreado vestidito rosado;
-Soy Miguelito – me sorprendí respondiéndole con mi recobrada voz de niño – y vivo aquí, con mi abuela… y tú, quién eres tú? Y qué haces en mi arcón? atiné a preguntarle, mientras ella retomaba un quedo llanto entrecortado en ligeros hipos;
-Me llamo Anna- me dijo , - y no sé cómo es que estoy aquí, y no sé dónde vivo porque tampoco sé si lo hago…por lo menos no sé si vivo como tú vives… -terminó diciéndome en un hilillo de voz apenas audible, que me obligó a acercarme hasta casi rozar su rubios cabellos;
- Cómo es que no sabes si vives? le dije mientras alargaba mi mano para rozar las de ella, para comprobar con sorpresa que donde parecía haber cinco perfectos y regordetes deditos, era sólo vacío… ¿es que acaso eres un ángel?
-Pues no lo sé, solo sé que he dormido por mucho, mucho tiempo, y ahora he despertado aquí, junto a estos juguetes y dentro de este arcón…poco recuerdo de mi vida en vuestro mundo porque desde muy pequeñita hube de irme, sabes? Me llamaron cuando era muy chiquitita, mientras dormía en mi cuna, junto a la cama de mi mamá. De mi papá nada recuerdo, porque me decía mi mamá que él hacía años se había ido a la guerra y allí le habían matado. Y mi mamá me contaba que sólo éramos nosotras dos, porque también mi abuelita se había ido al cielo, porque había estado muy, muy enfermita y sufría mucho, así que mi mamá lloraba por ella, porque le había dejado sola y le extrañaba mucho. Aquella noche, en que no volví a despertar en mi cuna y me fui al cielo, mi mamá también lloró mucho, muchísimo porque no entendía por qué también le quitaban su niña. Y yo no podía hacer nada, me daba tanta, pero tanta pena verle sufrir y no poder decirle que estaba bien ahora, que no sufriera por mí, hasta que al tiempo, volví a encontrarle el día de mi cumpleaños, cuando ella estaba sentada en un banco del parque, a donde me llevaba cuando bebita a tomar aire y escuchar el gorjeo de los pajaritos. Cuando supe que era ella, sentí su aroma que llevaba grabado en mí, pude darme cuenta que aunque no me viera, podía sentirme y hablarme, mientras yo volvía a escuchar su dulce voz, quebrada por la infinita pena, que arrastraba con ella allí donde iba. A partir de entonces cada cumpleaños, yo sabía que ella estaría allí, abrazada al peluche que dormía junto a mí la noche de mi partida, y ese día durante horas, hablábamos ambas como si la vida hubiera seguido. Me preguntaba que cómo me iba, si estaba creciendo, que si mi cabello se parecía al suyo y cómo me peinaba, que qué color tenían ahora mis ojos, porque cuando había nacido eran la viva imagen de la abuela, y así para ella, era como volver a juntarnos para no separarnos nunca, y el año que iba entre uno y otro encuentro, era apenas un paréntesis para vernos nuevamente. Te aburro, Miguelito? me dijo, mientras me sacaba del ensimismamiento que me había asaltado, en tanto relataba sus encuentros con su mamá con queda voz.
-No claro, Anna, sigue por favor, anda que me gusta escucharte…
-Escucha, tú no me conoces, pero alguien o algo me ha hecho venir aquí, porque ahora necesito un alma buena, como puedo leer es la tuya, para que me haga un favor, muy pero muy grande, porque yo, como comprenderás, no puedo hacerlo. Lo harías por mí?- Me preguntó mientras posaba su dulce y tierna mirada en mis ojos, enmarcada en un arco de pestañas perfectas aún mojadas del llanto pasado. – Es que mi mamá no ha venido al parque en mi último cumpleaños, estuve esperándole durante todo el día y ella no ha aparecido, y eso sólo pudo pasar si ella estuviera enferma, sabes? Porque si no de ningún modo podría faltar a nuestra cita. Y yo estoy muy triste, porque ella sólo me tiene a mí y no puedo decirle que estoy junto a ella siempre. Tú que estás de ese lado de la vida, ve por mí al Hospital y pregunta por ella, se llama Samantha, es una señora muy bonita, de grandes ojos verdes, con un lunar justo al lado de la comisura del labio, igual al mío, ves? – dijo, acercándose hacia mí, casi tanto como para tocarme, aunque ello no fuera posible. – Lo harás por mí, Miguelito? ¿Sí? -Ella se pondrá bien si sabe que yo estoy a su lado, sabes?-
-Sí, lo haré, claro, puedes quedar tranquila que sí lo haré, vale? Y no bien hube dicho esto, la tapa del arcón cayó pesadamente sobre sus goznes cerrándose, como si hubiere sido impelida por una brisa inexistente, dejándome en la más completa oscuridad.
