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Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Un señor Tal

Escrito bajo el influjo de una noticia que no debió ser tal.







El señor Tal es un hombre afortunado. Vive en una muy buena casa, hecha a su gusto y el de su esposa, en un buen vecindario, cercano al mar y rodeado de grandes arboledas y primorosos jardines. En su amplio garaje suelen dormir dos vehículos de última generación, uno de ellos el que le lleva y le trae, diariamente, a su empresa. Sin que reine la ostentación, en su casa se respira comodidad y seguridad, la que proporciona un buen pasar, salud bien cuidada y educación a salvo de mediocridades públicas.
El señor Tal sabe bien que su ciudad, en la que creció y vivió su más de medio siglo recorrido, ha dejado de ser, lenta pero inexorablemente, el remanso de paz que algún día fue. Ese barrio donde las puertas permanecían sin llave y los automóviles ni siquiera se trancaban, ha quedado muy lejos en la memoria. Sus dos hijos, veinteañeros, creen que ese cuento, por repetido, es sólo una idealización de un pasado que nunca existió. Pero claro que era así! El señor Tal bien lo sabe, como lo sabe su señora, también ella acostumbrada a que alarmas y rejas fueran palabras extrañas, algo que sólo se sabía debían usarse en grandes ciudades donde la violencia era el pan suyo de cada día.
Hace apenas unos meses, también sus hijos comprendieron cuánta razón les asistía a sus padres, y que la sensación de inseguridad que les embargaba, a la que la prensa machaconamente acudía cada día, no era simplemente una sensación de personas invadidas por manías persecutorias, sino una triste realidad que venía a golpearles justo donde más les podía doler: en el centro de sus vidas, la de las certezas y seguridades.
Sucedió una noche cualquiera cuando el señor Tal regresaba desde su empresa, ingresado al sendero interior cercado de rejas y cuando accionaba el control remoto para abrir la puerta e ingresar el vehículo, se encontró con una mano que le colocaba un arma en la sien. Desde ese momento y en cuestión de segundos, su vida giró como un verdadero torbellino y cuando quiso darse cuenta de lo que estaba sucediendo, los encapuchados – gente joven sin duda, muy nerviosos y peligrosamente dispuestos a la violencia gratuita- les habían atado, a él, a su esposa y a sus dos hijos, brutalmente amordazados, mientras desvalijaban la casa. Todo sucedió en segundos, durante los cuales un intento suyo por reaccionar fue abortado con un par de violentos culatazos en la cabeza que le costaron al señor Tal una cicatriz que aún permanece al tacto de sus dedos en el cuero cabelludo.
Hubo denuncia, se sucedieron promesas de aclarar el caso por parte de la policía, algún detenido por las dudas también y tiempo después, un par de jóvenes menores de edad, imposibles de reconocer, fueron declarados culpables y enviados al Instituto que, supuestamente, el Estado dispone para su reinserción a la sociedad. Unas semanas después, otra vez los presuntos malhechores estaban en la calle, fugados como casi todos ellos sin que nadie hiciera nada por detenerlos. Explicaciones muchas, soluciones ninguna.
Mientras tanto la señora de Tal ha debido iniciar un tratamiento sicológico que la ayude a superar el trauma provocado por la situación extrema que le tocó vivir, sus hijos han dejado de salir por las suyas y sólo lo hacen acompañados, y él mismo, el señor Tal, ha debido recurrir a las pastillas que nunca tomó, para poder conciliar el sueño. Para peor, no faltó que a pocos metros de su casa, poco tiempo después, también otra familia haya sido atacada, dejando a una señora mayor gravemente herida.
Hay cosas que en un familia surgen no se sabe de dónde y en éste caso, tal parece haber sido respecto de la idea de armarse. En un casa donde nunca hubo arma alguna, en donde el hombre nunca disparó una bala, ahora sí descansa en el cajón de la veladora del señor Tal una reluciente pistola, la más moderna y confiable que el armero le pudo recomendar como elemento de defensa.
Es noche de domingo, todos han retornado de sus actividades, con excepción del hijo del señor Tal que anda de viaje con sus amigos. Han cenado los tres, mientras su esposa y la hija han puesto toda su atención en uno de esos insufribles programas de chimentos televisivos, el señor Tal ha comenzado a preparar su lunes en la soledad del escritorio, al abrigo de una buena música. Su esposa ha venido, hace minutos le parece a él, a decirle que ella y la chica se van a acostar y como es costumbre, le ha preguntado si se demorará mucho en subir. El señor Tal ha dicho que no, que en unos minutos sube al piso superior, allí donde están los dormitorios. Justo cuando está cerrando el estudio y se dispone a subir, encuentra a su esposa que baja, en puntas de pie y con cara de preocupación, diciéndole ha escuchado ruidos en el jardín del fondo, hacia donde dan las ventanas del estar y el comedor. El señor Tal ha apagado la música y a él también le parece escuchar ruidos, sin duda, hay gente que anda allí detrás de sus ventanas, ya dentro del jardín. Le pide a su señora apague las luces, sube las escaleras de dos en dos y en menos que canta un gallo está nuevamente en la planta baja con la flamante pistola en la mano. Le pide a su señora suba nuevamente a acompañar a su hija, mientras él da una recorrida por el fondo. Acaba de abrir una de las puertas que le conducen a la barbacoa y en el medio, la tan querida pileta de los veranos, cuando escucha un grito penetrante, de esos que a uno le penetran por los oídos pero parecen taladrarle la propia columna, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Atina a gritarle a su esposa, convencido el o los invasores están en la planta alta y por ello ha gritado, que se quede donde está y enfila raudo hacia la escalera.
En penumbras llega al pie de la misma justo cuando una sombra baja como un bólido desde el piso superior. La reacción es inmediata, instantánea, casi un acto reflejo. Levanta el arma y dispara. El seco estampido le ensordece y se pierde rebotando en cada rincón de la casa, mientras el bulto emite un ronquido de animal herido y rueda escaleras abajo, hasta quedar casi a sus pies. El señor Tal está petrificado. Ha disparado y no sabe cómo ni a quién. Es la esposa quien enciende las luces que devuelven el contorno y volumen a las cosas. Allí a sus pies, rota, quebrada, cual muñeca de trapo a la que han quitado el relleno, su hija se desangra y en su mirada pide una explicación. La que no habrá, la que no tendrá él, ni su esposa, ni nadie podrá tenerla nunca.
Ojalá hubiera sido ficción.