Quién soy

Mi foto
Punta del Este, Maldonado, Uruguay
Escritor porque escribo, aunque no publique más que éstas piedrecitas que, como Pulgarcito, voy dejando en el camino. Eso es todo.

martes, 22 de febrero de 2011

Asiento 10





El acostumbrado viaje de los sábados al mediodía. Trece y diez, segundo coche directo, asiento quince. La llegada justa, corte de boleto y una hora cuarenta y cinco de lectura, verdes y azules en paisajes de recién estrenada primavera y la paz, toda la paz del que se sabe solo dentro de muchos. Me preparo, libro en mano, a disfrutar de la tranquilidad y placidez que nos proporciona, siempre, sabernos dueños, -aunque sólo seamos transitorios usuarios- de un espacio y tiempo propios.
A mi izquierda, pasillo mediante, asientos trece y catorce ocupados por una pareja de mediana edad, a la vuelta de los cincuenta, ambos furiosos lectores, ambos con respetables libros de quizá cuatrocientas páginas, de los que parecen comprados al quilo y prueba bastante de su nivel cultural. Una ojeada a la ocupante del trece ventanilla y dictamino, colmo de la arbitrariedad, que la señora tiene cara de consumir Isabel Allende ó algo parecido, allende la literatura. Lo de él me parece un poco más difícil, aunque bien podría ser alguno de esos esperpénticos ensayos que buscan explicar al Peronismo, tarea vana si las hay. De cualquier manera, gustos probables ó reales aparte, son de mi equipo, me dije, mientras abría mi propio libro adentrándome en los personajes del Mercado de Barceló que, gracias a Almudena Grandes, parezco conocer palmo a palmo, sin haberle pisado nunca.
Pero la paz, como la felicidad, son bienes que vienen en frasco chico y suelen durar lo que un suspiro.
En el asiento diez, esto es, una fila delante, justo frente al número catorce de mi vecino el lector, viaja un joven –para mi cincuentena, todo aquél que lleve menos de cuarenta ó parezca hacerlo, es ya un joven- con trazas de profesional, y si me apuran, arquitecto ó ingeniero. Dispuesto a descansar, con una delicadeza rara avis, acciona el mecanismo y reclina su asiento, con tanta mala suerte que el tope está roto, y su respaldo va directo a descansar sobre las rodillas de nuestro –sólo a efectos descriptivos, porque no lo querría para mí, ni para nadie como no fuera un enemigo- furioso lector. Y ya se verá por qué, nunca tan bien utilizado el adjetivo furioso, condición que detenta el que porta la furia.
Iracundo, irascible, destemplado lector, tarda en montar en cólera, lo que un golpe de nicotina demora en llegar el cerebro.
-Eh, oiga, -se dirige al aún ignorante asiento diez- no ve que me puso el asiento en las rodillas?
El educado joven se da vuelta para disculparse y corroborar que efectivamente su asiento le está jugando una mala pasada.
-Perdone señor… pero está roto… -intenta esbozar el número diez, con un tono de voz acorde a la distancia de menos de cincuenta centímetros que separan sus cabezas, pero el iracundo lector, haciendo gala de un enojo, efervescente como sales minerales en un vaso de agua, se dispara con una catarata de reproches, llenos de violencia y envueltos en grosera ironía.
-Qué, no se da cuenta que me está poniendo su respaldo encima de mí? Piensa que voy a viajar dos horas con su espalda encima de mis rodillas? Levante ese asiento… -le dice con tono conminatorio al cada vez más perturbado joven.
- Disculpe señor – insiste el joven – pero no es mi culpa si el asiento está roto…
-Tampoco mía!!! -le responde, cada vez más violento, el rubicundo lector, cuya furia no le impide delatar el inconfundible acento del porteño más acendrado, ese que, los orientales de éste lado del Plata, a duras penas nos hemos acostumbrado a soportar y nunca, a aceptar–, arregle su problema con el chofer! –insiste imperativo y destemplado.
-Señor, si quiere le cambio de asiento…empieza a sugerir el joven, procurando una salida honorable, acorde a las buenas costumbres que alguna vez le enseñaron y conserva en su acervo, para casos como éste.
-NO… -así, tajante, maleducado y sin dejar terminar la frase a su mortificado interlocutor, le responde el embajador de la otra orilla, fiel a su idiosincrasia- …A MI ME TOCÓ ÉSTE ASIENTO Y NO TENGO POR QUÉ CAMBIARLE NADA…ES SU PROBLEMA!!!...a los gritos, termina apostrofándole al, ya resignado, asiento diez.
No han pasado más de cuatro o cinco minutos, que para mi paz y tranquilidad, equivalen a la eternidad que, dicen los que los han sufrido, duran los minutos o segundos eternos de un terremoto. Siento la sangre que me zumba en los oídos y los nervios a punto de estallar. Me pregunto qué clase de cosas puedan pasar por la cabeza de ese iracundo lector, que por un incidente tan nimio, es capaz de montar en cólera y desatar un incidente, que irradia violencia a varios metros a la redonda, con más fuerza que el aire acondicionado que brilla por su ausencia.
Las generalizaciones suelen ser un recurso de estúpidos y mediocres, y con frecuencia hablar de un comportamiento típico de determinado pueblo, no es más que una aproximación más o menos empírica y muchas veces, un artero recurso utilizado para la descalificación y el ejercicio de un chauvinismo de la peor especie. Así entonces, pienso mientras respiro profundo, y trato de hacer que las pulsaciones vuelvan a su cauce normal, sin haber abierto la boca, no todos los argentinos son iguales, y una cosa los porteños – ese arquetipo de nacido en Buenos Aires que conoce más Miami que Santa Fe- y otra muy distinta el argentino de provincia. Y tampoco son todos los porteños iguales, porque conozco a tantos y tantas, que con ese arquetipo, sólo comparten un mismo territorio y les sufren igual que todos los demás.
Pero tan cierto como esto, lo es que ése arquetipo, es el mínimo común denominador del tipo Asiento Catorce, que con la misma irreflexiva iracundia, un día quisieron voltear la Dictadura desde Plaza de Mayo, con Ubaldini y sus secuaces a la cabeza, y al otro – veinticuatro horas después, que para los tiempos de los pueblos son segundos- se juntaron exultantes de entusiasmo patriotero, a festejar que un milico borracho le había declarado la guerra a Su Majestad la Reina, por unos pedazos de tierra austral, que la mayoría de los argentinos no sabían –ni saben- donde quedaban.
No suelo desearle mal a nadie, pero hay pensamientos que irrumpen en nosotros sin que les hayamos llamado, y como sin quererlo, de pronto nos encontramos pensando en tal o cual cosa, sin que nos lo hayamos propuesto. Tal parece haber sido éste caso, porque sin que de manera consciente me lo propusiera, tuve frente a mí la vívida imagen de un deseo. A éste buen señor debería darle algún tipo de malestar digestivo que le mantenga todo el viaje a buen recaudo, creo haber escuchado una vocecita interior que me hablaba. Imagino que eso sucederá, y si así fuere, será apenas una tímida revancha por el mal rato que nos ha hecho pasar.
Vuelto a la lectura, le cierro la puerta de los pensamientos a la maldad instalada, y quizá por ello, poco reparo en él cuando, minutos después, distrae mi atención del relato que leo, para levantarse hacia el baño, al fondo del bus.
Ahora sí, mucho más pendiente del pasillo que del libro, cuál no será mi sorpresa cuando minutos después, nuevamente se levanta, con evidente prisa y mucho peor humor, y sale corriendo por el pasillo hacia el fondo.
Esa historia se repite tres ó cuatro veces más y de reojo veo, casi con un dejo de alegría, -que humanos somos y corresponde a nuestra naturaleza confesar humanas debilidades- cómo intenta secar su descompuesto rostro con un pañuelo de seda, pensado para otro propósito.
No fue un viaje en paz, pero siempre algo se aprende. Por lo pronto, y aunque no creo en éstas cosas, debo cuidarme acerca de qué pienso de cada quien, no sea cosa siga provocando espasmos y otros males mayores.

J.M.Jorge

domingo, 20 de febrero de 2011

Un romance sin palabras

Relato al que, por razones del corazón que la razón no entiende, guardo especial cariño, y que, publicado tiempo atrás en otro sitio, nunca lo dejé aquí, mi casa. Cumplo ahora.