-Anna , estás ahí? Anna? … Silencio. Como pude, me incorporé dentro del arcón, y con mis brazos y mi espalda haciendo presión, logré levantar la tapa y hacerla caer, abriéndola nuevamente. Para mi sorpresa, Anna no estaba allí y sólo me observaban los ojos muertos de un par de títeres, hechos por mi abuelo, para las tardes de lluvia.
Me encaramé y salí como pude de él, y luego de cerciorarme nada había en el camino, salí por el sendero de piedra laja, ahora seco en el sol de la tarde, hacia mi dormitorio. Entré y me metí a mi cama, zambulléndome debajo de las revueltas sábanas. Quedé durante un largo rato tenso y en silencio, aún con el impacto de lo sucedido en el arcón, preguntándome si no sería un sueño. Y poco a poco me invadió un sopor, que se transformó en sueño, porque cuando desperté era ya noche. Me levanté sorprendido, palpé mi cuerpo de hombre adulto, sin explicarme muy bien la naturaleza de sueño tan raro, y luego de darme una rápida ducha de agua fría, vestirme con lo primero que pude encontrar, salí nuevamente al patio, para comprobar si el arcón seguía allí, y qué contenía dentro. Volví a entrar a la piecita y allí estaba, como estuvo siempre, con los juguetes y el par de títeres mirándome con su mirada vacía. Lo cerré y volví a mi cuarto presa del desconcierto. Entrecerraba mis ojos y veía vívidamente la mirada de la niña, y escuchaba su vocecita, pidiéndome fuera a ver su querida mamita al Hospital para llevarle su mensaje.
Venciendo mi escepticismo, salí nuevamente por el fondo y accedí a la calle por una puerta lateral, de manera de no provocar preguntas en la casa acerca de a donde iba. Casi sin proponérmelo me encontré a las puertas del Hospital de la ciudad, y yendo hacia un mostrador de Informes para preguntar por una señora Samantha que debería estar ingresada en Sala de Cirugía.
-Efectivamente- me dijo una amable señorita, -está en la habitación 302, aunque no es horario de visitas…es usted familiar de ella?- me inquirió.
-Pues sí, soy su hermano menor y vengo desde muy lejos para verle, no podría usted dejarme ingresar tan sólo un momento? Es que mañana no sé si podré volver…podrá? –
-Bien, me dijo la amable joven – tome por ese pasillo al fondo y de allí a la derecha, verá un cartel encima suyo que dice Cirugía, busque el 302 a su izquierda e ingrese sin hacer ruido, pero no más de cinco minutos, vale? Que puede llegar mi superiora y regañarme, si? –
Si claro si, es usted muy, muy amable – le dije mientras salía presuroso hacia el 302 indicado.
Al encontrarlo, empujé suavemente la puerta y en el centro, en una alta y blanca cama, rodeada de un balón de oxígeno, un suero colgando, una mesilla de noche con una veladora de tenue luz y un ramo de rosas azules, estaba quien debía ser Samantha, la mamá de la niña. Me acerqué a ella, que dormitaba apaciblemente, quizá soñando dado el ligero temblor de sus párpados, y le nombré quedamente:
-Samantha…Samantha, me escucha?
Noté cómo ella hacía un leve gesto de dolor que comprimió sus labios, justo donde el lunar besaba la comisura de su boca, y preguntó en voz apenas audible, mientras le tomaba su mano abierta:
- ¿Eres tú Annita, mi querida niña? Eres tú? –
- Sí mamita, -dije con la voz más tenue posible- , soy yo y vengo a decirte que estoy bien, contenta porque tú vas a ponerte bien también, verdad que sí, mamaíta?- Casi podría decir que mi voz era guiada, es más, era la propia voz de aquella niña, que horas antes me había rogado por su mamá.
- Oh mi dulce niña, qué feliz me haces! Ya sabía yo tú ibas a estar junto a mí, ahora sé con seguridad habré de ponerme bien, para volver a estar juntas en el parque para tu cumple!
- Me incliné con sumo cuidado para no despertarle, deposité un suave beso en su frente, mientras ella esbozaba una ligera sonrisa, que borró la mueca de dolor de sus labios, y solté su mano mientras me alejaba hacia la puerta batiente. Por un momento, sentí que aquella niña había vivido en mí, y que su alma se había fundido en un apretado abrazo, con la de su amada mamá.

2 comentarios:

  1. Gracias ADN, amable comentario el tuyo, tanto como original tu seudónimo, aunque todos lo llevemos en la sangre.

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