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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

miércoles, 27 de octubre de 2010

La bala que mató el Domingo




El domingo sufre ya de los estertores que anuncian su final dando paso a un nuevo lunes de colegios y corridas. La primavera esquiva ha hecho del anochecer, noche cerrada un par de horas antes, por lo que para las veintidós que apenas son, ya es demasiada noche y casi nadie circula por las calles.

La falta del inevitable efectivo para afrontar eventuales gastos menudos en la mañana, me lleva obligadamente al Cajero Automático más próximo, emplazado en la Gasolinera de la esquina más cercana al Condominio donde vivo. Tampoco en la Estación de Servicio hay muchos clientes; apenas dos ó tres coches cargan combustible y los empleados que atienden los surtidores superan a quienes están siendo atendidos por ellos.

Dentro del local, funciona un Autoservicio –pequeño expendio de bebidas y alimentos envasados distribuidos en no más de media docena de refrigeradores e igual número de góndolas – y el propio Cajero Automático en un extremo de él.

Detrás del mostrador, la Caja común para el Autoservicio y el expendio de combustibles, es atendido por una chica joven, a primera vista diría que no más de veintiuno ó quizá veintidós años. Bonita, elegante y simpática. Diría muy bonita, aún en su anodino uniforme color ratón, debajo de la visera de su gorrito, destacan unos grandes ojos color almendra. Su joven rostro denota el cansancio de un turno de domingo que le debe llevar no menos de seis horas y le restarán aún otras dos, para volver a su casa. Es una chica que tal vez aún esté intentando estudiar, pero seguro su origen la ha llevado a trabajar ocho diarias por no más de trescientos dólares al mes, y que de haber contado con un poco de más suerte en la partida, debería estar haciendo suspirar chicos en otro lugar y no detrás de una caja dejando desgajarse su preciosa juventud.

Ingreso al recinto, saludo a la chica y me dirijo al Cajero mientras me quito el sombrero, acatando las normas de seguridad que obligan a descubrir la cabeza con el objeto que las cámaras –Gran Hermano moderno y obligado por la delincuencia- puedan identificar correctamente los rostros de quienes entran al Autoservicio. Dentro sólo un joven a quien apenas alcanzo a ver está tomando unas botellas de Cerveza desde uno de los refrigeradores.

En el escaso minuto que me lleva hacer la extracción de efectivo y cancelar el insistente pitido del Cajero conminándome a retirar la tarjeta so pena de quedarse con ella, entreveo que alguien a quien no llego a identificar entra violentamente y va directamente a la Caja.

Todo sucede en un instante. La voz estentórea y descontrolada del individuo con su cabeza cubierta por una capucha y lentes oscuros –en plena noche- que le exige a la chica la entrega del dinero. Instintivamente me deslizo hacia detrás de la góndola más próxima, mientras los gritos aumentan de volumen y urgencia, y aparentemente el sujeto forcejea con la Caja y la chica para hacerse del dinero. Me tiro al piso y sólo alcanzo a ver por debajo un par de zapatillas deportivas que van y vienen a lo largo del pequeño mostrador, mientras arrecian las amenazas y nadie del exterior parece advertir lo que está pasando.

Es en ese momento que un estampido parece hacer estallar mis oídos y simultáneamente un grito rasga el espacio cargado de violencia desatada. Me levanto y rodeo la góndola que me cubría y en ese momento veo entrar a un empleado desde el exterior a los gritos, mientras se escucha el escape libre de una moto que se da a la fuga.

Entre tanto, detrás del mostrador un ronco quejido delata la ubicación de la chica que yace en el suelo en medio de un charco de sangre. De lo que sigue en el torbellino de los siguientes minutos que parecen horas, poco logro recordar porque me dice el médico que me atiende luego, tuve una pérdida de conciencia propia de un estado de shock.

La chica ha sido trasladada por una Ambulancia que acertaba a pasar por la Avenida próxima y dicen, está fuera de peligro y no tardará en recuperarse. Lo que si tardará es en olvidar ese momento fatal en que un muchacho, quizá menor que ella misma y casi con seguridad bajo los efectos de la droga, sin ninguna necesidad le descerrajó un balazo que le cruzó su hermosa cara desde el pómulo hasta casi la oreja izquierda, profundo surco que le recordará por siempre éste momento maldito, para llevarse con ella – la única bala, artera bala- la belleza pura e inocente de una casi niña que había decidido plantarle cara a la vida por el camino más difícil, el del trabajo. Tuvo suerte, dijeron algunos, pudo haberla matado. Es cierto, pero es mentira. Todo mal es menor si se lo compara con el de la muerte, pero cuesta pensar que quedar marcada de por vida sea una suerte.

Desde ese día hace ya dos semanas –preso de un sentimiento de culpa que no me abandona- he ido a verle diariamente para comprobar cómo ha debido encarar una situación que nunca pensó vivir y que no tiene explicación lógica alguna, diciéndome una y otra vez qué pude haber hecho yo para evitarlo si hubiere tenido los reflejos y la valentía de enfrentarlo. Pero no lo hice. Para la crónica roja es sólo un caso más. Para los responsables, un incidente que será noticia el escaso tiempo en que vuelva a suceder otro similar ó peor que se robe la exclusiva. Para el Estado, incapaz de enfrentar una situación salida de madre, ni siquiera fue noticia porque desde que se declararon derrotados y decretaron la inexistencia de la realidad, estas cosas no pasan y son sólo producto del manejo perverso de la prensa sensacionalista.

Para esa simpática joven, poco importan las estadísticas y explicaciones oficiales. Cada vez que en adelante se mire al espejo recordará que una noche de una primavera tardía y mentirosa, le faltaban apenas dos horas para volver a su casa y poner su cabeza sobre la almohada para intentar sueños que para ella, más que nunca, serán sólo sueños.

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