Desde que le hube visto por vez primera supe que era especial. Su andar elegante, pausado, a veces dubitativo pero nunca agresivo, su penetrante mirada tan intensa como huidiza, sus remilgos para acercarse sin hacerlo, preservando su espacio íntimo siempre, dispararon en mí sentimientos que creía dormidos para definitivamente.
En menos de una semana y sin que haya nunca cruzado una palabra con ella, ha logrado estar en todos mis pensamientos, apareciendo cuando menos lo espero y desapareciendo con la misma rapidez; una nunca explicada actitud de acercamiento y distancia que me ha hecho estar pendiente de su presencia aun cuando no lo piense.
Aún en su mutismo, en su porfiado y permanente silencio, he creído entrever un deseo de comunicarse sin detalles ni demandas, un estar sin necesidad de hacer notar su presencia. Me inquieta no saber nunca el por qué de sus repentinas partidas, tan abruptas como sus apariciones, sin que haya mediado un motivo. Es esa presencia-ausencia que me impide saber qué tormentos y anhelos anidan en su alma, cuando parece estar al alcance de mi mano, y cuando huye una vez más sin saber por qué lo hace.
Todo empezó casualmente, como suelen suceder éstas cosas. Me encontraba de viaje por mi mundo de héroes y villanos mal avenidos, en un lugar impensado para suponer un encuentro tan inesperado, cuando de pronto y sin aviso apareció ella, envuelta en su ropaje tan vistoso como fuera de época. El colorido de sus vestiduras, a la par que llamativo resultaba incongruente con el verde monocorde del entorno y el celeste del cielo otoñal desnudo de nubes. Su elegante figura, de voluptuosos contornos, hacía imposible no estacionar mis ojos junto a ella hasta que decidiera privarme de tan magnífico espectáculo. Sus elegantes extremidades casi desnudas, tan elegantes como las de una bailarina, eran un imán para mi vista que insistía en capturar en una sola mirada tanta belleza. Sus ojos, de un indefinible color, despedían una mirada imposible de ignorar, llena de interrogantes que aún siguen siendo el mayor misterio.
Contuve como pude mi natural impulso inicial de intentar un diálogo, un acercamiento que prolongara esa presencia mágica que había logrado eclipsar todos mis afanes e inquietudes , en aras de mantener un instante más esa presencia subyugante, llena de inquietantes misterios y permanente amenaza de convertirse en repentina huída.
Cerré el mundo de Larsen y sus cadáveres y desde entonces mi atención, como nunca antes, estuvo centrada en tratar de asir siquiera por un momento la magia de ese encuentro, que como sucedería luego con cada una de sus apariciones, sentía que se me escapaba como el agua entre las manos.
De pronto pensé que tal vez su inestable presencia fuera susceptible de mantener recurriendo al más manido de los recursos: la invitación a comer juntos. No puede decirse haya sido precisamente una invitación, siquiera una cena, pero la aceptación tácita aunque temerosa siempre, se convirtió en la llave para tender un puente entre nosotros. Un pacto no escrito que en éstos breves días hemos respetado ambos, trocando mi mesa por su presencia, sin preguntas ni condiciones.
Aunque presintiendo era dueña de una voz envidiable, en la que uno puede fácilmente imaginar el gorjeo de un canto cristalino -como la de un ave- , el silencio entre ambos parecía ser la condición de su aceptación de mi presencia y todo lo más que estaba dispuesta a aceptar. El mismo silencio la acompañó en su tan discreta como rápida partida, sin tiempo siquiera para intentar saber si habría de volver.
Como respondiendo a mi inquietud y expectativa, al día siguiente y por la misma hora, conmigo sentado a la misma mesa, nuevamente le vi aparecer por el mismo lugar donde lo había hecho el día anterior. Al igual que ese día, nada dijo a medida se aproximaba a mi lugar perforado por el sol del otoño, sin que me atreviera siquiera a musitar un saludo; solo mi mirada puesta en sus grandes ojos. Nada más que ahora me tenía reservada una nueva sorpresa, porque junto a ella caminaba lo que podía ser una exacta copia de sí misma. Consciente de la fragilidad del pacto celebrado, donde yo no pregunto y ella no habla, también me abstuve de preguntarle cómo era posible que tanta hermosura fueran en realidad dos - hermanas gemelas seguro - , y para mí, tarea imposible saber cuál es cual. Traté de ver en sus ojos una mirada distinta, un destello diferente, algo en su cuerpo que la identificara pero fue inútil, pero incapaz de establecer una diferencia aunque mínima entre ambas, tan sólo me queda la más absoluta incertidumbre incapaz de preguntarle nada. Esta duda que me asalta y carcome, convive con la latente amenaza de que cada una de sus frecuentes fugas silenciosas se convierta en definitiva, quebrando para siempre la magia de su visión. Lo que me atormentará desde ese momento -que para el tiempo es nada pero para la espera es una eternidad-, es saber cuál de ambas es objeto de éste sentimiento indefinible, repentino, inexplicable, definitivo.
Tanta obsesión, desvelos y elucubraciones, tendrían que tener al cabo una respuesta y ella no podía ser más simple, como suelen serlo las explicaciones de los misterios mayores que nos aquejan. ¿Qué otra cosa puede diferenciar a dos sujetos físicamente idénticos, sin que hayan otros signos exteriores que los diferencien de manera unívoca que el carácter? Claro, he ahí la respuesta, diáfana y clara, como el amanecer junto a la vibrante naturaleza que me rodea. Debía entonces dedicar mis esfuerzos a estudiarle, escrutar en sus pasos, su modo de mirar y esquivar miradas, la esencia de ese ser que me había cautivado y, por fuerza, debía ser único.
A ello dediqué toda mi atención y esfuerzos, observando hasta el mínimo detalle sus gestos, siempre iguales y siempre distintos, tan imprevisibles como cautos. Creí haber logrado captar un consumado arte del disimulo en esa manera suya de acercarse como explorando un camino sin embargo tan conocido. Me pareció distinguir en ella y sólo en ella, esa actitud de discreta aceptación del gesto amable, manteniendo un dejo de reticencia que hacía imposible otra cosa que el fugaz contacto visual.
Al día siguiente, nuevamente me sorprendí cuando pude comprobar, fruto de la paciente observación y seguimiento de sus errantes pasos, que quienes creí eran dos, y hasta elucubré dándolo por un hecho incontratable debían ser hermanas dado su extraordinario parecido, en realidad eran tres y entre ellas apenas se podía percibir una ligera diferencia de envergadura física. Muy a mi pesar no pude menos que aceptar como única explicación plausible que quizá esa diferencia obedecía a su diferencia de sexo que yo no alcanzaba a discernir. Y sí, eso debía ser.
Como sucedió en los días anteriores, ahora ella y sus idénticas acompañantes, todas dueñas del mismo porfiado silencio, siguieron por un rato más junto a mí aceptando el regalo de la comida preparada y dispuesta para su visita, intercambiando conmigo y entre ellas mudas miradas llenas de interrogantes.
Creo fue ese el momento en el que por fin me decidí a salir de esa suerte de parálisis y encantamiento que me atenazaban y aún sabiendo el riesgo que mis palabras fueran el fin de su presencia, me atreví a hablarle por vez primera. En una especie de tembloroso murmullo, me animé a preguntarle algo que ni recuerdo, palabras sin sentido que naufragaron en su renovado silencio y apenas un atisbo de atención, como pendiente de que un cambio en nuestra silenciosa relación podría significar su marcha definitiva. Comió ella, como comieron idénticas acompañantes –imágenes copiadas de sí misma como en un juego de espejos-; me miró y miraron lo que supongo para ella era ya un paisaje conocido: el del mudo anfitrión sentado a la mesa perforada por el sol otoñal y nuevamente, sin una sola palabra ni explicación se marcharon por el mismo lugar de donde habían venido.
Progresivamente esos fortuitos encuentros que habían quebrado la monotonía de una semana de vacaciones pensada para la lectura, se fueron convirtiendo en el centro de mis días, esperando con ansiedad el momento de verle aparecer, al punto tal de quebrar el delgado equilibrio del sueño espantado por la tensa espera.
Al día siguiente y cuando ya tocaba a su fin la semana, por el mismo lugar y mas ó menos a la misma hora volvieron a aparecer, salvo que ahora eran cuatro. Para ese momento, con la escena repitiéndose cuadro a cuadro con las de los días anteriores, entendí por fin que lo que al principio creí era una sola, en realidad eran varias, alguna de ellas como la primera que cautivó mi atención y lo sigue haciendo, ligeramente más pequeña que las demás, lo que delataba su femineidad.
Desde entonces supe que mi relación con ella, la fiel gallineta vestida de mil colores, iba a seguir siendo la de disfrutar su esquiva presencia, en un pacto tácito de silencio y aceptación de mi entrega amigable a cambio de la observación siempre distante de su magnífica belleza, desde mi lugar de pasivo y admirado espectador perforado por el sol otoñal. Así ha sido desde entonces y así es aún cada vez que puedo ir a su encuentro, sabiendo ella es tan especial como lo supe desde que le hube visto por vez primera.

sábado, 19 de febrero de 2011

Doña Julia y sus bisnietos



Mundo loco el que nos toca vivir. Historia con invitación a reflexionar.



Esta historia, en lo esencial, me fue referida por mi amiga –llamémosle así-Gabriela, Psicóloga de profesión. He modificado nombres y detalles que no hacen a la historia misma, para preservar la identidad de los protagonistas –a quienes por otra parte no conozco- y la integridad profesional de mi amiga, la que por supuesto nada sabe de mis aviesas intenciones de publicar lo que fue contado en reserva. Es que mi amiga es muy buena gente, seguramente mejor profesional, pero de la vida conoce poco, y una de ellas es que jamás debe contarle una historia a un periodista, y pretender ella quede allí nada mas. Los diálogos son mera aproximación a lo relatado, preservados exclusivamente para dar coherencia al relato, pero no necesariamente reflejan en su totalidad la realidad, y mucho menos los nombres y datos de los protagonistas, los que el relator ha modificado expresamente en aras de la preservación del secreto profesional.
La protagonista es una señora –que llamaremos Julia- de 75 años de edad, viuda reciente de su único esposo, Alfredo, quien falleció hace menos de tres años producto de un infarto repentino. Dejo ahora a Julia sea ella quien os cuente la historia en sus propias palabras, ó las que imagino le relató a Gabriela:

“Tengo una única hija de 52 años, divorciada de un Oficial de Policía y que vive en mi misma ciudad. Alicia, mi hija, a su vez tiene una hija única – y por tanto mi única nieta- llamada también Alicia, quien cuenta ahora con 29 años, es Química de profesión, y desde hace un poco más de dos años reside en Madrid, a donde se fue con su marido, quien trabaja con computadoras y al que el trabajo en nuestro país no le estaba resultando demasiado bien. Para cuando resolvieron irse,- bien que a disgusto nuestro, de su abuelo, mío y de su madre; de mi yerno no lo sé ni me interesa- ella ya hacía cuatro ó cinco años vivía junto a él, había comenzado a trabajar enseguida que se recibió y no proyectaban tener hijos en lo inmediato. A pesar que nos parecía le iba bien, parece que al marido no le convencían sus posibilidades y prefirió irse del país y con él se llevó a mi nieta. No sé si exagero, pero estoy convencida que al pobre Alfredo, Dios le tenga en la Gloria pobrecito, el disgusto de que se le fuera su única nieta y eterna consentida, fue más fuerte que él y se lo llevó.
Desde que se fueron, las noticias de ella sólo me llegaron a través de mi hija, porque se comunicaban con frecuencia pero siempre por esas cosas de Internet que yo no sé ni quiero saber. Dicen que hasta fotos se mandan por esas cosas, fíjese! Conmigo, apenas unas breves llamadas por teléfono cuando falleció el Abuelo, para mi cumpleaños y poca cosa más. Me decían estaban bien, trabajaban mucho y estaban comenzando a pagar un piso y un carro, todo en cuotas naturalmente. Y de tener hijos, por ahora nada, muy al estilo de los jóvenes de ahora, vio?, que eso lo van dejando porque siempre tienen otras cosas.
Por eso me llamó le atención cuando mi hija comentó que iban a tener una hija y al poco tiempo, sin saber nada más que eso, me apareció con la noticia que ya la tenían y se llamaba Luli. Vaya nombre para una niña! pensé, siempre que ese fuera el nombre porque desde el principio fue Lulita. Que Lulita es así, que Lulita es asá, que hizo tal ó cual cosa. Y la verdad a mí, del embarazo no supe nunca nada, así que en algún momento me puse a pensar si no sería adoptada, porque éstos jóvenes de hoy, con tal de no pasar trabajo, igual ni hijos propios tienen. No sé, me sonó tan raro, y mi hija que siempre me prometía fotos y nunca había tiempo, total, que cuando uno está viejo siempre puede esperar. Pero mire, no quiero aburrirle, que al poco tiempo de haberle festejado su primer cumpleaños y yo sin haber visto nunca su carita, aunque bien es cierto en parte por culpa mía, porque me decían que habían montones de fotos en una cosa que no sé bien cómo se llama…feis…algo no sé qué, feisbuc si…bueno, le decía que vino mi hija con la noticia ahora que iban a tener otro. Igual que la primera vez, cuando quise acordar ya lo habían tenido, era varón y le llamaron Fran, supongo que sería por Franco. Y qué quiere que le diga, más me dio por pensar que estaban adoptando pero no eran hijos de mi nieta, porque si no cómo explicarme que nunca me hubieren dado ningún dato de los embarazos, ni de los partos. Todo así, como quien hace un pedido a la Farmacia de la esquina. No sé, una es vieja y tal vez no sepa muchas cosas, pero tampoco es tonta, no?
Cuando para mi cumpleaños me llamó mi nieta y de propia voz me dijo que ya habían comprado con su marido los pasajes para que mi hija y yo fuésemos a visitarles para el segundo cumpleaños de Lulita, al principio me resistí y me negué. Vea, que sacar una vieja como yo, que nunca en su vida se había subido a un avión, para irse tan lejos…no es fácil, sabe? Pero bueno, me terminaron convenciendo, principalmente mi hija que tenía que ir, que si no cuándo les iba a conocer, que ella se encargaría de todo. Para no aburrirle, le ahorro los detalles del viaje y los preparativos.
A la llegada, en la mañana del mismo día del cumpleaños de Lulita, mi nieta y su marido no nos pudieron ir a esperar al Aeropuerto porque estaban muy ocupados con los preparativos de la fiesta, pero igual nos mandaron un Remise que nos llevó directo a un Hotel cercano a donde ellos viven. Según me dijo mi hija prefirieron reservarnos un hotel porque íbamos a estar más cómodas, porque el piso era pequeño y estaban revolucionados con el asunto del cumpleaños. Como acordamos, a la tardecita un taxi nos pasó a buscar, luego de haber descansado toda la tarde, porque claro, yo ya no estoy para éstos trotes y llegué molida. En un ratito, donde apenas ví el tráfico de la ciudad, estuvimos en el edificio donde en un tercer piso vivía mi nieta con el marido y sus hijos.
Lo que más me llamó la atención de lo poco que pude ver al llegar, es que todo el apartamento estaba cubierto de globos rosados y blancos, y por doquier, fotos y más fotos de unos perritos más emperifollados que un bebé, que para mi asombro se llamaban igual que mis bisnietos, a los que suponía iba a ver enseguida.

