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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

martes, 20 de diciembre de 2011

A cota vertical 24,14 metros



A cota vertical 24,14 metros, eso dicen los papeles que firmamos cuando compramos el departamento con ella, años ha claro está, un noveno piso vista al mar. Porque ahora ella no está, se ha ido, me dejó, abandonado y solo, como suele decirse. 
Fueron años felices, por lo menos eso creo yo; tal vez sólo haya querido creerlo porque aún cuando ella estuviera sonriendo, en el fondo de sus ojos marrones con destellos de oro, había un poso de tristeza al que nunca pude llegar, ni siquiera queriendo, como quise, descender juntos. Ese pozo debía ser muy profundo, muy propio de ella y su pasado, como para compartirlo con nadie, tampoco conmigo a pesar de haber compartido tantas otras.  Tal vez sea cierto que es más fácil compartir las alegrías que las penas.
Luego están los hijos, los hijos que no vinieron, una y otra vez esperados, y ella que madre quería ser, y no podía, no podría serlo. Años de tratamientos, suyos, juntos, para nada. De alternativas nunca quiso siquiera oír, debían ser sus propios hijos o no lo serían. Y tras ello, comenzó a llegar el invierno, a nuestra cama, a nuestras almas frías y doloridas, incapaces de unirse en el dolor. Ella refugiada en su pena y yo incapaz de saltar el muro para abrazarla en su propio terreno, prisionero yo también de mi propia desazón, cada vez más, ahogada en alcohol y – pobre sustituto- mujeres fáciles.
No lo pudo soportar, aunque nunca dijo nada, apenas  el mudo reproche asomando de sus ojos cansados. Y un buen día desperté envuelto en resaca, solo, la mitad de la cama vacía, la mitad toda del departamento vacío de ella, nada que me dijera: ha de volver. No dejó, no quiso dejar, una nota, un mensaje, una explicación, tan sólo se marchó. El cierre de su cuenta bancaria días antes, el pasaporte renovado hacía un mes – según pude averiguarlo – y la inexistencia de pista alguna que pudiera decirme a dónde se había ido, eran pruebas más que suficientes que la decisión había sido largamente madurada y por lo mismo, irreversible.
Pagué abogados y detectives, acudí a la Policía y a cuanta oficina me pudiera dar algún dato, pero todo fue inútil. Al cabo del tiempo, hube de resignarme, pero lo único que nunca me atreví a tocar fue nuestro dormitorio – sigo diciendo nuestro aunque el nuestro esté tan lejos en el tiempo- , la misma cama, las mismas cosas en sus mismos lugares. Cada día al despertar, de los tantos días pasados desde entonces, me parece siempre he de encontrarla a mi lado, más no, esa media cama vacía me repite, día a día, que ella no volverá nunca.
De un tiempo a ésta parte me ha dado por pensar ella está allí, a mi lado, casi puedo sentirla respirar, el aliento cálido de su respiración pausada, dormida, que acaricia mi cara. Desde entonces, no sé cuánto tiempo ya, he colocado de su lado una almohadas cubiertas con el acolchado, tal que quien entre en el dormitorio, creerá hay allí una persona durmiendo. A mí mismo, cada vez miro hacia allí, me parece ver moverse ligeramente la superficie del acolchado con la respiración de ella durmiendo. A partir de ese momento, he prohibido a la chica que dos veces a la semana pone un poco de orden y limpieza, a que ingrese al dormitorio. Ese es terreno vedado. No quiero ni soporto que nadie viole el pacto que he hecho con su espíritu, el que estoy seguro no se ha ido nunca de allí, o tal vez ha vuelto para decirme algo que todavía no he podido entender.
Hoy he abierto la ventana y corrido las cortinas, siempre cerradas, para que entre un poco de aire fresco. La tarde tocó a su fin y el calor del verano se ha hecho sentir, demasiado para mi gusto. Al pasar junto a su lado, como me sucede con frecuencia, tal vez producto de la creciente oscuridad que se cuela por la ventana y trepa por las paredes, me ha parecido que debajo del acolchado algo se ha movido. He llevado la mano hasta casi tocar allí donde, de estar ella, estaría su cabeza dormida, sus cabellos cobrizos cayendo sobre su cara. Como otras veces, se detuvo mi mano, perdida la voluntad, a escasos centímetros, temerosa de sentir bajo sus dedos una simple almohada. Me he arrimado a la ventana abierta a la noche, el tráfico nocturno con la riada de coches devolviendo vidas a sus hogares allí abajo, a mis pies, y esa sensación que me invade, como en cada oportunidad que me arrimo al vacío, que hay algo que me llama e impulsa a dar un paso más, el último y definitivo.
No me sorprendió sentir una mano en mi espalda. Tal vez la haya estado esperando  durante todo ese tiempo de su ausencia, esa mano que se posa firme y empuja resueltamente, mi cuerpo doblado sobre el borde inferior. Me siento caer y pienso que a cota vertical 24,14 metros estuvo siempre mi destino. Está allí todavía.