Alicia hija -mi nieta-, me explicó que no me pusiera nerviosa, que esperaban llegaran todos los invitados, -casi todos mayores y muy pocos niños para mi gusto- para ir a buscarles a ambos.
Ahora, Gabriela, vea cómo si no, si a usted no le pasaría lo mismo que a mi. Luego de esperar un rato y ver fotos de perros y hablar con desconocidos y saber que qué preciosa era Lulita, que qué bien se portaba y lo cariñosa que era con su madre, que ya lo iba a ver, resultó que llegaron. Se agolparon todos a la puerta, y apagaron luces y encendieron velas, y pusieron música, todo para recibir a la cumpleañera que seguía sin conocer. Pero imagínese Gabriela, cuando al fin se despejó el camino y apareció mi nieta con la famosa perrita Luli, “Lulita, abuela, - me dijo-, dime si no es una monada? Te imaginabas iba a tener una hijita tan bonita como ésta? Y así siguió mi nieta -con diez quilos más de los que se había llevado-, con una perra muy mona sí, pero perra al fin, abrazada como si fuera una hija mismo y hablando con ella como recordaba hablarle yo misma a su madre. Es que me costó encerrarme con mi hija en la cocina, y que ésta me dijera que era así mismo como lo estaba viendo, que los hijos que tenían eran Luli y Fran, dos cachorros Caniches de dos y un año respectivamente, y que nietos, lo que se dice nietos, no habían tales, pero que las cosas así eran ahora, que lo importante era que les querían y eran una familia.
Lo demás ya es historia conocida. No me imaginé nunca tener que aguantarme los comentarios de la desajustada de mi nieta, relatándole a sus nuevas amistades, lo feliz que era por haber tenido dos hijos tan maravillosos como Lulita y Fran, que además se llevaban de maravillas, y lo buenos que eran, tan cariñosos que dormían en la misma cama con sus papás. No, si una es vieja pero no tonta! Hacerme viajar para conocer dos perros, y que me los presentaran como los nietos de mi hija, y ver que les tenían –álbumes de fotos, recuerdos, planes de alimentación, dormitorio propio, cómo no y faltaba más- tal y como si fueran auténticos hijos. Pero, habráse visto semejante cosa? Por supuesto, Gabriela, yo he tenido perro, una hermosa perra ovejera que se crió junto a mi hija, pero fue siempre lo que debía ser, una perra, y mi hija era la que había salido de mis entrañas. Me vine tan desconcertada, como sigo estándolo ahora. ¿Le parece, Gabriela, que mientras hay niños sin padres por todos lados, muchos sin tener qué comer, haya gente como mi nieta – y me duele decirlo- con tanta frivolidad para hacer de un par de adorable perritos, sus propios hijos?. Ayúdeme usted a entender ésta gente como mi nieta, su marido y sus amigos, que son capaces de tratar a la gente como perros y a los perros como gente. Explíqueme cómo se entiende esto, porque lo que soy yo, creo que no lo voy a entender nunca”

Hasta aquí la historia de la bisabuela que no fue y de la madre que no es.

jueves, 17 de febrero de 2011

El Arcón de las almas buenas





Los gruesos goterones repicando en el techo de zinc, sonando en mis oídos aún dormidos, terminaron despertándome del sueño que me había atrapado, con la novelita de Salgari y sus aventuras, aún abierta sobre mi pecho. Me incliné hacia mi derecha y por el espacio que dejaba la cortina de enrollar, a medias baja en la ventana del dormitorio, pude ver el fulgurante verde de los potos empapados por el chaparrón de verano. El mundo mismo parecía detenido, excepción hecha de esa agua que ahora caía mansa, mientras un tímido sol amagaba asomarse entre nubes, pintando tenues sombras en la ventana. Entrecerré mis ojos mientras aguzaba mis oídos en busca de alguna señal de vida. La casa estaba, en esa hora muerta de la siesta, en el más completo silencio. Sin el ruido de la lluvia ahora detenido, el vuelo de una mariposa podría haberse oído. Me levanté lentamente, calcé mis zapatillas gastadas y en puntas de pié, temeroso de romper esa magia de silencio, del que abruptamente me sentía cómplice, abrí la puerta del fondo, junto a la contrapuerta de tejido fiambrera que me protegía de los voraces mosquitos, y salí al patio. La piedra laja de los senderos que rodeaban los pequeños jardines, que con esmero cultivaba mi abuela, aún mojadas, despedían un vaho caliente producto del renacido sol de la tarde, que se colaba porfiadamente entre las ramas de un par de añosos sauces, que custodiaban los fondos de la casa. Sigilosamente seguí el sendero hacia la piecita del fondo, donde mi abuelo solía pasar sus ratos de ocio, trabajando madera para fabricar aquellos juguetes que habían sido parte de mi niñez. Cuando llegué a la endeble puerta de la pequeña habitación, de una sola ventana de viejos vidrios sucios rodeados de enredaderas, la encontré ligeramente entornada. Apenas entré, me invadió el aroma a resina, que llevaba en mis sentidos como la viva imagen del abuelo Américo, y en la penumbra me pareció ver su dulce rostro, surcado de arrugas, y sus blancos cabellos inclinados sobre la mesa de trabajo, mientras me miraba por encima de sus anteojos, diciéndome – ven Miguelito, siéntate junto a mí que tengo algo para contarte- en tanto pasaba su rugosa mano, que siento aún viva en mi piel por encima de mis, por entonces, pequeños hombros. Al lado de la solitaria mesa, abandonada desde que se fuera el abuelo, estaba el gran arcón de añeja madera negra, encastrada en chapas de cobre, donde de niño guardaba mis juguetes y en cuyo interior tantas veces me había escondido de las iras de mi madre, lanzada en mi captura cada vez le metía mano a sus buñuelos recién horneados.
Cuando entré, al coger el picaporte de la puerta, me pareció estaba demasiado alto. Pero ahora también el arcón se me aparecía tan grande como cuando de niño vivía alrededor suyo, fantaseando mundos distintos. Al igual que la mesa del abuelo, a la que veía ahora desde abajo. Me miré las manos, me toqué los brazos, y eran otra vez las manos y brazos de aquél niño que había salido de esa entrañable piecita, hacía tantos años. Temeroso de lo que estaba pasando, sin entenderlo, quise abrir el arcón pero la traba estaba también un poco alta. Arrastré hasta él un pequeño banquito de madera, que mi abuelo había hecho para que me sentara a su lado cuando trabajaba en sus cosas, y allí sí logré destrabar la tapa. Traté de levantarla, pesada como ahora se me hacía, y lentamente logré abrirla. Al acercarme a su oscuro interior, oí por primera vez un tenue llanto proveniente de su interior. Sorprendido más que asustado, terminé de replegar la tapa para que entrara la débil luz del exterior y allí, en un rincón, una bella niña rubia, de dorados cabellos y grandes ojos verdes inundados de llanto, me miró con sorpresa.
-Quién eres? Me preguntó mientras enjugaba sus lágrimas en la manga de su floreado vestidito rosado;
-Soy Miguelito – me sorprendí respondiéndole con mi recobrada voz de niño – y vivo aquí, con mi abuela… y tú, quién eres tú? Y qué haces en mi arcón? atiné a preguntarle, mientras ella retomaba un quedo llanto entrecortado en ligeros hipos;
-Me llamo Anna- me dijo , - y no sé cómo es que estoy aquí, y no sé dónde vivo porque tampoco sé si lo hago…por lo menos no sé si vivo como tú vives… -terminó diciéndome en un hilillo de voz apenas audible, que me obligó a acercarme hasta casi rozar su rubios cabellos;
- Cómo es que no sabes si vives? le dije mientras alargaba mi mano para rozar las de ella, para comprobar con sorpresa que donde parecía haber cinco perfectos y regordetes deditos, era sólo vacío… ¿es que acaso eres un ángel?
-Pues no lo sé, solo sé que he dormido por mucho, mucho tiempo, y ahora he despertado aquí, junto a estos juguetes y dentro de este arcón…poco recuerdo de mi vida en vuestro mundo porque desde muy pequeñita hube de irme, sabes? Me llamaron cuando era muy chiquitita, mientras dormía en mi cuna, junto a la cama de mi mamá. De mi papá nada recuerdo, porque me decía mi mamá que él hacía años se había ido a la guerra y allí le habían matado. Y mi mamá me contaba que sólo éramos nosotras dos, porque también mi abuelita se había ido al cielo, porque había estado muy, muy enfermita y sufría mucho, así que mi mamá lloraba por ella, porque le había dejado sola y le extrañaba mucho. Aquella noche, en que no volví a despertar en mi cuna y me fui al cielo, mi mamá también lloró mucho, muchísimo porque no entendía por qué también le quitaban su niña. Y yo no podía hacer nada, me daba tanta, pero tanta pena verle sufrir y no poder decirle que estaba bien ahora, que no sufriera por mí, hasta que al tiempo, volví a encontrarle el día de mi cumpleaños, cuando ella estaba sentada en un banco del parque, a donde me llevaba cuando bebita a tomar aire y escuchar el gorjeo de los pajaritos. Cuando supe que era ella, sentí su aroma que llevaba grabado en mí, pude darme cuenta que aunque no me viera, podía sentirme y hablarme, mientras yo volvía a escuchar su dulce voz, quebrada por la infinita pena, que arrastraba con ella allí donde iba. A partir de entonces cada cumpleaños, yo sabía que ella estaría allí, abrazada al peluche que dormía junto a mí la noche de mi partida, y ese día durante horas, hablábamos ambas como si la vida hubiera seguido. Me preguntaba que cómo me iba, si estaba creciendo, que si mi cabello se parecía al suyo y cómo me peinaba, que qué color tenían ahora mis ojos, porque cuando había nacido eran la viva imagen de la abuela, y así para ella, era como volver a juntarnos para no separarnos nunca, y el año que iba entre uno y otro encuentro, era apenas un paréntesis para vernos nuevamente. Te aburro, Miguelito? me dijo, mientras me sacaba del ensimismamiento que me había asaltado, en tanto relataba sus encuentros con su mamá con queda voz.
-No claro, Anna, sigue por favor, anda que me gusta escucharte…
-Escucha, tú no me conoces, pero alguien o algo me ha hecho venir aquí, porque ahora necesito un alma buena, como puedo leer es la tuya, para que me haga un favor, muy pero muy grande, porque yo, como comprenderás, no puedo hacerlo. Lo harías por mí?- Me preguntó mientras posaba su dulce y tierna mirada en mis ojos, enmarcada en un arco de pestañas perfectas aún mojadas del llanto pasado. – Es que mi mamá no ha venido al parque en mi último cumpleaños, estuve esperándole durante todo el día y ella no ha aparecido, y eso sólo pudo pasar si ella estuviera enferma, sabes? Porque si no de ningún modo podría faltar a nuestra cita. Y yo estoy muy triste, porque ella sólo me tiene a mí y no puedo decirle que estoy junto a ella siempre. Tú que estás de ese lado de la vida, ve por mí al Hospital y pregunta por ella, se llama Samantha, es una señora muy bonita, de grandes ojos verdes, con un lunar justo al lado de la comisura del labio, igual al mío, ves? – dijo, acercándose hacia mí, casi tanto como para tocarme, aunque ello no fuera posible. – Lo harás por mí, Miguelito? ¿Sí? -Ella se pondrá bien si sabe que yo estoy a su lado, sabes?-
-Sí, lo haré, claro, puedes quedar tranquila que sí lo haré, vale? Y no bien hube dicho esto, la tapa del arcón cayó pesadamente sobre sus goznes cerrándose, como si hubiere sido impelida por una brisa inexistente, dejándome en la más completa oscuridad.
-Anna , estás ahí? Anna? … Silencio. Como pude, me incorporé dentro del arcón, y con mis brazos y mi espalda haciendo presión, logré levantar la tapa y hacerla caer, abriéndola nuevamente. Para mi sorpresa, Anna no estaba allí y sólo me observaban los ojos muertos de un par de títeres, hechos por mi abuelo, para las tardes de lluvia.
Me encaramé y salí como pude de él, y luego de cerciorarme nada había en el camino, salí por el sendero de piedra laja, ahora seco en el sol de la tarde, hacia mi dormitorio. Entré y me metí a mi cama, zambulléndome debajo de las revueltas sábanas. Quedé durante un largo rato tenso y en silencio, aún con el impacto de lo sucedido en el arcón, preguntándome si no sería un sueño. Y poco a poco me invadió un sopor, que se transformó en sueño, porque cuando desperté era ya noche. Me levanté sorprendido, palpé mi cuerpo de hombre adulto, sin explicarme muy bien la naturaleza de sueño tan raro, y luego de darme una rápida ducha de agua fría, vestirme con lo primero que pude encontrar, salí nuevamente al patio, para comprobar si el arcón seguía allí, y qué contenía dentro. Volví a entrar a la piecita y allí estaba, como estuvo siempre, con los juguetes y el par de títeres mirándome con su mirada vacía. Lo cerré y volví a mi cuarto presa del desconcierto. Entrecerraba mis ojos y veía vívidamente la mirada de la niña, y escuchaba su vocecita, pidiéndome fuera a ver su querida mamita al Hospital para llevarle su mensaje.
Venciendo mi escepticismo, salí nuevamente por el fondo y accedí a la calle por una puerta lateral, de manera de no provocar preguntas en la casa acerca de a donde iba. Casi sin proponérmelo me encontré a las puertas del Hospital de la ciudad, y yendo hacia un mostrador de Informes para preguntar por una señora Samantha que debería estar ingresada en Sala de Cirugía.
-Efectivamente- me dijo una amable señorita, -está en la habitación 302, aunque no es horario de visitas…es usted familiar de ella?- me inquirió.
-Pues sí, soy su hermano menor y vengo desde muy lejos para verle, no podría usted dejarme ingresar tan sólo un momento? Es que mañana no sé si podré volver…podrá? –
-Bien, me dijo la amable joven – tome por ese pasillo al fondo y de allí a la derecha, verá un cartel encima suyo que dice Cirugía, busque el 302 a su izquierda e ingrese sin hacer ruido, pero no más de cinco minutos, vale? Que puede llegar mi superiora y regañarme, si? –
Si claro si, es usted muy, muy amable – le dije mientras salía presuroso hacia el 302 indicado.
Al encontrarlo, empujé suavemente la puerta y en el centro, en una alta y blanca cama, rodeada de un balón de oxígeno, un suero colgando, una mesilla de noche con una veladora de tenue luz y un ramo de rosas azules, estaba quien debía ser Samantha, la mamá de la niña. Me acerqué a ella, que dormitaba apaciblemente, quizá soñando dado el ligero temblor de sus párpados, y le nombré quedamente:
-Samantha…Samantha, me escucha?
Noté cómo ella hacía un leve gesto de dolor que comprimió sus labios, justo donde el lunar besaba la comisura de su boca, y preguntó en voz apenas audible, mientras le tomaba su mano abierta:
- ¿Eres tú Annita, mi querida niña? Eres tú? –
- Sí mamita, -dije con la voz más tenue posible- , soy yo y vengo a decirte que estoy bien, contenta porque tú vas a ponerte bien también, verdad que sí, mamaíta?- Casi podría decir que mi voz era guiada, es más, era la propia voz de aquella niña, que horas antes me había rogado por su mamá.
- Oh mi dulce niña, qué feliz me haces! Ya sabía yo tú ibas a estar junto a mí, ahora sé con seguridad habré de ponerme bien, para volver a estar juntas en el parque para tu cumple!
- Me incliné con sumo cuidado para no despertarle, deposité un suave beso en su frente, mientras ella esbozaba una ligera sonrisa, que borró la mueca de dolor de sus labios, y solté su mano mientras me alejaba hacia la puerta batiente. Por un momento, sentí que aquella niña había vivido en mí, y que su alma se había fundido en un apretado abrazo, con la de su amada mamá.

martes, 15 de febrero de 2011

Cuando Manu se llevó la luna prestada


Relato breve, inspirado por una tierna historia de una querida amiga, al que el Escriba agregó la sal.





El olor de la carne asada se mezclaba, en el aire dulzón de esa noche de verano, con el de las flores distribuidas en grandes macetones que Merceditas cuidaba con esmero de madre. Dani y Xavi cultivaban su prolija rivalidad de madridistas y colchoneros, mientras los niños chapoteaban en la redonda piscina armada en el extremo de la amplia azotea que oficiaba de terraza y patio de juegos. Mientras yo era puntillosamente excluida de las tareas culinarias de mi hermana mayor –madre sustituta de a ratos, hermana consejera en otros, y amiga confidente siempre- , quien disfrutaba sirviendo tapas y quesos, vinos y refrescos. La repetida charla con tintes de discusión de nuestros hombres, me daba la excusa justa para entretenerme jugando con Mao, el pequeño cachorro que mi cuñado se había empeñado en regalarle a María de los Milagros, la pequeñaja Mila – mi sobrinita y ahijada de recientes seis añitos- justo para su cumpleaños. Esa niña morocha de largos cabellos azabache y grandes ojos negros era mi obsesión, desde que después de haber tenido a Manu, nuestro especial Manolete, fuimos por la niña soñada. Menos de seis meses había tardado en embarazarme, en una búsqueda que tuvo mucho de luna de miel repetida, condimentada con trasiego de llantos, pañales y biberones, con insomnios en lechos aprovechados. La verdad mi Dani era especial. Reservado, tímido hasta la exasperación, e introvertido, era un enamorado de su vida de crítico literario y editor de una revista mensual, que junto a mis clases en un elegante colegio bilingüe de educación inicial, nos permitían vivir holgadamente, además de haber comprado un lindo piso rodeado de verde en las afueras de Madrid, y tomarnos cada año un mes entero de vacaciones en mi Valencia de no olvidar. En la misma consulta al Ginecólogo que compartíamos con Merceditas, ella confirmó su embarazo de su Nachete – torbellino de cuatro añitos para cinco- mientras yo confirmaba el de nuestra nena. Mercedes como su tía, repetía yo, Remedios como mi madre, porfiaba Dani. Reme!!!… me repetía yo para mi propio espanto, ¡pobre ángel! , esa no se la iba a llevar. Todo fue normal hasta el quinto mes. Todos los controles eran normales y las ecografías mostraban a la pequeña Merceditas creciendo y pateando dentro de mí. Casi al filo del sexto mes, y cuando cada día era uno menos en la alegre espera de esa niña que sentía crecer y vivir dentro de mí, los nubarrones amenazadores se instalaron en nuestras vidas en forma de una gran mancha de sangre en mis sábanas al despertar. Quedó grabada en mi memoria para siempre la desagradable sensación de estar mojada, desagradablemente sucia y pegajosa, y el miedo invadiendo mis entrañas como un perro rabioso a punto de morderme. Casi sin darme cuenta, desperté en medio del llanto al pobre Dani que dormía plácidamente y no entendía qué pasaba, creyendo era nuestro Manu el que había cogido alguna enfermedad. Toda esa mañana, yendo hacia el Hospital primero, y luego en la espera de la consulta en Emergencias, adonde había entrado en una silla de ruedas que aumentaba mi desconsuelo, fue un calvario.
Las caras preocupadas de Dani, Xavi y Merceditas desconsolada, que habían acudido presurosos al llamado de mi esposo, no presagiaban nada bueno, por más que intentaran disimularlo con un -no te preocupes amor que no ha de ser nada- . Recuerdo los olores que me invadían como ajenos a mis sentidos. Nada iba a ser igual desde entonces, pero a medida pasaba el tiempo, se sucedían sueros y análisis, visitas de médicos y más médicos, mi ansiedad y angustia crecían. Supongo sería el mediodía cuando luego de un inyectable, que debía ser un sedante porque me invadió un extraño sopor, me anunciaron iba a ser trasladada al quirófano para una maniobra de exploración, que todo estaba bajo control. Nada supe luego, hasta que bajo una tenue luz de habitación de hospital, comencé a recuperar la conciencia, y con ella notar la falta de aquello que había sido mi alegría e ilusión. Ver a Dani y su tierna mirada, intensa, quebrada en la mía, sin mediar palabra alguna me dijo que mi niña ya no sería. Que el sueño se había truncado de la peor manera. Lo que tal vez debió haber sido una explosión de llanto y desesperación, buscando una explicación que no tenía, se convirtió en un llanto sordo, que pareció dejarme sin aire ni aliento, sintiendo el alma se me había ido junto con esa presencia, hasta ayer mismo, viva dentro de mí. No podía comprender ni quería aceptar que eso había sucedido. En medio de mi desesperación, creía estar viviendo una pesadilla y que en cualquier momento iba a despertar y tendría a mi niña, tierna niñita, a mi lado. No fue un sueño, no. Sí fue una verdadera pesadilla de la que a veces, creo aún no haber despertado. De lo que siguió a ese día nefasto no quiero acordarme y es posible que no pueda hacerlo. Sólo sé que viví largo tiempo como estando dentro de una película que, ajena a mí, pasaba delante de mis ojos sin que pudiera hacer nada para modificar el guión. El pobre Dani debió vivir un calvario, destrozado como estaba por la pérdida, haciéndose cargo de contener a Manuel, que menos aún entendía qué había pasado con su hermanita, que esperaba con tanta ansia, y de su mamaíta querida que vivía perdida. Pero si algo faltaba para mostrarme su fortaleza, esa prueba fue más que suficiente. Nunca le vi quebrarse, nunca perder su bondadosa –aunque transida de tristeza- sonrisa, para apoyarme y darme ánimos, pidiéndome fuerzas para superarlo, y volver a la vida y a Manu que sentía mi ausencia de cariño y atención. No sé aún qué hubiera sido de mí sin el apoyo de él, y de mi querida Merceditas, que otra vez se convirtió en mi madre, esa que ya no teníamos y que tanto necesitaba. Fue ella la que en contra de mi pesimismo y empecinamiento, logró llevarme a la terapeuta que me ayudaría, si no a superar el trauma, por lo menos a irlo asimilando. Largo proceso, doloroso, lleno de caídas y recaídas, pero que poco a poco me permitió empezar a vivir nuevamente, perdida ya la alegría que hasta entonces, había iluminado mi vida. Y luego saber que esa rara anomalía que afectaba mi sangre y no me permitiría volver a embarazarme, sin correr grave riesgo de vida, significaba que no podría tener esa hija con la que había soñado toda la vida y que, arteramente, me había sido quitada de dentro mío en plena floración. No puedo aún rememorar toda esa pesadilla sin que las lágrimas corran presurosas a mis ojos, teniendo que disimular ante Dani y Manu para no preocuparles con mis bajones.
-Hanna, Hanna, ven a sacar los chicos del agua, anda mujer, que estás en la luna!- me decía Mercedes, cuando acerté a volver de las nubes en las que andaba mi cabeza. Me había abstraído por completo y mientras los hombres seguían con su barbacoa, tragos y deportivas discusiones, los niños berreaban protestando por tener que salir del agua, y yo parecía haberme ido a otra dimensión.
-Sí Merceditas, mujer, ya voy. Anda chicos, vamos, vamos, hala, fuera del agua, rápido que vamos a cenar! – Les sacamos con Mercedes, toallas mediante y luego de vestidos y arreglados, les servimos la cena, mientras yo terminaba de llevar las ensaladas a la mesa, tendida en la terraza. Hube de hacer un esfuerzo para volver a integrarme y entrar en la charla de mi cuñado y mi marido, que con Merceditas iniciaban una de esas disquisiciones que mezclaban la medicina que era la vida de Xavi –médico pediatra- y Mercedes – instrumentista de block quirúrgico- con las de mi esposo que intentaba llevarles a sus temas literarios y filosóficos, cosa que siempre lograba cuando se destapaba la segunda botella de vino. Hacía una noche calurosa, con el bochorno del día aún suspendida, sin que soplara una brisa que viniera a auxiliarnos del insoportable calor que desde hacía más de un mes, un día sí y otro también, debíamos soportar. Con todo, esa aireada azotea era un paraíso que mi hermana disfrutaba con enorme placer. Era su escape de la vida de locos, cercada de bocinas y sirenas, frenazos y alarmas, que eran el pan de cada día en esa zona céntrica, que les permitía vivir relativamente cerca de sus múltiples ocupaciones.
Fue Manuel, que en medio de la charla de los mayores, a falta de los menores al que el agua había invadido de sueño, el que exclamó a voz en cuello: -Mamá, mamaíta…allá está la Luna, mira mamá, la tía tiene la Luna!!! –
Efectivamente, ahora recordaba que desde la mañana, cuando habíamos quedado para cenar en casa de mi hermana, me había hecho a la expectativa de la Luna Llena que tendríamos esa noche. Era una pasión que cultivaba desde niña, cuando con Merceditas en nuestra casa de campo, vestidas de blanco, nos subíamos al gran olmo que presidía el patio solariego, y con los ojos cerrados, le pedíamos deseos imposibles.
Manu se había declarado ya heredero universal de esa mi pasión y me preguntaba cada tanto: -mamá, que cuando tendremos luna? Vendrá hasta nuestra casa? – para que le respondiera siempre: -sí, mi amor, tendremos luna mañana ó tal vez pasado mañana y claro que le veremos, si? Tu y yo juntos vamos a pedirle un deseo, vale?- y cada vez renovaba su ilusión.
Sentí su mano en la mía, y su carita sonriente que me invitaba a admirar aquella magnífica luna plena, que elegante había asomado todo su plateado esplendor, detrás de la cortina de impúdicos edificios del entorno. Levanté a mi niño en brazos, y mientras sentía su piel en mis labios y su aroma en mi nariz, nos apoyamos en la balaustrada, a rendirle nuestro homenaje a tan querida visitante.
Le dije: –Manu, amor, ahora cierra los ojos junto a mí y vamos a pedirle un deseo a la Luna, y como siempre no me lo podéis decir, que si no, no se cumplirá, vale mi guapo? –
-Si mamaíta, si – exclamó Manuel cerrando sus tiernos ojitos. En aquel momento me sentí flotar, con el alma en comunión con mi hijo y esa Luna maravillosa que nos regalaba el milagro.
Cuando estábamos ya cerca de la medianoche y el sueño había ganado, primero a los niños que se habían ido a dormir, y a Mercedes y a mí que entrábamos en ese estado de letargo previo al sueño, me levanté y le pedí a mi marido para irnos, sabedora mañana por ser Domingo, querría levantarse temprano para llevar el niño al parque. Así que ayudé a Merceditas a recoger las cosas tanto como me dejó, es decir casi nada, y luego cogimos nuestros bártulos y fuimos a por el coche, no sin antes quedar para reunirnos el próximo sábado, ésta vez en nuestra casa.
Al cabo de casi una hora de tráfico pesado, con conductores llenos de noche y urgencias desatadas, llegamos a nuestro condominio. Manu había dormido todo el viaje plácidamente.
Fui a sacarle de su silla en el asiento trasero y despertó, bajándose todavía cubierto de sueño. Fue en ese momento que elevó su mirada al cielo y otra vez, vio allí a la redonda luna plateada que le sonreía como diciéndole, ¿ves que no te he abandonado? exclamando:
-Mamá! , mira, nos hemos traído la Luna, le hemos dejado a tía Mercedes sin su Luna!!!-, mientras abría sus preciosos ojos marrones color miel, en toda su dimensión.
-Pero no mi cielo, cómo que nos hemos traído la Luna? Qué quieres decir?-
-Que sí mamaíta, es la misma Luna de la tía, nos la trajimos, le hemos dejado sin su Luna!-
Mientras su padre reía por lo bajo por la ocurrencia de su hijo, yo tentaba si le explicaba que la luna no se traía y que seguía allí, destruyendo su sueño e ilusión, o le dejaba en su fantasía. Al final, luego de haber echado una mirada a Dani que había dado por superado el tema, me dije que tenía derecho a ser niño y vivir como tal, así que me dediqué a explicarle que quedara tranquilo, que nos la habíamos traído porque mamá quería verla en su ventana, pero que mañana se la habríamos de devolver. No muy convencido marchó con nosotros hacia la casa, y de allí directo a la cama a donde habría de retomar el sueño, nada más depositar su cabeza en la almohada. Deposité un tierno y largo beso en sus mejillas y su frente, acaricié su lacio cabello negro y le abrigué levemente, dándole una última mirada antes de cerrar la puerta de su dormitorio poblado de juguetes.
Cuando salí de aquella habitación, aún con el aroma de mi hijo prendido en mi piel, presentí que esa noche algo había cambiado, y que la felicidad, esa esquiva dama que hacía tanto tiempo me había dejado, parecía querer retomar su relación conmigo.
Con esa sensación en mi cuerpo, entré al baño y tomé una rápida ducha de agua tibia –aún en el tórrido verano el agua fría me causaba escozor- , sequé mi cuerpo morosamente, mientras miraba esa mujer redescubierta en el espejo aún sudoroso. Recogí mi cabello en una media cola, dejando mi cuello al descubierto, pasé mis manos por mis pechos generosos aún turgentes coronados por unos pezones grandes y enhiestos aureolados de rosado. Bajé mis manos por mis caderas, las pasé suavemente por el enrulado vello de mi pubis aún húmedo y me di una media vuelta para otear mi espalda, mis nalgas aún firmes y bien formadas y el nacimiento de unas piernas que, todavía, no conocían el ataque de várices ni celulitis. Los años de moderación en las comidas y periódicas caminatas habían dado su resultado. Me coloqué unas breves bragas rosa, un sostén del mismo tono cerrado por delante que dejaban mis pechos sugeridos, unas medias con liguero en tono claro y un leve camisón de raso negro.
Aquella comunión con la luna, el cariño de mi hijo que me había hecho sentir viva otra vez, y mi marido esperándome a la tenue luz de la veladora, habían encendido en mí el deseo. Entré al dormitorio donde Dani, despojado de ropa sobrante en la noche calurosa, solamente tapado con una suave sábana blanca, leía una de sus amadas novelas de mundos inventados. Al pasar encendí el equipo de música, elegí ese CD que había grabado con melodías para la noche, y luego de lanzarle mi mirada más sugerente, me sumergí bajo las sábanas, no sin antes descorrer las cortinas que dejaron pasar un chorro de luz plateada que nos enviaba mi amiga la Luna.
Al sentir el calor en mi piel recién bañada, recelosa del sonido del acondicionador de aire que tanto me molestaba, invoqué a los Hados que de niña parecían obedecerme, cuando deseaba que hubiera viento en el bochorno del verano.
Recosté mi cuerpo al de Daniel, pasé mi brazo por su cuello, y mientras le acariciaba su torso desnudo, le quité los anteojos y le pedí permiso a su amado Onetti con quien rivalizaba, para tenerle por esa noche sólo para mí. Apagué la solitaria veladora y nuestra habitación quedó apenas bañada por el tenue resplandor de la luna, permitiéndonos adivinar nuestros cuerpos. No sé si así habrá sido ó tan sólo mi imaginación y mi memoria quisieron que lo recordara de tal manera, pero sentí en ese momento que, junto con esos delicados rayos de luz plateada, una tenue y suave brisa agitaba nuestros cabellos, mientras todo mi ser se entregaba gozoso a la dicha de amar y ser amada. De esa noche mágica de luna llena y amor completo recuerdo todo, sus caricias, sus palabras, su cuerpo y el mío, pero lo que quizá más intensamente ha quedado en mi recuerdo, fueron aquellas palabras pronunciadas por él, justo luego del reposo del amor, diciéndome quedamente en mi oído:
-Bienvenida a casa, mi amor, te hemos echado mucho de menos-
Cuando en la mañana, temprano para mi gusto el sol iluminó nuestro lecho, luego de un placentero desayuno en la cama como cada Domingo, levantamos a nuestro Manu y salimos rumbo al Parque que hacía sus delicias, supe que era nuevamente intensamente feliz, y que aquél era el final de un largo camino a través de un oscuro túnel, que nunca más querría atravesar.
Al rato de juegos entre padre e hijo como dos niños que eran, vino Manu a mí con sus mejillas encendidas, al igual que sus alegres ojos, a decirme que no podía contarme lo que su padre le había dicho, porque era secreto entre hombres, me dijo muy serio. Mientras le apretaba entre mis brazos le dije, mirándole a los ojos:
- Mi niño, vas a decirme ahora qué les has pedido a la luna, anoche? – Y el niño, como su hubiere estado esperando esa pregunta, me dijo:
-Sí mamaíta, ya puedo decírtelo porque se ha cumplido, verdad? Le he pedido que volvieras a ser feliz! Viste, mamaíta, que nuestra Luna cumple siempre? Y se volvió corriendo hacia su padre que sonriente le aguardaba.
Me levanté y emprendí un corto paseo que me permitió esconder aquellas, mis primeras lágrimas de felicidad, luego de tanto tiempo.

sábado, 12 de febrero de 2011

DIAS DE IRA






Cuentan quienes estaban allí, que despertaron sobresaltados, sin saber qué estaba pasando. ¡Una explosión! clamaban algunos; ¡habrá sido un atentado! decían otros. Todos salían de sus camas, presurosos cogían sus niños, y por ventanas y puertas trataban de saber qué estaba pasando. El peligro casi podía olerse en el aire y palparse entre las manos ansiosas.
Pasaron minutos que parecieron siglos, para todos quienes habían sido despertados de tal manera, en los que el enrarecido aire de esa fragante madrugada primaveral, se pobló de ulular de sirenas, con carros de Bomberos, patrulleros policiales y ambulancias varias que confluían desde todos lados.
Ya en la calle, con la vecindad entera exhibiendo sus ropas de dormir, las exclamaciones de asombro, a medida iban conociéndose detalles de lo sucedido crecían hasta formar un coro monocorde, sólo quebrado por las voces de mando de los Bomberos y Paramédicos maniobrando en el lugar, y el despliegue de cámaras y micrófonos de la prensa en pleno ejercicio de necrofilia informativa.
La centenaria Iglesia de San Juan Bautista, hasta la noche emblema del barrio y habitual lugar de visita de fieles y turistas atraídos por la belleza arquitectónica de su estructura, así como de su impresionante altar recubierto en oro, símbolo del esplendor de otras épocas, literalmente había desaparecido, reducida a una humeante e informe masa de escombros.
Los vecinos recordaban con pena y desazón cuando hacía un tiempo largo ya, ella había sido portada de periódicos y noticieros de televisión, a causa de la infeliz circunstancia de que el Sacerdote encargado de ella, había sido acusado en un sonado caso de pedofilia – pero qué palabra más desagradable nos reserva la lengua de Cervantes para describir un crimen que de tan repugnante es imposible calificar- en donde niños que concurrían a distintas actividades organizadas por la Comunidad, habrían sido abusados por éste representante del Creador en la tierra.
En realidad la pena y desazón que había invadido a la vecindad, era por los niños víctima de los abusos, sombra que acompañaría sus vidas allí donde ésta les llevara, y porque justo habría de ser la Iglesia del barrio, y no otra. Aunque justo es decirlo, esa sumatoria de recuerdos mal hilvanados, a los que solemos llamar memoria colectiva, no fuera tan poco precisa y veleidosa en recuerdos y olvidos, y no se dejara llevar por el torrente de la desinformación, que hace que las noticias dejen de serlo apenas suceden, y si ésta se repite sólo conmueve y escandaliza hasta el momento que una nueva miseria humana, peor que la anterior es debidamente difundida en horario central; esos mismos vecinos recordarían que antes, durante y después de ese caso que les tocaba tan de cerca, se sucedieron decenas, cientos, quizá miles de otros casos similares ó peores.
Los vecinos deberían haber recordado que todo ese gran escándalo que un día sacudía un país y mañana otro, generaba revuelo y alguna que otra tímida excusa de las jerarquías, obligadas a un retórico mea culpa, para luego decantarse con algún que otro cambio de destino del implicado, siempre con la salvedad –dicha en tono grave y compungido- que aunque numerosos, sólo serían siempre casos aislados de desviaciones cometidas por seres humanos descarriados, en el no siempre claro camino del deber, porque se sabe, son insondables los caminos del Señor. Pero nunca, siendo muchos y definitivamente reprobables, moralmente repulsivos para quienes aspiran a la castidad y pureza de cuerpos y espíritus, podrían siquiera rozar la intrínseca autoridad moral de la Santa y Sacra institución que les prohijó, porque ya se sabe que los hombres pasan y las instituciones quedan. Y ésta en particular, en esto de quedar inmune a todo, tiene veinte siglos de experiencia.
Aseguran muchos de quienes estuvieron allí, y que constituyen para el escriba la fuente de información, siempre subjetiva, siempre teñida de conceptos y preconceptos que nunca nos abandonan – digámoslo nosotros antes aludidos y doloridos nos lo achaquen- que nadie se explica cómo, en determinado momento de entre los escombros, vieron salir por su propio pie, tambaleándose aunque parecía flotar sobre sus pies descalzos, un niño flaco y desgreñado, vestido pobremente con un pantaloncillo a media pierna y una camisita llena de rasgaduras, blancas prendas en su origen, ahora grises del polvo del derrumbe, aunque aún con rastros ocres de machas de sangre vieja en zonas de su cuerpecito donde la prudencia y el decoro indican no indagar.
Ese niño, visto por decenas de ojos asombrados, pasó por delante de los policías, bomberos y paramédicos que trabajaban febrilmente en el lugar, sin que nadie repara en él y así como apareció sin explicarse de dónde, así desapareció detrás de la esquina siguiente al derrumbe, donde el edificio comunal lindero a la Iglesia derruida, había quedado incólume, como mudo testigo de un suceso para el que nadie tendría luego una explicación plausible.
Se supo más tarde por las autoridades presuntamente competentes, aunque los resultados de sus pericias pusieran en tela de juicio el adjetivo, que el edificio derrumbado, del cual sólo habían quedado los cimientos, no presentaba fallas estructurales, no había habido un incendio previo, no se constató explosión alguna ni cosa de ninguna naturaleza que explicara razonablemente -para la razón de los hombres-, el por qué del derrumbe.
El suceso fue tan imprevisto y se precipitó con tal rapidez, que en el mismo perecieron, para gran congoja de la Santa institución, el Sacerdote que otrora había sido tan injustamente atacado por la ceguera terrenal de los hombres, y su Obispo, autoridad moral que en persona se había encargado de investigar –con gran pesar de su parte, porque sabía desde siempre de las cualidades morales del investigado- esas absurdas denuncias, que pusieron palabras soeces y hechos absurdos, en boca de niños sin duda influenciados por mayores, de mentes cegadas por la fiebre de la lujuria y el rencor.
El hecho del violento e imprevisto derrumbe, con la lamentable desaparición física de su Eminencia el Obispo y un abnegado servidor del Señor, tan injustamente calumniado, fue noticia durante ese día, y con algo menos de énfasis en los siguientes, sostenido el interés por lo inexplicable del hecho y porque para asombro de todos, el mismo día y por la misma hora, a lo largo y ancho del mundo, los cables e informes de las cadenas noticiosas en las más diversas lenguas, daban cuenta de hechos de similares características. Templos antiguos unos, modernos otros, todos sólidos y hechos para durar eternamente, como la Fe que moraba en su interior, se habían venido abajo sin razón aparente, y en todos los casos dejando como víctimas a uno ó más servidores del señor que en el momento del luctuoso hecho se encontraban dentro, o bien durmiendo el sueño de los justos o bien entregados a sus tareas espirituales en bien de la comunidad, que ahora asistía a ese espeluznante espectáculo, que parecía haberse desatado por la furia divina.
Al igual que en el caso de San Juan Bautista, por aquí y por allá, aparecían testigos de primera hora de los derrumbes, que declaraban haber visto un niño flaco y desgreñado, vestido pobremente con un pantaloncillo a media pierna y una camisita llena de rasgaduras, blancas prendas en su origen, ahora grises del polvo del derrumbe, aunque aún con rastros ocres de machas de sangre vieja en zonas de su cuerpecito donde la prudencia y el decoro indican no indagar.
Las autoridades adjudicaban éstos rumores, nunca confirmados con una prueba física de la existencia de tales niños, a la fantasía de la gente, siempre empeñada en darle un toque de misterio a lo que era un hecho físico: un derrumbe producto de que la estructura- por causas que los técnicos a su hora habrían de explicar con lujo de detalles- había cedido provocando una reacción en cadena. No faltaron sicólogos, sociólogos y toda suerte de opinólogos convocados por las cámaras, en mesas redondas de indudable ayuda a las siempre exigentes necesidades de audiencia, que ensayaron explicaciones del tipo alucinaciones, histeria colectiva, sugestión provocada por el shock de un suceso traumático que no cuenta con explicación racional inmediata.
Para la Santa institución, tan afectada por éste lamentable episodio, lo de los niños que nadie pudo probar haber visto, se trató como siempre del viejo reflejo popular de echar mano a la superchería cuando falla la Fe, en la que nunca el individuo, hijo de Dios, podría fallar ni poner en duda.
No faltó quien, en el colmo del desparpajo y la herejía propia de estos tiempos posmodernos, haya hablado de Justicia Divina. Que el Señor, en su infinita paciencia, habría al fin acabado con ella, cuando un día sí y otro también debía asistir al escarnio de ver a sus ovejas -las mejores, aquellas que debían guiar al rebaño a su Reino celestial-, perdidos en caminos tan terrenales, enviándoles un contundente mensaje.
Si éste fuere el caso, pasado el terremoto de las noticias, tal parece su furia fue en vano, porque como es más que sabido en éste valle de lágrimas que nos toca transitar, no hay peor sordo que el que no quiere oír, ni más ciego que el que no quiere ver.
Dígase, porque todo debe ser dicho en su hora, que no anima al escriba intención alguna de herir susceptibilidades, habiendo como hay, en tan dolorosos y fantásticos sucesos, hombres y mujeres de probada buena voluntad, sino y tan sólo abusar de la literatura, sumisa como ella es a que tales desmanes le sean endosados, para consignar hechos que, porfiados como son, allí están.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Una última mirada al viejo reloj

Vuelvo a la Prosa, consciente los tiempos de ella no son los usuales del lector digital. No obstante, vale dejarlo a disposición del supremo soberano que es el público.

Se colocó el viejo reloj, regalado por su mujer hacía treinta y pico de años para su cumpleaños, ó tal vez algún aniversario de casados que ahora ya no recordaba, justo en el momento en que la pequeña de las manecillas alcanzaba el cénit mientras su fiel compañera mayor se desplazaba lentamente por su posición más austral formando, ésta con aquella, una perfecta flecha de dos puntas, todo lo que en sencillo indicaba inequívocamente, eran las seis en punto de la mañana.
Ya se había duchado con agua ni caliente ni fría, término medio; se había afeitado desechando la hojilla que hoy viernes cumplía su exacta semana de servicio, y vestido con la ropa que desde la noche le había esperado pacientemente a que cumpliera con el rito ineludible del sueño, colgada de una silla al pie de la cama.
Ahora, en el tiempo exacto que correspondía, se había sentado a la pequeña mesa en la cocina, con un plato donde reposaban de su reciente paso por la sartén un par de huevos revueltos junto a seis finas rodajas de chorizo, y diez centímetros más allá, formados en perfecta fila al alcance de su mano diestra, un vaso de leche y una tasa de humeante y recalentado café. Esa era su costumbre. Leche y café, no café con leche. Juntos pero no entreverados, que de eso ya se encargaría el estómago en toda una mañana de vigilia.
Tal como correspondía hacer encendió la Spika forrada en gastado cuero marrón, para que el locutor de todos los días, haciendo sonar latas y profiriendo gritos destemplados de supuesto buen humor para oyentes tempraneros a los que las madrugadas pudieran haberle agriado el ánimo, se encargaba de dar las primeras noticias, las que, éstas sí, se encargarían de avinagrar a cualquiera. Ya en el baño la fiel Spika había recitado de memoria durante media hora los mismos tangos de Gardel que, como se sabe, desde hace décadas cuando en Medellín aterrizó para no levantarse más, canta cada día mejor.
Masticaba meticulosa y distraídamente, primero una rodaja de chorizo y un trozo de huevos, un trago de leche, otra rodaja de chorizo y otro trozo de huevos, acompañados de otro trago de leche. Que el café esperara su turno que era el del final; junto con el primer cigarrillo negro sin filtro que dentro del paquete ya mediado, debajo de desgastado encendedor IMCO a alcohol heredado de su padre que porfiadamente conservaba esperando cumplir su misión durante exactas veinte veces al día, que encendería sorbiendo el primer trago del pocillo donde lentamente se enfriaba el negro café sin azúcar. Levantó su mirada hacia la ventana que daba al fondo y por donde empezaban a colarse los primeros destellos de luz matinal y el retazo de cielo pegado detrás de los vidrios mutaba hacia los rosados y azules. Veinte cigarrillos al día, ni uno menos, ni uno más, en sus tiempos debidamente repartidos. Uno con el desayuno, cuatro en la mañana, uno luego del frugal almuerzo, cuatro en la tarde en pequeñas pausas en su rutinario trabajo – esos eran tiempos donde todavía fumar era una actividad socialmente aceptada y prestigiosa, practicada en democrática promiscuidad-, cinco con las copas en el bar con los amigos durante la infaltable partida de cartas, y los restantes cinco para la larga noche en su solitaria casa, sentado en su sillón, leyendo y escuchando los mismos tangos de la mañana.
Inhaló la primera bocanada del humo seco del tabaco negro, y con el sorbo de café aún en la boca, volvió a observar el cielo a través de la ventana. Todo le pareció igual que siempre. Y no. Siguió mirando unas ligeras nubes que tempraneras marchaban al sur y mientras apagaba el cigarrillo en un cenicero triangular que había perdido la cuenta del tiempo que le acompañaba, lleno él de marcas y quemaduras propias de su duro oficio, y levantaba el plato, los cubiertos, el vaso y la taza para colocarlas en el fregadero donde en la noche recibirían debido lavado. Miró el reloj y ya la pequeña manecilla bajaba rauda en busca de su compañera hasta ponerse a sólo quince grados de la antigua posición de aquélla, lo que en sencillo significaba que eran ya seis y veinticinco, tiempo suficiente y exacto para lavarse los dientes, tomar su bolsito con el sándwich y el café del mediodía, y caminar las tres cuadras que le separaban de la parada del 574 que a las seis y cuarenta en punto le levantaría con la mitad de sus asientos aún vacíos, para dejarle diecisiete minutos después a dos cuadras de la Imprenta donde desde hacía treinta y nueve años, nueve meses y un día, picaba matrices y cortaba papeles, esperando los dos meses y veintinueve días que le separaban de la jubilación. Todavía tendría esos tres minutos para cubrir las dos cuadras e ingresar, como lo hacía desde tantos años todos los santos días, a la misma hora exacta, que él no era hombre de llegar tarde ni temprano, y menos faltar. En casi cuarenta años la puerta de la Imprenta sólo no le había visto pasar, a la misma hora del día, en la mañana de entrada y en la tarde de salida, durante nueve días repartidos en tres gripes fuertes, y los veinte reglamentarios de licencia anual obligatoria. Ahora, sólo le quedaban sesenta y cuatro días por calendario para seguir su costumbre, y luego qué. Cuando ese luego qué se le presentaba sin llamar, una sombra se cernía sobre su espíritu y rápidamente trataba de pensar en otra cosa.
Tomó el bolso, puso la Spika, los cigarrillos y el encendedor dentro de él, se colocó el abrigo gris que le acompañaba como una segunda piel, la boina vasca que hacía un siglo le había regalado su madre para que se abrigara en invierno, y descolgó las llaves para abrir la puerta, mientras daba un último vistazo todo estuviera en orden dentro de la casa. Por primera vez, que él recordara, debió mirar en la penumbra de la sala porque le había errado a la cerradura, y le pareció ésta estaba un poco más abajo que de costumbre. Me estoy poniendo viejo, se dijo para sí, y fijando la mirada, bajó su mano unos centímetros y abrió la puerta, para luego cerrarla con doble vuelta de llave y caminar entre las ocres hojas de los plátanos otoñales hacia la parada. Un minuto de distracción podría significarle perder el ómnibus, así que contra su costumbre apretó el paso, y llegó justo cuando detrás de él, una cuadra antes el 574 con sus luces encendidas en la mañana recién despertada, giraba su vieja carrocería enfilando hacia donde ahora, monedas en mano, ya le esperaba como cada día.
De lo sucedido durante el día nada vale la pena ser contado, porque al cabo de los años todos los días acaban pareciéndose entre sí y sólo una catástrofe logra quedar en la memoria algún tiempo más, y aún esas terminan cubiertas por el polvo del olvido. Al llegar a su casa, unos minutos antes de las diecinueve horas, luego de dos horas de su consabida partida de cartas en el Bar, acompañada de dos copitas de grappa –insoportable bebida blanca destilada del orujo de la uva- y los cinco cigarrillos asignados a ella, mientras miraba distraído hacia la Farmacia que tenía por vecina al frente, dirigió la llave hacia la cerradura. Otra vez el reflejo condicionado de abrir sin mirar le falló. Sin entender por qué estaba queriendo poner la llave cinco centímetros encima de la cerradura, por lo que nuevamente debió bajar su mano y girar un poco la muñeca para un ángulo que se le antojaba no era el de todos los días. Estoy distraído, es el tema de la jubilación que me pone mal, trató de explicarse y sin darle más importancia puso su mano derecha donde debió estar el interruptor de la luz. Nuevamente su mano buscó unos centímetros encima de donde efectivamente éste estaba. Encendió la luz y miró detenidamente lo que conocía de memoria. A su derecha una pequeña sala donde su mujer en vida se dedicaba a sus labores de costura y donde recibía a sus clientas, y que desde que ella no estaba, había caído en el abandono. A su frente la sala con un sofá enfrentado a la pequeña chimenea, dos butacas una a cada lado del sofá y más allá la mesa con sus cuatro sillas, y detrás el mueble donde se guardaban vasos y cristalería que ya nadie utilizaba. Al fondo a la derecha, la puerta hacia su dormitorio, al lado la del baño y al fondo, la que conducía a la cocina. Todo parecía estar igual, como siempre, como desde años atrás, todo en su lugar y espacio.
Colgó abrigo y boina del perchero detrás de la puerta, esta vez mirando lo que hacía, porque estando tan torpe y distraído no sería de extrañar mandara ambas cosas al suelo. Dejó el bolso encima de la mesa y se dirigió al baño donde alivió aguas y lavó las manos, para luego internarse en la cocina a preparar la cena, consistente salvo raras excepciones que ni nombre de tales merecerían, unas verduras cocidas junto a un trozo de pollo o carne, cocinadas en domingo y que luego racionaba meticulosamente durante la semana, hasta hoy viernes precisamente. Un vaso de vino y un pedazo de pan, y santas pascuas. Se inclinó un poco más de lo normal -eso le pareció-, para abrir el frigorífico y sacar el recipiente con el cocido, y colocó la ración que quedaba en una pequeña cazuela para calentarla. Al encender la hornalla, otra vez le pareció todo estaba más bajo, y raro sería a sus casi sesenta y cinco años, hubiera crecido. Tampoco las cosas se achican, hasta donde se sabe. Todo sería producto del desasosiego, que larvado, crecía dentro de él a medida se acercaba el día del definitivo adiós al trabajo, y no menos que eso, y con seguridad más aún, lo de la casa.
Es que sus hijos, tan ausentes de su vida desde hacía tanto tiempo, ahora se creían obligados a pensar en lo que era mejor ó peor para él, y tanto le habían insistido, forzado, machacado y chantajeado con las más que esporádicas visitas de sus dos nietos, que habían terminado poco menos que obligándole a vender la casa para mudarse al pequeño departamento que desde hacía años había conseguido comprar en el centro y en el cual sus hijos habían establecido vivienda mientras estudiaban. Y lo de poco menos que obligado no pasa de ser un recurso semántico, porque herederos de la parte de su madre, ellos también podían decidir sobre la casa y de nada pareció valer la promesa que él le había hecho a su mujer que nunca abandonaría ese lugar que había sido todo para ellos dos. Ayer mismo, le habían acompañado a la salida de su trabajo, porque no admitió de ninguna manera faltar a él, ni siquiera salir antes de hora, a la Notaría donde finalmente había firmado el compromiso de vender su casa. A pesar que los chicos se habían criado en ella, nunca parecieron tener la relación afectiva que a él le ataba con ese espacio techado, que antes de nacer ellos, codo a codo con su, en ese entonces joven y saludable esposa, habían visto crecer desde la nada sobre un terreno virgen comprado con miles de sacrificios. Miles de sacrificios que continuaron durante años, con su esposa cosiendo hasta la madrugada para terminar la construcción, allí donde todavía seguía años después inconclusa, porque él se había negado siempre a pedir prestado para hacerla. Se hace cuando se tiene, y se hace con lo que se tiene, y lo que no, tiene que esperar. Ese había sido siempre su lema. Y luego esa casa fue abrigo en noches de invierno, escenario de noches de amor y luego cariñosa costumbre, hijos en pañales y fiebres, y más tarde nido vacío de hijos grandes, hasta que terminó siendo su propio refugio, apoyo y consuelo en la soledad que desde hacía años se había abatido desde que la máquina de coser había detenido su marcha para siempre. Y ahora, casi le habían obligado a venderla. Sólo de pensarlo, se le partía el corazón; pero qué podía hacer, si esos hijos eran su única familia y los nietos apenas una pincelada de color que cada tanto pasaba frente a sus ojos acostumbrados al gris del cada día.
Terminó de cenar y luego de recoger plato, cubiertos y vaso, llevó todo al fregadero, para junto a lo de la mañana, fregar y limpiar. Otra vez le pareció el fregadero estaba un poco por debajo y debía doblarse apenas unos grados más de costumbre, los que su desgastada columna sentía como varios más. Son cosas mías, se repetía, tal vez es que he estado sintiendo la columna y no me he dado cuenta.
Terminó de colocar la loza en el secadero, secó sus manos y, periódico en mano, se dispuso a sentarse en su sofá, frente al televisor perennemente apagado desde que se quedara solo. Simplemente estaba allí para cuando venían sus hijos y nietos, para los cuales estar en un ambiente sin que hubiera un televisor encendido era sencillamente inimaginable. El había pensado más de una vez en esas esporádicas visitas que era posible de pronto la tierra se tragara a alguno de ellos y los demás ni siquiera repararan en ello, pero de lo que sí darían inmediata noticia sería de una eventual falta del televisor. Aunque poco importara qué cosa estuvieran viendo, porque más de una vez y con malicia, como distraído, le había preguntado a uno u otro qué habían dicho o hecho en el programa que estuvieran mirando un minuto antes y raramente alguno de ellos acertaba a dar cuenta de ello. Simplemente era algo que tenían que tener enfrente, aunque no sirviera más que para no escuchar lo que no quisieran o para escaparse de fastidiosas preguntas. El escape al alcance de la mano y un botón.
Calzó sus pantuflas al borde de la cama y en cinco pasos depositó su esmirriado cuerpo encima del sofá. El cuerpo, liberado de frenos, describió una trayectoria un poco más larga de lo normal y el acto mecánico de sentarse donde siempre, se convirtió en un leve golpe que su coxis sintió como una agresión gratuita y se lo hizo saber en forma de punzada. Pero el sofá no podía estar más abajo por la sencilla razón que era el mismo sofá de siempre, y nada ni nadie la había movido desde hacía años, salvo alguna rara ocasión que la señora que cada quince días iba a su casa a hacerle una limpieza, se le daba por mover muebles. Eso no podía ser porque hacía ya días que había estado y todo estaba en su lugar. Arrellanó el cuerpo, encendió su último cigarrillo y se dispuso a conciliar sueño leyendo su periódico, el de la tarde, que casi nadie leía y que él disfrutaba porque solía llevarle la contraria al resto de la prensa. Lo que para otros apenas merecía dos líneas, en La Tarde era titular seguro, y lo que para otros había ocupado un destaque en tapa, para ellos y con tono bien distinto, apenas una notita interna o directamente le ignoraban. Era como leer la prensa pero a su vez no leerla y sentirse a la vez que no integraba el rebaño que día a día en la Imprenta se encargaban de repetir como loros, dando por cierto todo lo que habían leído y como probadamente inexistente todo aquello que no mereciera la atención de éstos.
Media hora después estaba dormitando con el periódico cayéndose entre sus piernas. Se levantó y cansinamente se dirigió al baño, donde mano en la cintura se agachó, un poco más le pareció, para lavarse los dientes y luego de poner la vejiga a cero, marchó hacia su cama, donde sobre el lado izquierdo dormiría las siete horas que su cuerpo le pedía. Mañana era sábado y podría quedarse un poco más en la cama, pero aún no poniendo el despertador, el reloj biológico haría de las suyas y seguro a la seis estaría en pié como de costumbre, aunque no supiera qué hacer. Gardel no canta en sábados y domingos, y su habitual ida a la escollera a pescar, en ésta época del año, demasiado temprano, no era recomendable para sus reumáticos huesos.
Se acostó un poco más cerca del suelo que lo habitual y con el respaldo rozando sus pies. Pero como de nada vale preguntarse la razón de aquello que no se entiende, decidió dejar preocupaciones metafísicas para mañana, y se durmió.
Contra su costumbre durmió mal. Sobresaltado con ruidos que no terminaban de serlo, se despertó un par de veces. Soñó sueños que dejaron un poso de intranquilidad en su espíritu, pero de los que a la mañana, nada recordaba. Igualmente despertó a la hora de siempre. Todavía se demoró diez minutos en la cama, pero sabiendo no podría dormir, volcó su cuerpo a la izquierda y allí nomás encontró las pantuflas, encima de las cuales enfiló, Spika en mano, hacia el baño donde aliviaría el cuerpo de humores y excrecencias propias del funcionamiento regular del cuerpo humano, se daría la rápida ducha de agua ni caliente ni fría y una afeitada a la que no estaba obligado sino por su maniática costumbre de hacerlo todos los días, bajo sol o lluvia.
Cuando dio con la cabeza contra el regador de la ducha, se dijo que no entendía cómo durante años no se había pegado contra él, estando, como él había insistido, demasiado bajo, en contra de la opinión de su mujer que le decía una vez y otra también, eran manías suyas y la altura donde lo habían colocado, era la adecuada.
Se colocó el viejo reloj, mientras la pequeña manecilla de rápido andar había descendido cuarenta y cinco grados exactos de su cénit, lo que en sencillo indicaba eran las seis y cuarto, quince minutos tarde para no se sabe qué porque hoy no habían obligaciones horarias, y marchó a preparar el desayuno: dos huevos revueltos, seis finas rodajas de chorizo, un vaso de leche y una taza de café, el mismo que descansaba dentro del frigorífico y que él volvería a recalentar. Con los restos del sueño aún pegados a sus párpados manoteó la puerta de éste y su mano pasó una y otra vez por el aire, hasta que su conciencia recuperada le dijo que así podría estar toda la mañana que, con la manija diez centímetros por debajo de donde su mano describía el vuelo de una mariposa, no conseguiría abrirle nunca. Se detuvo un momento, volvió a mirar esas cosas que eran las suyas desde siempre, como si por primera vez estuvieran allí y cobraran vida, y volvió a decirse todo era producto de los nervios y la tensión, que a medida avanzaban los días que le separaban del adiós al trabajo y la despedida de su casa, crecían dentro suyo aunque no quisiera admitirlo.
Acomodó su cuerpo encima de la silla de siempre, junto a la mesa donde reposaba el plato con el desayuno en perfecta formación, y se dispuso a comer mientras la Spika distraía un momento su atención, con noticias refritas del día anterior. Que todo le parecía más chico, o él más grande en relación a ellas, tenía que ser cosa suya y le ponía a pensar que los años no venían nunca en soledad y por lo general traían de convidados de piedra algunos de éstos males. Sólo la casualidad hizo que en el momento que depositaba la loza en el fregadero, y el plato y cubiertos emitían su clásico sonido de choque amistoso y acostumbrado, por la casa vagara por unos breves instantes una especie de crujido que a él, sensible a cambios como estaba, le pareció raro pero al que no dio mayor importancia.
Era hora recogiera del pequeño galpón detrás de la casa sus aparejos y enseres de pesca y marchara rumbo a la escollera, distante no más de quince minutos caminando, ventaja que hacía innecesario ningún medio de locomoción. Seguro esa mañana junto al mar, remojando sedales y plomadas, le iba a distraer y sacar de la cabeza las cosas raras que se le habían metido desde que el Jueves a la tarde, con dolor en el alma y agarrotada la mano derecha, estampara la firma decretando la definitiva ruptura de la relación de padre a hijo y entre hermanos que gobernaba su espíritu con la casa que había construido y era parte de su vida misma. Que esa sucesión de supuestos cambios en ésta, su casa, se sucedieran desde ese mismo día, seguro era otra más de las descabelladas ideas que su calenturienta mente de viejo le estaban deparando.
Bajó hacia la costa mientras la mañana despuntaba con un sol dubitativo insinuándose hacia el este aún entre edificios y negros nubarrones que poblaban el oeste. Para media mañana, éstos se habían convertido en una fina llovizna, a la que resistió estoicamente a la espera del mediodía, para ir a comer su pescado frito al puesto de pescadores distante quinientos metros de su habitual pesquero. Regresó pasadas las dos de la tarde, con un medio litro de vino pidiendo siesta, deseando depositar su cuerpo encima de su cama y dormir un par de horas. La salida le había hecho bien y ya no pensaba en nada que no fuera la maravilla del mar, aún encrespado y marrón como hoy estaba, y lo feliz que sería cuando jubilado, pudiera ir todos los días a pescar, dueño de su tiempo luego de tanto tiempo con el cuerpo alquilado por horas.
Abrió la puerta luego de una breve duda acerca de la altura de la cerradura, y agachándose levemente para entrar caña y balde, se metió dentro de la casa, dejó los enseres en la cocina y sin más trámite, vestido como estaba, se tiró en la cama, con los pies aún calzados saliendo por detrás del respaldo. Durmió más de dos horas, quizás tres, porque cuando despertó las primeras sombras del crepúsculo velaban lo que restaba del día. Se sentía dolorido por haber dormido en mala posición y tal vez el vino, en jarra servida en la trastienda del modesto puesto de pescadores, no sería de la mejor cosecha, porque un dolor de cabeza que le avanzaba desde la nuca comenzaba a atenazarle la frente y los ojos. Iría al baño a ducharse y luego se tomaría un par de analgésicos, para lo cual se quitó rápidamente las zapatillas aún en sus pies, la ropa todavía húmeda y se metió al baño. O intentó meterse, mejor dicho, porque inexplicablemente dio con la parte alta de la frente en el marco de la puerta. Ahora sí el antes incipiente dolor de cabeza ya era todo un dolor de cabeza en toda la regla, ayudado por la confusión que reinaba dentro suyo, cuando debió agacharse varios centímetros para poder ducharse. Salido de la ducha, frente a un espejo que reflejaba no ya su cara, sino apenas el mentón y el tronco, volvió a pensar que algo en su cabeza no andaba bien. Se tomó dos o tres analgésicos con un poco de agua casi sin pensar y nervioso, se sentó en su sofá, peligrosamente cerca del teléfono que raramente usaba. Había pasado ahora por su dolorida y embotada cabeza, como un rayo en medio de la tormenta, la idea de llamar a uno de sus hijos, el que con seguridad en sábado a la tarde podría encontrarle en su casa. ¿Pero para decirle qué? Te habla tu padre, te llamo porque parece que todo en ésta casa está más chico y no sé que hacer. Si el destino que sus hijos le reservaban era vivir en el pequeño departamento del centro, por ahora y mientras pudiera valerse por sí mismo, con una confesión de éstas, lo más seguro es que terminara internado en un geriátrico en el mejor de los escenarios, y en un psiquiátrico como más seguro. No era una opción válida. Tampoco tenía explicación lógica para nada, pero bastaba alargar su brazo derecho para comprobar que la mesita ratona, que hasta ahora distaba un metro quedaba bajo su mano, y lo mismo pasaba con la chimenea al alcance de su pierna extendida.
Cerró los ojos y trató de dormir, ahora que la ducha – ésta vez fría – y los analgésicos parecían querer disolver la asfixiante jaqueca en una suerte de nube porosa que poblaba los intersticios de su dolorida cabeza. Dormitó un rato, quizá haya dormido más de una hora porque cuando despertó adolorido de sus piernas y brazos sobrando de un sofá que había perdido proporciones, ya se había hecho la noche y reinaba el silencio apenas quebrado por algún lejano automóvil. En ese instante volvió a escuchar, ahora nítidamente un crujido, como de tornillos girando sobre madera, y un escalofrío recorrió su espalda, porque ante sus ojos los objetos parecían seguir achicándose. Presa del pánico, tomó las llaves de su soporte ahora a la altura de su pecho y con el techo a escasos centímetros de su cabeza, trató de abrir la puerta de calle, convertida en poco más que una portezuela donde a duras penas cabría su cuerpo. La llave no entró en la cerradura, cerrada por completo. En cuclillas pasó a la cocina y trató de abrir la ahora minúscula puerta trasera y otra vez allí se encontró con una cerradura que parecía soldada. Intentó quebrar un vidrio, pero todos eran tan pequeños que no le permitirían salir. El aire comenzó a resultarle irrespirable y le pareció todo eso era una pesadilla de la que debería despertar cuanto antes. Los golpes de su torpe cuerpo contra muebles empequeñecidos y techos cada vez más bajos, le convencieron no era un mal sueño. Aún reptó hacia donde el ahora pequeño teléfono negro reposaba en una minúscula mesita con ruedas, y levantó el tubo que apenas superaba el tamaño de su encendedor y desencajado lo puso al oído, sólo para comprobar ningún sonido salía de él. Al achicarse, el cable había encogido y por alguna parte se había cortado. Las luces tampoco funcionaban si él pudiera llegar a alguna de ellas. Tendido de bruces sobre el piso de la sala, donde los diminutos muebles le cercaban y con el techo acercándose implacable, tuvo conciencia que inexplicablemente aquél era el final y que no debió nunca haber firmado la venta de esa, su casa, la que había prometido a su querida esposa, no vendería nunca y sin embargo lo hizo. En la penumbra que se tornaba ominosa oscuridad, todavía alcanzó a sentir cómo su viejo reloj se apretaba en su muñeca y adivinar cómo la pequeña manecilla desaparecía de su vista.

J.M.Jorge
Derechos Registrados Safe Creative
Código: 1102098462841
Fecha 09-feb-2011 12:05